El primer día en el faro
La mañana pasó entre deshacer las maletas y descubrir algunos rincones del faro que Lars no les había mostrado cuando llegaron. El faro tenía un total de seis pisos si incluimos la cabina de la pantalla iluminadora. Para acceder había que pasar varios estadios intermedios.
En el primer piso, nada más entrar, había un comedor decorado con viejas fotos del edificio y de sus visitantes; el más egregio, el del actual príncipe heredero, de cuya visita pocos años atrás se guardaba también una placa conmemorativa. En el segundo piso estaban alojadas Valeria y su madre; además de los dos dormitorios, la cocina y el baño se encontraban también allí. El tercer piso guardaba la biblioteca unida al salón con la vitrina de la estatuilla china, así como otros dos dormitorios y la terraza. Entre los cuadros, hubo uno que llamó poderosamente la atención de Mercedes: una página de periódico enmarcada. La fecha, el 6 de agosto de 1880. El periódico se llamaba Dagbladet («La hoja del día» en noruego) y estaba editado en Kristiania, que era el viejo nombre de Oslo, la capital. Se preguntó por qué habrían guardado precisamente esa página de una manera tan especial; intentó leer algo, pero lo único que entendió y que le resultó familiar fue un nombre: el del escritor norteamericano Henry James, de quien el diario publicaba por entregas los capítulos de una de sus novelas. Le hizo gracia pero no comentó nada a Valeria.
Subieron al cuarto piso y allí encontraron dos dormitorios con literas, más fotos del faro, y dos estufas de hierro, como las que habían visto en los pisos inferiores. Mercedes pensó que si hacía frío tendrían que calentar al menos la parte del faro en la que iban a vivir, y que se le había olvidado preguntar a Lars cómo hacerlo.
En el quinto piso solo había una habitación con una gran cama con dosel, como las de las princesas de los cuentos, pensó Valeria, que estornudó por la sensación de humedad que había especialmente en aquel cuarto. El resto del piso era diáfano. Bajo las escaleras, descubrió varios rincones escondidos entre el techo abuhardillado y el suelo. Pensó que aquel habría sido el lugar preferido por los niños que durante varias generaciones habían vivido también en el faro. Ella siempre había deseado tener un lugar así en su casa, un desván como los de tantas novelas que leía, lleno de objetos misteriosos y de recuerdos de pasados ajenos. Le llamó la atención especialmente una ventana inclinada casi a ras de suelo. Se le ocurrió que sería estupendo tumbarse bajo el cristal por la noche y contemplar las estrellas. Pero enseguida se acordó de que en Noruega en verano no había ni noche ni estrellas. Se sonrió ante su pensamiento y siguió recorriendo con su mirada el resto de la sala. Había objetos cuya función desconocía, pero no preguntó nada a su madre, que observaba absorta la decoración del dosel de la cama matrimonial.
Por fin llegaron al último nivel, donde estaba el faro propiamente dicho: la cabina de cristal con los paneles reflectantes en su interior. La puerta estaba absolutamente cerrada y no se podía acceder. Salieron al corredor exterior que la rodeaba. El viento azotaba fuerte y tuvieron que agarrarse a la barandilla para no ser zarandeadas. La bandera noruega ondeaba y emitía el sonido agudo de la tela a punto de rasgarse. Al menos así le pareció a Mercedes.
—¿Y la bandera? Ayer no me di cuenta de que estuviera cuando llegamos con el barco —preguntó Valeria.
—La puso Lars. Según me dijo, cuando el faro está habitado tiene que estar puesta, y así los barcos que pasan saben que hay gente dentro.
—Algo así como la bandera del palacio de Buckingham en Londres, ¿no? Que cuando está en el mástil quiere decir que la reina de Inglaterra se encuentra en casa.
—Algo así, sí. Eso, eso. Ahora, nosotras somos las reinas de este palacio —bromeó Mercedes—. El palacio del mar.
—Catedral, mamá.
—Lo dejaremos en faro. Somos las «ladies del faro». Sin más.
—Sin más y sin menos —dijo Valeria—. Mira, mamá, se acerca una barca.
