El guiso de alce

Cuando se despertó, Valeria apenas recordaba algunas imágenes del extraño sueño que había tenido. Y tampoco se acordaba de que su madre hubiera estado junto a su cama, como cuando era pequeña y tenía terrores nocturnos. Pasaron juntas la mañana en la cocina, preparando la carne del alce según las instrucciones que Lars le había dado por teléfono a Mercedes el día anterior.

—Me parece que en la vitrina del salón del tercer piso hay unos platos antiguos. Si hay cuatro, bájalos para poner una mesa bien bonita para nuestros invitados.

—A lo mejor a Lars no le gusta que usemos esa vieja vajilla.

—¿Y por qué no le va a gustar? Nos dijo que podíamos utilizar todo lo que hay.

—Vale, de acuerdo. Voy a ver.

Valeria salió de la cocina y se encaminó hacia la escalera de caracol. Cuando tocó el pasamanos le dio un escalofrío en la espalda. Recordó que había hecho lo mismo en su sueño, pero en él la escalera no era así. Suspiró profundamente y ascendió. Cuando llegó al salón, se fijó en la foto del viejo farero. Sí, no cabía ninguna duda. Había soñado con aquel hombre, con todas y cada una de sus arrugas, incluso con su pipa. De repente se acordó de que el hombre le había dicho su nombre. Un nombre extraño, que ella nunca había oído. ¿Cómo se puede soñar con palabras desconocidas, incluso con caras nunca vistas? ¿Cómo la imaginación de los sueños es capaz de crear historias con personajes inexistentes, como si los sueños fueran novelas, y los soñadores fueran novelistas? Valeria movió la cabeza de un lado a otro. Miró bien la foto y comprobó que el nombre del farero no estaba en ningún sitio. ¿Cómo era, Erlund, Erend, Esper? No, no conseguía acordarse. Abrió la vitrina, desde la estantería la miraba la vieja estatuilla china. Acercó su mano hasta el rostro de la dama, la porcelana era fina y no estaba tan fría como había pensado. Es más, con el contacto notó calor en su propia mano. Sacó los platos. Había cinco y eran preciosos, pensó. Blancos con una guirnalda de flores azules pintadas alrededor. Miró el reverso para conocer su procedencia, pero no entendió nada. Algo estaba escrito en caracteres chinos que no conocía. Se prometió que algún día estudiaría la lengua de sus antepasados y bajó a la cocina con los cinco platos en la mano.

—Ah, había cinco. Estupendo. Son preciosos, desde luego —dijo su madre.

—Son chinos.

—Vaya, hija, parece que estemos en casa: los platos, la figurita, el abuelo que anduvo por China alguna que otra vez.

—Ja, ja, ja —rio Valeria de mala gana.

—Era un decir. No te enfades.

—No me enfado.

De pronto, sonó el timbre. Ambas se miraron extrañadas. No habían oído el motor de ningún barco. Valeria se acordó de que había tenido la misma sensación durante la noche, lo que la ayudó a recordar más y más su sueño. Pero esta vez sí había una explicación racional: el ruido de la batidora con la que Mercedes estaba haciendo la salsa había escondido el sonido de la lancha.

—Ya están ahí. Baja a abrir.

—¿Yo sola? No hemos oído nada. ¿Y si no son ellos?

—¿Y quién va a ser si no? Mira por la ventana de la escalera y te quedas más tranquila.

Así lo hizo Valeria y efectivamente, eran Lars y William que venían con dos bolsas enormes. Bajó a abrir y los recibió con una enorme sonrisa.

—Bienvenidos al faro. Les esperamos con la mejor de las comidas —bromeó la muchacha haciendo una media reverencia.

—Gracias, gracias, Valeria —dijo Lars—. ¿Qué tal te lo pasas en Kjeungskjaer?

—Bien, bien. Ayer fue muy divertido ir a pescar con William.

—Os hemos traído el resto de la cosecha. Hemos preparado el pescado de una manera tradicional, según una vieja receta: con nata, cebollas y pimienta. Era una de las antiguas formas de conservar el pescado cuando no había frigorífico.

—Pescado con nata… —La cara que puso Valeria se parecía sospechosamente a la que tenía antes de vomitar el día que llegaron.

—Está muy bueno, te gustará, ya lo verás —dijo William—. Hum, huele muy bien —comentó en cuanto entró en la cocina.

Se sentaron a la mesa y comieron toda la carne del alce, con patatas, y la salsa hecha de enebros, queso marrón, y mermelada de frutas de bosque. Una mezcla extraña que ni Valeria ni Mercedes habían probado nunca, pero que resultó riquísima.

—Riquísimo, Mercedes. Te ha salido exquisito —dijo William.

—Si está bueno, el mérito es de tu padre. La receta y las instrucciones son suyas.

—En realidad, es una receta de mi abuelo —confesó William—. Si hay algún mérito ha de ser de él.

Lars asintió todavía con la boca llena de comida, y sin poder hablar.

—Debía de ser un hombre genial, el viejo farero —dijo Valeria—. Pescaba, cazaba, viajaba por todos los mares, vivió aquí. ¿Lo llegaste a conocer, William?

—No, lamentablemente no lo llegué a conocer. Murió varios años antes de mi llegada.

—Ah —exclamó Valeria.

—Qué pena —dijo su madre.

—Por cierto, ¿cómo se llamaba? —preguntó la muchacha.

—Se llamaba Erlend —contestó Lars—. Mi padre se llamaba Erlend Nilsen.

A Valeria le dio un escalofrío en todo su cuerpo. Un escalofrío que terminó en los dedos de su mano derecha, lo que provocó que se le cayera el vaso de agua que sujetaba, y que se mojara el mantel y el pantalón de William, que la miró pensando que era un poco torpe.

«Erlend, pensó, se llamaba Erlend».