El islote de las gaviotas negras

William deseaba pasar con Valeria el poco tiempo del que disponían. Al día siguiente, ella partiría de nuevo hacia su país. La llamó temprano y quedaron para ir de pesca al islote. William llegó muy puntual y la chica bajó al muelle. Subió al barco sin decir ni palabra. Tenía unas ojeras enormes que delataban las lágrimas derramadas durante la noche. El muchacho la miraba, sentada y callada a su lado junto al timón, y con el pelo negro hacia atrás a causa del viento. Sus pensamientos la llevaban a Dubrowski, al submarino que había aparecido en ese mismo lugar una tarde de Navidad, al joven Erlend Nilsen, al traidor Jakobsen, al médico fusilado. A la radio. El viejo farero le había dicho que recordara su primer sueño para encontrarla. Le dolía dejar a William y le había dolido dejar a Erlend. Volvía a sentir unas ganas de llorar que tenía que controlar. No quería que William la viera así. Amarraron la barca al pivote y salieron. Se encaminaron al promontorio de las piedras y el muchacho sacó los aparejos. Valeria llevaba consigo su cuaderno y las acuarelas. Había decidido que iba a terminar su cuadro allí, mientras William se dedicaba a la pesca. Aquella noche había visto el rostro de la mujer del sueño. Era lo único que le quedaba para terminarlo. Sacó el pincel, lo mojó y empezó a trazar los rasgos que le faltaban: los ojos, la nariz, la boca. Lo terminó en pocos minutos. Cuando hubo acabado se lo mostró a William, que miró alternativamente la cara pintada en el papel y la que tenía ante él.

—Bonito autorretrato —dijo—. Te has pintado a ti misma.

Valeria frunció el ceño y contempló su obra. Efectivamente, aquella era su cara.

—Es la mujer del sueño —replicó—. Pero tienes razón. También soy yo.

—Será que has soñado contigo misma.

—No. En el sueño yo era una niña muy pequeña, casi un bebé. Estaba perdida en medio del agua. Ella venía hacia mí y me recogía. Me abrazaba, me llenaba de besos y me llevaba a su casa. Pero de pronto —recordó súbitamente—, de pronto, vino una avalancha de agua y todo desapareció. También ella. Solo quedé yo, flotando en una canastilla. Llorando. Sola. No, la mujer no era yo. Era…

—¿Quién era?

—Creo que era mi madre. Mi verdadera madre. Mi madre de China. ¡Dios mío! —Valeria se llevó la mano a la boca y cerró los ojos—. He soñado con ella. Con la mujer de la que nací. Había mucha agua, una inundación. Y ella desaparecía en medio del agua. —Se quedó callada unos instantes—. ¡Santo Dios! Ahora lo entiendo todo.

—¿El qué?

—Mi hidrofobia. He tenido un irracional miedo del agua porque viví esa terrible inundación de niña. Y mi madre desapareció entre las aguas. Y yo sobreviví…

Valeria empezó a llorar como nunca. Las lágrimas le caían sin parar y no era capaz de hablar. William dejó la caña y la abrazó lo más fuerte que pudo. La besó mil veces hasta que su cara se mojó con las amargas lágrimas de la muchacha.

—Tranquila. No pasa nada. Solo ha sido un sueño.

Valeria se soltó de su abrazo y lo miró con rabia.

—No solo ha sido un sueño. Ella estaba allí y luego desapareció. Por eso yo tenía tanto miedo al agua. Todo tiene una explicación. ¡Estoy harta de que me digáis que todo son sueños e imaginaciones mías! —gritó—. Como lo de tu abuelo. Él me ha contado todo lo que pasó con Dubrowski. No murió, como está escrito en el cuaderno del museo. Se salvó. Lo rescató un submarino justo aquí. Y al doctor Carlsen lo fusilaron los nazis. Y tu abuelo escondió la radio en algún lugar que yo tengo que encontrar. Un lugar que él mencionó en mi primer sueño.

Valeria se quedó callada de repente y miró a su alrededor. El islote, las piedras sobre las que se sentaban. El viejo farero había hablado de «las piedras planas de la ensenada», y había dicho que «había escondido algo allí hacía años». Sí, eso había dicho la primera noche.

—Ahí. Debajo de esas piedras. Ahí está —le dijo a William.

—¿El qué? ¿Qué es lo que hay ahí? ¿De qué estás hablando? —preguntó él intrigado y pensando que la chica había perdido la cabeza.