—Sí, supongo que es un sitio muy popular entre la gente que tiene yates por aquí. Aunque… —observó—. Me parece que es William. ¿No habéis quedado para ir a pescar?
—Sí, pero no tan pronto.
—¡Son casi las dos! —exclamó Mercedes mientras miraba el reloj que había jurado que no se pondría durante sus vacaciones—. Nos hemos levantado muy tarde. Sí, sí que es él. Al menos es su embarcación. El viejo barco de su abuelo.
Ya cerca del islote, William levantó la mano derecha del timón, y saludó a las dos mujeres que lo miraban bajo la bandera, con los cabellos revueltos por el viento. Él y su padre habían terminado de pintar la casa poco antes, y Lars le había dicho a su hijo:
—¿Por qué no te acercas ya al faro y les llevas un poco de carne de alce? Seguro que no la han probado y les hará ilusión. Además, ayer me olvidé decirles como funciona la estufa. Me voy haciendo viejo, ¿cómo pude olvidarme de una cosa así?
—Hacía calor anoche, papá. Yo tampoco me acordé de la calefacción.
—Sí, eso será, el calor. Pero estamos en Noruega y calor, lo que se dice calor, por la noche, y en la costa, nunca hace. Es que me estoy haciendo viejo. Pero ya está. No pasa nada.
—¿Por qué no vienes conmigo, papá?
—No, no. No quiero ser pesado. Ellas han venido a descansar, sobre todo la madre. Están de vacaciones. Acaban de llegar. No quieren visitantes que puedan ser inoportunos. Contigo es difrente. Valeria es una jovencita que puede aburrirse ahí metida. Además, habéis quedado para ir de pesca. Y yo tengo que recoger todo esto. —Señaló los cubos de pintura y todos los restos del trabajo que habían hecho—. Tengo trabajo. Además, he de ir a comprar pintura para el alero. Lo pintaré otro día.
—De acuerdo, papá, como quieras.
—Baja al sótano y de la nevera grande coge una de las bolsas con el cartelito de ALCE. Lleva también un poco de queso marrón y simientes de enebro, que están en la cocina, para la salsa. Patatas y cebollas tienen ya.
—¿Y si nos invitan a cenar el alce con ellas? ¿Aceptarás?
—Sí, claro, aceptaremos los dos. En ese caso, me llamas, cogeré el otro bote y me reuniré con vosotros.
William amarró la embarcación y enseguida llamó a la puerta. Mercedes y su hija habían bajado ya dos tramos de escalera cuando oyeron el timbre.
—Caramba, hasta hay timbre y todo. Esto sí que tiene gracia. ¡Qué falta haría un timbre aquí! —comentó Mercedes.
—Buenos días —saludó William en cuanto Valeria le abrió la puerta—. ¿Qué tal la primera noche en el faro?
—Bien, muy bien. Se oían las olas desde la cama. Ha sido como dormirse bajo el ritmo de una nana, ¿verdad Valeria?
—Bueno, a mí me costó mucho dormirme —musitó Valeria, a la que la asociación de las olas con una nana infantil no se le hubiera ocurrido nunca.
—Os he traido algo de comida de parte de mi padre. Algo muy especial. Algo que probablemente no hayáis comido nunca. Por si acaso no pescamos nada. —Sonrió mirando a la chica, que se encogió de hombros a la vez que enarcaba las cejas—. Es alce. Carne de alce.
—No parece algo muy marino, ¿no? —preguntó divertida Mercedes.
—¿Son esos bichos enormes de grandes cuernos que hemos visto en algunas señales de tráfico? —inquirió Valeria.
—Sí, esos son. Hay muchos por los bosques y son peligrosos si se te cruzan en la carretera cuando vas conduciendo. Cerca de casa hay bastantes, y algunas veces nos hemos encontrado alguno en nuestro jardín, al atardecer. Esta carne es de un alce que cazó mi padre el otoño pasado. Está muy rico con salsa de enebros, también os he traído los ingredientes. —Y, ya en la cocina, sacó de su mochila las especias.
—Seguro que estará delicioso. Pero aquí hay mucha carne. La haremos mañana y venís tu padre y tú a compartir la comida con nosotras, ¿de acuerdo?
