Dubrowski y el faro

Aquella segunda noche en el almacén convertido en prisión, Nikolaj Dubrowski la pasó sin apenas dormir. Desde su camastro veía la luz del faro en su ir y venir intermitente. El joven ruso pensaba que se parecía al parpadeo de unos ojos hermosos. En concreto, de unos ojos que había dejado en su tierra natal, en la casa que había sido de sus antepasados y en la que ahora vivían veinticuatro familias. Recordaba los ojos siempre brillantes de Nadia, nieta de los que fueran guardianes de la finca, y de la que andaba enamorado desde que era niño, cuando su abuela no le dejaba apenas mirarla. Nadia se había convertido en su mujer varios años atrás, y se dedicaba a la agricultura de las tierras que habían sido de los Dubrowski durante siglos, y que ahora pertenecían a una cooperativa estatal. El viejo reloj de cadena de su abuelo era lo único que no le habían quitado los nazis cuando lo detuvieron. Lo llevaba colgado del cuello, entre su piel y el uniforme y ahí seguía. Por las noches lo abría, le daba cuerda, y contemplaba el retrato de Nadia que guardaba en el interior de la tapa. Durante años, había sido el rostro de su abuela el que lo miraba desde allí dentro, pero desde que se casara con la joven de los ojos brillantes, había colocado su fotografía recortada sobre el retrato pintado de su abuela. Algunas noches retiraba el papel para observar también la belleza de aquella pintura que reproducía los hermosos y delicados rasgos de la princesa en sus mejores tiempos. Entonces, Nikolaj se preguntaba qué habría sido de ella, si todavía estaría viva o no. Y dónde sonreiría. O dónde estaría enterrada.

Durante su segundo día en aquella costa supieron algo más acerca de su misión y del lugar donde estaban. El oficial al mando les dijo que estaban en Noruega, algo que ya imaginaban por la situación del mar y por el tiempo que habían estado embarcados. Les dijo que Noruega había sido invadida por el honorable (lo dijo así, honorable) ejército alemán el año anterior, concretamente el 9 de abril, y que a ellos les cabría el honor (también lo dijo así) de construir una de las primeras pistas de aterrizaje de la nueva Noruega dominada por las tropas hitlerianas (y también lo dijo así). Los soldados prisioneros se miraron unos a otros sin atreverse a decir ni palabra. Lo de la invasión del país escandinavo ya lo sabían, por supuesto, así como que el gobierno y el rey de Noruega no se habían rendido ante el ejército alemán, sino que habían iniciado una resistencia activa contra la invasión desde el primer momento. Todo eso lo sabían los ciento noventa y cinco jóvenes rusos prisioneros en la costa del fiordo de Trondheim, en la región de Fosen. De hecho, la invasión de Noruega se había producido un año y tres meses antes que el ataque alemán a la Unión Soviética. Lo que no se podían imaginar era que los iban a obligar a construir una pista de aterrizaje. Una pista de aterrizaje para aviones alemanes, desde donde les sería más fácil atacar tanto las posiciones de la resistencia noruega, como todo el norte de Rusia, donde se guardaban los submarinos que, pensaban ellos, iban a acabar con los nazis. Y sobre todo, iniciar la invasión de Inglaterra. Su misión era, por tanto, facilitar el camino a la fuerza aérea alemana para seguir dominando el mundo. A Nikolaj le dio un escalofrío mientras miraba a uno de sus compañeros, el joven Feodor Pawlov, un muchacho al que Dubrowski había protegido desde que salieron en una primera misión contra barcos alemanes unos meses antes. Dubrowski había derribado el avión alemán que perseguía al bimotor de Feodor y este lo admiraba, respetaba y veneraba desde entonces. Por su parte, Nikolaj, cuando fueron arrestados, se erigió en su protector y siempre se sentó a su lado en la bodega del barco que los había traído. Feodor dormía en la litera de debajo de la suya y la noche anterior lo había oído llorar. Apenas tenía veinte años. Se había alistado en el ejército soviético porque quería ver mundo y salir de su pequeño pueblo. De pequeño, su madre le había leído las novelas de Salgari y las de Julio Verne y quería viajar por los mares y por los desiertos. Cualquier cosa antes que trabajar en la mina. La misma mina en la que su padre había muerto asfixiado en una explosión dos meses antes de que él naciera. La misma mina en la que su tío había trabajado y por la que no paraba de toser, con sus pulmones tan negros como el carbón que extrajo durante años. La misma mina en la que su mejor amigo del colegio había perdido un ojo y una pierna pocos meses antes de tomar la decisión. No. No quería vivir en la mina, ni en el pueblo minero. Quería ver el mar. Vivir en el mar. Por eso se había alistado en la fuerza aérea: para ver el mar desde el cielo. Para volar bien lejos de su oscuro, gélido y triste pueblo de la cuenca minera.

—Así que vamos a construir una pista de aterrizaje —le comentó Nikolaj cuando se sentaron a comer el rancho que les pusieron en su escudilla.

—Tal vez podamos robar un avión y huir —contestó Feodor.

El teniente Dubrowski levantó sus ojos de la comida para mirar, incrédulo, a su compañero.

—Como si fuera tan fácil robarles algo a los nazis. No ganaremos esta guerra entre tú y yo, te lo aseguro.

—Algún día volveremos a nuestro país, teniente. Ya lo verá.

Dubrowski se quedó mirando el mar desde el banco en que estaban sentados, y se quitó la gorra.

—Estamos en noviembre, Feodor. Construir esa pista nos llevará meses. Llegará el próximo invierno y aún estaremos aquí. El mar irá y vendrá millones de veces, pero nosotros seguiremos en esta costa. En ese barracón. En la misma litera con la misma manta. ¿Sabes?, nadie va a lavar tu manta. Ni la mía. Si tenemos suerte, seguiremos aquí dentro de un año.

—¿Si tenemos suerte? —preguntó el muchacho.

—El frío —musitó el teniente.

—Yo soy de Siberia, señor. Aguanto bien el frío.

—Lo aguantas bien en tu casa, con tu estufa y con tus mantas. Aquí no estamos en casa. ¿Ves a todos estos hombres? Muchos no llegarán al próximo invierno.

—Lo importante, mi teniente, es que usted y yo sí que lleguemos al próximo invierno.

Nikolaj Dubrowski miró fijamente los ojos temblorosos del sargento Pawlov y le dio una palmada en el hombro. Sus labios nunca habían dibujado una sonrisa más amarga.