Erlend entabla de nuevo contacto con Nikolaj
Erlend se sentó junto a los prisioneros mientras desayunaban. Nikolaj no le quitaba la vista de encima. Para disimular, no se dirigió a él en primer lugar. Se acercó a otro grupo que comía en un extremo del patio. Sacó un trozo de pan de su mochila y se puso a comer con ellos. Los prisioneros lo miraban sin saber quién era y qué hacía allí. Les sonrió pero no sabía su lengua. Les dijo en noruego que les iba a hacer unas fotografías mientras trabajaban, y que sentía que estuvieran pasando tanto frío en aquel invierno tan duro. Pero nadie lo entendió. Les ofreció el resto de su pan, que ellos agradecieron con un «gracias» en ruso. Se levantó y se dirigió a donde estaban Feodor Pawlov y el teniente. Justo cuando llegó a su lado, escuchó una voz en alemán que les ordenaba formar. El joven Nilsen se retiró y se colocó de pie al lado de un grupo de guardianes. No sabía a dónde mirar. Estar tan cerca de aquellos hombres armados le ponía los pelos de punta. Se le acercó el comandante y le habló al oído. Erlend notó el olor a salmón seco y a aguardiente en su boca.
—¿Qué tal, joven?, ya te he visto «charlar» con ellos. Me parece que te va a ser difícil hacerte su amigo. No entienden tu lengua.
Erlend se limitó a sonreír y a no decir nada. Su padre le había dicho siempre que era mejor callar cuando no se tenía claro que es lo que había que decir en un momento dado. Y era evidente que aquel era uno de esos momentos. El comandante le hizo una seña con la mano para que lo acompañara. Iría con él en el coche. Una cosa era que hablara con los prisioneros, pero otra cosa es que pasara demasiado tiempo con ellos. El joven subió al vehículo. El conductor tardó en ponerlo en marcha. La baja temperatura de la noche había helado el depósito de agua. Tuvo que ponerle alcohol para derretirlo. Por fin salieron, antes que los camiones con los prisioneros. Cuando llegaron al campo, Erlend observó los progresos que se habían hecho. El terreno estaba ya casi allanado y enseguida aquello se convertiría en un aeropuerto, por el que podrían ir y venir los aviones enemigos. El muchacho sintió una punzada en el estómago y un gran dolor en el alma.
—Quiero que fotografíes el terreno antes de que lleguen los trabajadores. Y luego cuando estén ellos. Y recuerda, quiero buenas fotos.
—Haré lo que pueda, señor. No soy tan bueno como mi tío, pero haré lo que pueda.
—Seguro que sí. Quiero ofrecerle al Fürher las mejores fotos. Y por supuesto, la mejor pista de aviación de combate. Ya vienen los camiones. Tienes vía libre, jovencito. Haz tu trabajo y consigue que yo esté orgulloso de ti, y que Hitler lo esté de mi misión.
Erlend montó la cámara y la situó allí donde los rusos habían trabajado los días anteriores. Tomó unas cuantas fotos, pero había muy poca luz. El sol del invierno ártico empezaba a aparecer muy tímidamente. Habría que esperar todavía un rato para tomar las fotografías.
Enseguida llegaron los camiones y Erlend observó cómo bajaban los jóvenes soldados prisioneros. Localizó a Dubrowski, que sonrió levemente cuando lo vio. Se dirigieron a un pequeño almacén cuyas puertas vigilaban dos guardianes armados. Entraron en fila, y salieron con una pala cada uno. Se acercó a los hombres cuando ya estuvieron en la zona donde trabajaban. Feodor tosía y tenía muy mala cara. A su lado, Nikolaj se quitaba los guantes y se los entregaba a su compañero.
—Buenos días —les dijo Erlend cuando se acercó hasta ellos—. Me han encomendado la misión de hacer fotografías de los trabajos.
—Mi amigo Feodor es de confianza —le dijo Dubrowski, en su perfecto noruego, mirando a un lado y a otro—. Pero ten cuidado con los demás. Será mejor que nadie más sepa lo que nos traemos entre manos. ¿Has conseguido la radio? —le dijo mientras se agachaba a retirar unas piedras con sus manos descubiertas. Unas manos finas no acostumbradas a trabajos duros.
—Sí, señor. La radio ya está hecha. Pero no la he traído. Es demasiado grande. Emitiremos nosotros los mensajes que usted nos diga y a la frecuencia que nos pida.
—¿Y desde dónde pensáis hacerlo?
—Hay un lugar seguro y secreto —dijo, la cabaña de Carlsen junto al lago siempre había sido un lugar de paz.
—No hay sitios seguros y secretos en una guerra. Pero no me queda otro remedio que confiar en ti. Y ahora disimula, viene un oficial. —Dubrowski fingió una leve carcajada y le dio una palmada en la espalda al muchacho.
Efectivamente, uno de los oficiales se acercaba al grupo.