—Estupendo, mi padre estará encantado.
Y Mercedes también estaba encantada con la amabilidad de sus anfitriones. Claro que también pensaba que había hecho un viaje muy largo, y había elegido unas vacaciones en un faro aislado para tener unos días solitarios, relajados, tranquilos sin nadie más que Valeria alrededor. Y de momento, aquello era algo que no estaba consiguiendo. Bueno, al menos ahora su hija se marcharía un rato con el muchacho a pescar y la dejarían sola. Con todo el faro enterito para ella.
—Y ahora os vais a pescar, ¿no?
—Sí, he traído dos cañas y todos los demás aparejos. Iremos ahí enfrente, a esos islotes. Hay un par de amarres que aguantan todas las tempestades. A ver si hay suerte y pescamos mucho.
—Os prepararé unos bocadillos.
—Gracias —contestó William.
Mientras, Valeria salió en busca del chaleco salvavidas, una prenda enorme que la hacía parecer tres veces más gorda de lo que estaba y que no le gustaba nada. Pero nada de nada. También se cambió las deportivas por unas botas de montaña que, seguro, serían mejores para caminar por aquellos islotes que parecían flotar en el agua.
—Buena idea lo de las botas —le dijo William en cuanto subieron al bote—. No hay senderos y está todo muy resbaladizo junto al agua. Además, hay muchas algas.
—Ya. —Valeria puso cara de asco, pero como lo hizo mirando hacia el faro, William, que estaba de espaldas soltando la cuerda, no la vio.
—La verdad —continuó— es que podíamos ir en vuestro bote en lugar de ir con este, pero a lo mejor te da miedo.
—Sí —apenas musitó la chica.
—¿Te da miedo el bote de remos? —Ella asintió esta vez con la cabeza—. Me lo imaginaba.
Valeria puso cara de preguntarse por qué se lo imaginaba. También puso cara de preguntarse si le iba a contar o no la verdad acerca de su hidrofobia. Le costó muy pocos segundos decidirse. Al fin y al cabo, ¿qué podía importarle lo que pensara de ella un completo desconocido como William?
—Me dan miedo en general los barcos. Bueno, exactamente los barcos no me dan miedo —se corrigió—. Lo que me da miedo es el agua.
—¿No sabes nadar?
—Llevo nadando dos días a la semana en una piscina municipal desde que tenía cuatro años. Pero me sigue dando miedo entrar —confesó—. Cuando ya estoy dentro, nado e incluso me siento bien y disfruto a ratos. Pero hasta que me meto, es una pesadilla. Mi madre cree que lo tengo ya superado pero no, no lo consigo. Es algo que se llama hidrofobia.
—¿Y has venido de vacaciones a un sitio como este, rodeado de mar por todas partes? —William estaba sorprendido por la confesión de Valeria. Nunca hubiera imaginado que existiera algo llamado hidrofobia.
—No me lo recuerdes. Anoche no podía dormir. Intento pensar que no pasa nada.
—Y claro que no pasa nada, Valeria. La gente ha estado siglos viviendo en faros y nunca ha pasado nada. La de farero ha sido una de las profesiones más seguras de la historia de la humanidad.
—Ya, pero seguro que los hombres que elegían la profesión de farero no sufrían de hidrofobia, como yo. Y sus mujeres tampoco. ¿Tu abuelo tenía hidrofobia?
—No, claro que no. Mi abuelo era un hombre de mar.
Y William arrancó el motor y el barco empezó a surcar las olas durante tres minutos y veinte segundos, lo que le costó arribar al islote de enfrente. Un islote tan pequeño que, Valeria estaba segura, no tendría ni siquiera nombre. Amarraron la embarcación en uno de los viejos postes que había mencionado el muchacho.
Oyeron la voz de Mercedes, se giraron y la vieron. Los saludaba desde la terraza. Ambos levantaron sus manos para hacer lo mismo y Mercedes se metió en el faro. Se sentó en el sofá del salón con una taza de té humeante en la mano. Dio un largo y profundo suspiro que quería decir algo así como: por fin sola.