Valeria y sus acuarelas
Valeria se había traído su cuaderno de pintar y su caja de acuarelas. Todas las tardes de los miércoles durante el curso, las dedicaba a ir a la academia de pintura. Desde pequeña había mostrado una aptitud especial para la pintura. Le quitaba los bolígrafos a su madre y enseguida empezaba a hacer dibujos en todas las superficies lisas que veía: desde los folios que Mercedes le daba, hasta el sofá blanco de piel por el que, pensaba la niña, la tinta se deslizaba mejor que en ningún otro lugar. Mercedes se pasó muchas horas de la infancia de su hija con un trapo humedecido en leche para limpiar la tinta que iba dejando por todos los lados. Lo peor fue cuando un día Valeria, a fuerza de morder un bolígrafo rojo, hizo que se le saliera toda la tinta encima de la colcha de encaje blanco que tenía Mercedes en su cama. Una colcha que había hecho su abuela durante años. Cuando llegó desde el despacho al dormitorio y vio la cama teñida de rojo, se asustó muchísimo porque pensó que era sangre y que la niña tenía o una herida brutal en algún lugar o una hemorragia. Empezó a llorar y llorar pensando que su hija se moría. La miró y la remiró y no encontró rastro de sangre por ningún agujero corporal ni natural ni provocado. Pero todo estaba rojo. Después del examen corporal al que la sometió su madre, la pequeña recogió de debajo de la cama el boli causante, y salió con él en la mano. En ese momento, Mercedes dejó de llorar y Valeria se juró que nunca más mordería un bolígrafo.
Pero no se había jurado nada acerca de los pinceles. Cuando tenía dudas sobre qué color poner, o sobre qué tipo de pincelada dar, mordía el pincel. Su profesor de pintura solía decirle que el cuadro debería estar en la cabeza antes de empezarlo en el lienzo, pero ella no estaba de acuerdo. A ella le gustaba ir creando sobre la marcha, sin tomar decisiones previas. Pensaba que un cuadro era como la vida, que de antemano uno sabe que va a terminar, pero no sabe ni cómo ni cuándo. La vida se iba haciendo paso a paso y el cuadro pincelada a pincelada.
De momento, lo que Valeria intentaba pintar era un mar. Un mar tranquilo en el que empezaban a adivinarse las crestas de algunas olas. Manejaba una paleta de azules que iba combinando sin que el resultado se pareciera a lo que veían sus ojos. La muchacha también pensaba que una pintura no tiene que imitar la realidad, que para eso ya están las fotografías. Ella opinaba que un cuadro tiene que reflejar lo que ven los ojos del alma, no los de la cara. Esa era la razón, según Valeria, de que un mismo cuadro a una persona le gustara y a otra no. Si había sintonía entre el alma del artista y la del espectador, la pintura hablaba. Si no, callaba. El problema es que a veces callaba para siempre. Al menos eso le pasaba a algunas de sus obras, que no las sentía, ni las entendía nadie, ni a nadie le gustaban. Ni siquiera a su madre, que solía ser muy positiva con las actividades de Valeria. Cuando ocurría esto, no decía nada, solo torcía la boca en un gesto muy suyo cuando quería decir que algo no estaba como debería. Luego sonreía y le decía: «Sigue, sigue, no te preocupes que ya lo conseguirás». Y claro, cuando le decía eso, Valeria se desesperaba. A veces rompía el papel, otras veces simplemente lo corregía. Y otras lo colgaba tal cual en alguno de los pocos rincones de sus paredes que quedaban sin cubrir.
Intentaba Valeria destacar una de las olas, cuando sonó su teléfono.
—¿Sí?
—Valeria, soy William. ¿Qué tal?
—Bien, qué sorpresa que hayas llamado. —A Valeria se le cayó el pincel y el vaso de agua se le derramó encima del pantalón—. ¡Mierda!
—¿Cómo dices?
—No, no, nada. Que se me ha caído una cosa. No te lo decía a ti.
—Ah, vale. Me quedo más tranquilo. Valeria.
—¿Qué?
—Me preguntaba si te apetecería venir mañana a la costa. Te podría enseñar el almacén y luego podemos ir a comernos unas crêpes. Hay un sitio en el pueblo donde las hacen muy buenas.
—Me encantaría. Espera que le pregunte a mi madre. Vendrías tú con tu barco ¿verdad?
—Sí, claro. No te voy a dejar con el bote de remos. Y nadando me parece que… —bromeó—, que no.
—Espera un momento. ¡Mamá! —gritó desde la terraza.
—¿Qué pasa?
—Es William.
Mercedes arqueó las cejas. Pensó que ahora era el hijo el que intentaba invitarlas a cenar.
—¿Y qué quiere William?
—Me invita a ir al pueblo mañana. A visitar el almacén que no vimos el primer día. Me vendrá a buscar. ¿Te parece bien?
—Me parece de perlas —contestó aliviada.
—¿No te apetece verlo?
—Iré otro día. Por el momento, me apetece estar aquí tranquilamente.
—Vale —dijo a su madre—. William, sí, estupendo. ¿A qué hora te parece bien? Sin madrugar, ¡eh!
—¿A las once?
—A las once está muy bien. Gracias, William.
—De nada.
William cerró el teléfono y miró a su padre arqueando sus cejas. Lars se encogió de hombros.
—Has tenido más éxito que yo.
Y ambos se echaron a reír. De pronto, Lars se dio cuenta de que hacía mucho tiempo desde la última vez que se había reído así.