—Ayúdame a levantarlas.

—Pero ¿estás loca? Pesan muchísimo.

—No tanto para que no las podamos levantar entre los dos. Agarra una de ahí y yo la cogeré desde aquí —ordenó.

William obedeció de mala gana. ¿Qué se suponía que iban a encontrar debajo de aquellos pedruscos que él siempre había visto tal y como estaban?

Consiguieron mover las piedras y retirarlas. Valeria metió la mano y sus dedos tocaron un objeto de textura extraña. Introdujo la otra mano y lo sacó.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó William, tan sorprendido que el asombro no le cabía dentro del cuerpo.

—Es una radio. Está toda podrida por la humedad y ya no funciona. Pero es una radio.

—Yo diría que está chamuscada —dijo el chico.

—¡Santo Dios! —exclamó Valeria—. ¡El rayo de la tormenta de ayer! La radio atrajo al rayo a pesar de estar cubierta por las piedras.

—¡Es increible! ¿Cómo demonios…? —empezó a decir.

—Hay otra cosa que es más increíble —continuó Valeria—. Esta radio que tienes delante de tus ojos ayudó a que los nazis perdieran la guerra. Pasó años en un compartimento de la chimenea de la cabaña del lago, y tu abuelo la dejó aquí mucho tiempo después. En el mismo lugar donde el teniente Nikolaj Dubrowski logró salvarse.

William la miró sin llegar a comprender del todo. Él llevaba toda su vida en aquel lugar y nada había sabido de toda aquella historia de la que hablaba Valeria. ¿Por qué su abuelo nunca se la había contado a través de sus sueños, como había hecho con ella?

—¿Quién es Nikolaj Dubrowski?

—Tu soldado ruso preferido, el de la gorra. Se llamaba así. No murió el día de Navidad, como consta en el documento del museo. Se salvó. Se hizo pasar por muerto. Y un submarino lo rescató y lo llevó a Rusia. Nikolaj se salvó en este mismo lugar —explicó Valeria emocionada.

—¿Y todo esto lo has sabido porque…?

—Porque él, tu abuelo, me lo ha estado contando durante mis sueños. Mis sueños —repitió—, ese mundo extraño en el que también he visto el rostro de mi madre y donde he comprendido muchas cosas.

Valeria ya no lloraba. Tenía en sus manos aquella prueba de la historia de Erlend Nilsen. Sobre la piedra había quedado su cuaderno con la acuarela terminada. Dejó la radio sobre el musgo que cubría las rocas y abrazó a William con todas sus fuerzas.

—Nunca olvidaré estos días contigo y estas noches con tu abuelo.

—¿Volverás algún día a este faro?

—Se lo he prometido a él —contestó la chica.

—¿Y a mí no me lo prometes?

—Sí, también te lo prometo a ti —sonrió Valeria—. ¿Y tú? ¿Vendrás a verme a mi ciudad?

—Sí.

—¿Cuándo? —preguntó.

—Pronto. Iré a verte muy pronto. Te lo prometo.

Valeria abrió los ojos como platos. Bueno, como platos ya hemos dicho que no los podía abrir, pero casi. Acercó su cara a la de William y lo besó. Su beso fue largo, salado de mar, pero con un cierto matiz a tarta de chocolate. De pronto, un pájaro revoloteó sobre sus cabezas y se posó sobre una roca.

—¡Han vuelto! —exclamó William cuando lo vio—. ¡Los frailecillos han vuelto a la isla!

—Volver, regresar… —musitó Valeria—. Como las olas del mar, que siempre acaban llegando a la orilla.

—Y al faro.

—Igual que tu abuelo…, que también ha regresado para que juntos pudiéramos encontrar la radio que salvó la vida de Dubrowski.

Valeria y William se besaron una y otra vez en el mismo lugar donde Feodor Pawlov había sido arrojado a las aguas. En el mismo lugar donde Nikolaj Dubrowski se había hecho pasar por muerto para salvarse. En el mismo lugar donde la radio secreta había pasado decenios escondida.

Caminaron de la mano de regreso a la embarcación. Se pararon para contemplar juntos, por última vez, el faro.

El sol de mediodía caía en vertical sobre la vieja catedral roja de la costa, que parecía una ráfaga de fuego emanada directamente del mar, como la lava de un volcán.

Y es que Kjeungskjaer podía iluminar incluso las noches más oscuras.