—Muchacho, no hables tanto con los hombres. Tienen que trabajar. Y no les hagas reír. La risa hace perder fuerzas.
—El comandante me ha dado permiso, señor. Mi tío dice que es mejor entablar relación con aquellas personas a las que vamos a retratar. Así las fotos son más naturales. Ya verá, señor, voy a hacer las mejores fotografías que se hayan visto nunca en Berlín.
—De acuerdo —concedió el soldado—. Pero no habléis tanto. Y tú, deja de toser y trabaja.
—Sí, señor —balbució apenas Pawlov, que se alejó del teniente y de Erlend.
El oficial se dirigió a otro grupo de prisioneros para darles órdenes y los volvió a dejar solos.
—¿Cómo habéis pensado hacerlo?
—Usted me dará las órdenes y nosotros emitiremos. Cuando recibamos los mensajes, le haremos señales en morse desde el faro y así estára informado. Yo podré venir un par de días más. Pondré una excusa para regresar a tomar fotografías y así usted me podrá dar al menos un par de mensajes más. ¿Le parece bien?
—No puedo hacer otra cosa. Pero sí, me parece bien —dijo mirando al suelo—. Como te he dicho no me queda otro remedio que fiarme de ti y de los tuyos. ¿Quiénes te ayudarán? ¿Emitiréis desde el faro?
—No, desde el faro es muy peligroso. El ayudante de mi padre es Tor Jakobsen, un traidor que trabaja de enlace con los alemanes.
—¿Y las señales en morse con las luces? Si él os descubre…
—Lo tendremos entretenido. Emitiremos cuando no esté de servicio y lo tengamos todo bajo control.
—Si yo veo las señales, todos las podrán ver, incluidos los alemanes. No sé si me parece una buena idea.
—Usted dijo que miraba el faro cada noche. Eso nos dio la idea. Pensamos que era una sugerencia para emitir en morse.
—Y lo era, pero ahora ya no estoy tan seguro.
—Solo usted va a saber que estaremos mandando señales. Nadie más se fijará. Convendremos una hora, por ejemplo las diez y diez de la noche. Usted será el único que esperará las señales y distinguirá los cambios en la intensidad de las luces, los demás no se darán cuenta.
—Bien, tal vez tengas razón. Pero no me has contestado a la otra pregunta. ¿Quiénes te van a ayudar en esta misión?
—Mi padre, mi tío y el médico del pueblo. Haremos cualquier cosa para precipitar el fracaso de la misión de los alemanes.
—Ponéis en riesgo vuestras vidas.
—Lo sabemos, señor.
—Eres un valiente, muchacho. Aún no me has dicho tu nombre.
—Me llamo Erlend, señor, Erlend Nilsen.
—Yo soy el teniente Nikolaj Dubrowski. Y te juro que intentaremos ganar esta guerra y acabar con toda esta locura.
—Dígame el contenido del primer mensaje, señor, y la frecuencia a la que debemos emitir.
—El mensaje va a ser muy corto, para evitar que localicen la radio. Cuidado, Erlend, nos está observando un soldado. Coloca la cámara en el trípode y empieza a enfocar. Y luego intenta pasar el mismo tiempo con otros soldados, para que nadie sospeche.
—Sí, señor.
—El mensaje es nuestra posición en coordenadas. Tu padre las conocerá bien. Y después: ciento noventa y cinco prisioneros rusos.
—¿Son tantos?
—Sí muchacho, un barco entero. Posición —repitió Dubrowski—, CIENTO NOVENTA Y CINCO PRISIONEROS RUSOS, CONSTRUCCIÓN PISTA AVIACIÓN, TOREADOR.
—¿Toreador? —preguntó extrañado.
—Es mi sobrenombre en el servicio de inteligencia ruso.
—De acuerdo. ¿Eso es todo?
—¿Te parece poco? Ahí puede estar una de las claves para ganar esta maldita guerra.
—¿Y la frecuencia?
—16-4 MHz, ¿te acordarás? No lo he escrito en ningún papel. Sería muy peligroso si te pillaran con él.
—16-4 MHz. Es fácil. No lo olvidaré.
—Muy bien. Y ahora haz una fotografía y márchate.
—Mire por la ventana mañana por la noche a las diez y diez.
—¿Por qué no esta noche?
—La radio no va a estar en el pueblo, señor. La esconderemos en un lugar alejado. Necesitamos tiempo para ir, venir y no levantar sospechas. Además, esta noche está de servicio en el faro el ayudante Jakobsen. Mañana.
—De acuerdo, Erlend. Y ten mucho cuidado. La vida de muchas personas está en tus manos.
—Sí, señor.
El joven se dio cuenta de que se acercaba alguien por detrás. Apretó el botón de la cámara y en ella se quedó la imagen de Nikolaj Dubrowski con una pala en la mano desnuda, y con la bufanda blanca a causa de su helada respiración.