En el islote

Valeria había supuesto que el islote no tenía nombre, pero estaba equivocada. Allí todo tenía nombre, más o menos largo, pero nombre al fin y al cabo. Se llamaba islote de las gaviotas negras, algo así como Svartmakeholmen.

—¿Y por qué se llama así? No existen las gaviotas negras.

—No. Pero alguien le puso ese nombre porque aquí antes había muchos nidos de frailecillos, y esos pájaros sí que son negros.

—Ya, pero son frailecillos, no gaviotas.

—El que le puso el nombre, no debía de saberlo —explicó William riéndose.

—¿Y ahora?

—¿Ahora qué?

—¿Ahora no vienen los frailecillos?

—No, parece que no. Hace demasiado calor para ellos y han emigrado a las islas del norte.

—¿Calor? —preguntó irónica Valeria—. No me parece a mí que aquí haga mucho calor.

—Pues pingüinos no hay, y en tu tierra tampoco. Por algo será, ¿no? A algunos pájaros no les gusta el calor.

—Bueno, ¿dónde vamos a pescar?

—Al otro lado del islote. Se forma una ensenada, el agua está más tranquila por arriba, pero hay corrientes marinas que traen los peces. Por alguna razón ahí se dejan pescar con más facilidad. Se confían y acaban en el saco.

—Sí, suele pasar.

Anduvieron unos minutos hasta llegar al otro lado del islote. Como William había dicho, no había senderos. Pisaban una vegetación muy baja de musgo y líquenes con algunas florecillas que apenas crecían. Era como si no atrevieran a hacerlo para protegerse de los vientos del oeste, que azotaban cada día aquellas protuberancias rocosas nacidas del mar. Valeria no apartaba sus ojos del suelo por dos razones: el colorido de las plantas era espectacular. El musgo blanco, verde, amarillo, rojizo alguno como si ya le estuviera dando la bienvenida al otoño. Florecillas rosadas, blancas y doradas se mecían al ritmo de la brisa de la primera hora de la tarde. Todo parecía balancearse suavemente bajo los rayos del sol. La otra razón era que había muchas rocas desnudas y Valeria tenían miedo de caerse y romperse un hueso. Se paró unos instantes para contemplar el panorama de matices de lo que parecía una masa gris desde el faro: el mar a su alrededor en toda su grandeza. Como si en ese momento no existiera nada más que William y ella, y el mundo girara en torno a ellos en forma de agua salada. Le dio una punzada en el estómago al reflexionar sobre el hecho de que el mundo parecía estar hecho de agua. Se dio la vuelta. Al otro lado, el faro, la mole roja y vertical. Y detrás, la costa. La esperanza de tierra. De la tierra prometida como lugar estable, quieto, ajeno a los movimientos y a las corrientes del mar. Las montañas que se erigían como soberanos reinantes. Las casas de colores entre las montañas y el océano. A la izquierda, el sol bañaba como a ninguna otra a la casa blanca que resplandecía y que parecía una perla blanca. Le recordó el nombre de algún barco pirata. Se sentó sobre una piedra plana que parecía haber sido colocada por manos humanas. William se le acercó por detrás después de preparar sus aparejos en la ensenada.

—¿Qué miras con tanta atención? No te irás a marear aquí en medio, ¿verdad? —Estaba claro que la delicadeza no era el fuerte del chico.

—No, no. Miraba el musgo en las rocas. Y la costa. Se ve preciosa desde aquí. Y miraba aquella casita blanca. ¿Te has fijado como brilla? Parece una perla blanca.

William la observó un instante en silencio.

—Sí, la conozco bastante bien —dijo al fin—. Es mi casa. Siempre brilla mucho, pero hoy especialmente. Mi padre y yo la hemos terminado de repintar esta mañana. Mi madre la llamaba así, como tú has hecho ahora: «la perla blanca». Decía que parecía una perla desde el mar. Es curioso que ambas la hayáis llamado de igual manera.

—Una casualidad, sí. ¿No hace mucho que murió?

—Un año. Una eternidad que parece que no haya durado más que un segundo. —El rostro de William se ensombreció durante unos segundos al recordar a su madre—. La percepción del tiempo es extraña. A veces parece que fue ayer cuando todavía estaba ahí, y a veces me parece que nunca existió. Que mis recuerdos de ella no son más que parte de un sueño. ¿Te pasa a ti lo mismo?

—¿A mí? A mí no. Mi madre no está muerta.

—No, ya, perdona. Me refería…, quería decir…

—Querías decir si me acuerdo de la que fue mi primera familia, de la que yo nací, allí, en China.

—Sí, eso quería decir. Perdona si… —William sintió que había sido un poco torpe con su pregunta.

—No, no, no pasa nada. Es que…, es que no me acuerdo de nada de entonces, ya te lo dije ayer. Es como si yo no hubiera existido hasta que mamá vino a buscarme. ¿Sabes? El primer rostro que recuerdo es el de ella. Y el del monito de plástico que me regaló el segundo día que me visitó en el orfanato. Es un monito amarillo que aún conservo. Y siempre duermo con él a mi lado. —Se ruborizó Valeria al admitir lo que podía parecer un comportamiento infantil.

—Yo también tuve un monito amarillo. Debe de estar en algún lugar del desván. Lo buscaré.

—Sí, supongo que todos los humanos tenemos un monito amarillo, o algo parecido en nuestra vida.

—Sí, y ahora, vamos a pescar. Los peces nos están esperando.

—Vamos. ¡Oh, mira! ¿Qué es esto?

William se acercó a lo que estaba casi bajo los pies de Valeria.

—Es un nido.

—¿Un nido de frailecillos? —preguntó la chica.

—Tal vez.

—Quizás hayan vuelto a anidar en su islote.