El cuarto sueño de Valeria
—Hmmm —la boca de Valeria emitió un leve gruñido entre las sábanas.
No soñó con el viejo farero sino con su nieto. Había venido a buscarla en su lancha y juntos se habían encaminado hasta los islotes. Solo que los islotes de su sueño no se parecían en nada a los de la realidad. No estaban formados por rocas grises, musgo, líquenes y algún que otro nido. Estaban llenos de palmeras altísimas y de flores de todos los colores del arco iris. El barco de William tampoco era el suyo, sino una lancha fuera borda de color amarillo canario que deslumbraba hasta dentro del sueño. La habían amarrado a un poste azul celeste con rayas blancas, como los de las góndolas en Venecia.
En las enormes hojas de las palmeras se posaban pájaros extraños, nunca vistos ni oídos por Valeria. No eran ni gaviotas, ni frailecillos, ni canarios. Ni siquiera pavos reales. Eran aves de colores extraños, brillantes, con plumas de purpurina. Bajo los árboles corrían caballos blancos, con pinceladas en amarillo, en verde y en marrón, como la estatuilla china de la vitrina. En algún lugar había una vieja cabaña hacia la que se encaminaron William y ella.
Era una cabaña de cañas, abierta, sin puertas, con el tejado en vertiente. Había que subir unas escaleras para acceder. Entraron y se encontraron con un pequeño altar en el que había una figurita regordeta y sonriente ante la que se quemaban varitas de incienso. El olor era muy intenso, tanto que William se tuvo que sentar porque se mareaba. A Valeria, en cambio, le gustó aquel perfume extraño y aparentemente desconocido. Los pájaros emitían cantos que les llamaron poderosamente la atención. No cantaban como los pájaros que conocían, sino que hablaban, y parecían hacerlo entre ellos. William y Valeria se miraron y empezaron a reír con sonoras carcajadas.
De pronto, entró en la cabaña una mujer que caminaba con pasos muy cortos. Llevaba el pelo recogido en un moño bajo, vestía de gris y no tenía rostro. O al menos ellos no podían verlo. A William aquello le resultó inquietante, pero Valeria estaba encantada, a pesar de la cara misteriosa de aquella mujer. Allí se quedaron unos minutos, mientras la señora hacía un té en unas tazas idénticas a la que se había roto dos noches atrás en el faro. Colocaba cuatro tazas en la mesa baja, y los tres se sentaron en suelo, sobre una esterilla de color verde. Valeria cogió una de las tazas y su mano adquirió una posición que a William le pareció divertida. La sostuvo con los dedos pulgar y corazón, de manera que los otros tres dedos quedaban sueltos, y parecían danzar abrazados solamente al aire. La chica se observó la mano y recordó que esa era la posición natural con que bailaba las sevillanas, y que su profesora siempre le corregía. William, por su parte, se acordó de la estatuilla del faro y empezó a reír de una manera que contagió a la misteriosa mujer.
—¿Esperamos a alguien? —preguntó el chico—. Ha puesto cuatro tazas y solo somos tres.
—Sí, muchacho. Esperamos a alguien.
—¿A quién? —volvió a intervenir William.
—Es una sorpresa, tendrás que ser paciente.
Pero de repente, la cabaña desapareció del sueño de Valeria, y se encontró sola junto a una cascada que venía desde una montaña muy alta. El agua provocaba un sonido amable, constante y diferente cada milésima de segundo. La música del agua, pensó la chica, a la vez monótona y distinta. Se quedó quieta y callada durante unos segundos. Si uno se concentraba bien, podía distinguir infinitos sonidos irrepetibles, como irrepetibles eran cada una de las gotas que iban formando la cascada y el pequeño lago que nacía de ella. Se metió en el agua. No llevaba el pijama con el que se había acostado, sino un camisón de seda de color violeta, que se oscureció al mojarse. No necesitó decirse aquello de «no pasa nada…». Entrar en aquella agua clara y fría no le produjo ningún miedo. La superficie creaba un espejo en el que Valeria se miró. De pronto, vio otro rostro reflejado en el agua. Alguien la observaba desde atrás. Se dio la vuelta. Era William, que estaba junto a ella.
—No te he visto entrar —le dijo Valeria.
—Es que no he entrado —le confesó el joven, mientras le acariciaba el pelo empapado.
—¿Como que no has entrado? —le preguntó ella, extrañada.
—Siempre he estado aquí, Valeria. Soy un hombre de mar.
—Pero esto no es el mar, William —contestó la chica, y al mismo tiempo, llevó su mano al cabello rizado y rubio de él.
—Toda el agua viene del mar —afirmó el muchacho.
William se aproximó aún más a su amiga. Y su mano dejó el cabello para acariciar la mejilla de Valeria. Ella cerró los ojos, que se convirtieron más que nunca en dos líneas negras y oblicuas. Enseguida notó un beso en sus labios. Las manos de William la rodearon por la cintura, y se fundieron en un abrazo bajo el agua. Un abrazo largo, tan largo como el beso. Abrazados, llegaron hasta la cascada y dejaron que todo el torrente fuera cayendo sobre sus cuerpos, mientras se seguían besando. Al cabo de mucho tiempo, abrieron los ojos y separaron sus bocas. Se miraron, y sin decir nada, se pusieron a nadar hasta que llegaron a la orilla del mar, al mismo lugar donde habían dejado el barco. Cuando quisieron salir a la orilla, William lo hizo sin ninguna dificultad, pero algo ocurría con Valeria, que no podía ponerse en pie.
—¿Qué te pasa? —le preguntó el muchacho, tomándola de la mano.
—No lo sé. No puedo caminar.
—Yo te ayudaré.
Y William la tomó en sus brazos. Y al hacerlo notó que la piel de sus piernas se había tornado resbaladiza. Al abandonar el agua, ambos se dieron cuenta a la vez: Valeria se había convertido en una sirena.
En ese momento se despertó sobresaltada por el grito que emitió. Se sentó de un bote en la cama y miró debajo del edredón. Allí estaban sus piernas. Las dos. Igual que cuando se había acostado. No era ninguna sirena. Suspiró aliviada y se introdujo de nuevo en el reino del colchón. Cerró los ojos e intentó recordar. Había tenido un sueño precioso que se había enturbiado al final, con la puñetera cola de pez. Pero intentaría olvidar ese pequeño detalle para concentrarse en lo bien que se lo había pasado con William en el lago, bajo la cascada. Tuvo sed y se levantó. Vio la taza de porcelana en el fregadero con un resto de agua. Pensó que su madre se habría levantado durante la noche y la habría dejado allí. Regresó a su habitación y miró el reloj. Eran ya las siete y diez. Al otro lado de la ventana, el sol lucía, el cielo estaba más azul que nunca y el mar parecía un estanque infinito. La tormenta había desaparecido y no quedaba ni rastro del temporal. Valeria se desperezó. Sus brazos se estiraron en cruz y luego se abrazó, rememorando los instantes en que había estado entre los brazos de William. Se sentó en la cama con los ojos resplandecientes, estuvo unos segundos allí quieta y se acurrucó de nuevo debajo del edredón. Cerró los ojos e intentó recordar cada detalle del sueño. Todo era maravilloso, los colores, las palmeras, los cantos de los pájaros, la cabaña en el bosque. Solo una cosa le provocó cierta inquietud: la presencia de la mujer sin rostro.