Mercedes y Lars cuentan su visita al puerto
Valeria durmió hasta tarde y su madre no la despertó. Mercedes tenía también muchas cosas en la cabeza desde el día anterior y había dormido a ratos. Lars y ella habían estado en el viejo almacén convertido en museo, y sus sensaciones habían sido parecidas a las de su hija: una mezcla de asombro, de dolor, de náusea, de indignación, de solidaridad, de sufrimiento. Sí, aquel lugar era frío, inhóspito, desagradable. Había visto las fotos de aquellos prisioneros y le habían entrado ganas de llorar. Siempre se había preguntado cómo el ser humano es capaz de crear el horror más oscuro, cuando también es capaz de crear algo tan hermoso como la música y la pintura. La belleza, la bondad, el arte, la crueldad, la maldad: de todo ello somos capaces las personas. Mercedes se preguntaba el porqué. Y a esa reflexión había dedicado muchas horas de estudio y de trabajo. Y allí estaba ahora, en un lugar en el que unos hombres habían creado muerte y miseria para otros hombres.
—Buenos días mamá, ¿qué tal fue ayer? No me constaste nada anoche —la voz tan dulce de Valeria, aún medio adormecida, la sacó de sus pensamientos.
—Hola, hija. —La chica se acercó y le dio un beso—. Interesante. Interesante y terrible ese museo de la guerra.
—No me refería a eso, mamá. Te preguntaba por Lars. ¿Qué tal con él?
—Lars es un hombre muy amable, Valeria, sin más. Como te decía, me quedé muy impresionada, todas esas fotografías de los rusos en la prisión, en el campo de trabajo. Fue casi como ponerles cara a los personajes de la novela que estoy leyendo.
—¿La novela trata de prisioneros rusos? —preguntó curiosa Valeria.
—La novela trata de muchas cosas. Algunos personajes son prisioneros rusos, sí. Pero no estábamos hablando de literatura. Estábamos hablando de la realidad: en esas fotografías del museo hay personas, no personajes de novela.
—Las hicieron el tío y el abuelo de William, antes de ser farero.
—¿Cómo dices?
—Que algunas las hizo Erlend Nilsen porque su tío, el fotógrafo, se había roto una pierna. Él fue a hacer las fotos y así pudo hablar con los prisioneros, sobre todo con uno que se llamaba teniente Nikolaj Dubrowski, el de la gorra.
—¿Y tú cómo sabes esas cosas? Lars no me ha contado nada de eso. ¿Te lo ha dicho William?
—Sí —mintió Valeria, que no tenía ganas de otra escenita como la del día anterior—. Bueno, mamá, ¿qué hacemos hoy?
—¿No has quedado con William? Ayer os noté…, no sé…, muy felices.
—Sí, lo pasamos muy bien.
—Ya —dijo su madre—. ¿Os vais a ver hoy también?
—A lo mejor. Quedamos en que nos llamaríamos por la mañana.
—Muy bien. Yo voy a leer un rato después de desayunar. Estoy a punto de terminar ya esa novela que me tiene tan absorta.
—Debe de ser muy interesante.
—Sí lo es. También hay un faro en la costa noruega durante la Segunda Guerra Mundial.
—¡Ah! —exclamó Valeria, sorprendida—. ¡Qué oportuno!
—Sí. Un faro, prisioneros rusos… Qué casualidad. Seguramente en estas costas ocurrieron muchos episodios terribles en aquellos años. ¿Y tú, qué vas a hacer? —preguntó Mercedes, que quería cambiar de tema.
—Voy a intentar terminar mi acuarela.
—¿La de la palmera que parece bambú?
—Sí, esa misma. Ayer se cayó el cuaderno ahí abajo, a las rocas. William lo salvó.
—¿Por eso estabais fuera?
—Sí. Se mojó un poco. Solo quedaron algunas líneas y colores diluidos.
Mercedes se levantó y abrazó a su hija. Sí, pensó, el ser humano es capaz de realizar cosas muy hermosas, y su hija era un ejemplo. En la casa blanca, padre e hijo hablaban de las dos mujeres.
—La madre de Valeria es una mujer interesante, William, pero no puedo pretender tener una historia con ella. Se va a ir dentro de unos días. Además, no estoy preparado para volver a enamorarme. El recuerdo de tu madre está todavía muy presente aquí dentro. —Y se llevó la mano primero al pecho y luego a la cabeza.
—Mamá no va a volver —dijo William, en una de esas frases que se dicen automáticamente, pero que nacen de un intenso dolor.
—No hace falta que me lo recuerdes, muchacho. Cambiemos de tema, si no te importa. ¿Qué tal Valeria? Parece encantadora.
—¿A eso lo llamas tú cambiar de tema?
Lars inclinó la cabeza y sonrió. Se había dado cuenta de lo mucho que le gustaba la chica a su hijo.
—¿Ha pasado algo de lo que no me he enterado? —preguntó.
William enrojeció. No solía hablar de sus conquistas con su padre, pero Valeria no era como las demás chicas que le habían gustado. Ella era diferente: tenía el punto de inocencia de quien mira el mundo por primera vez. Se emocionaba con sus besos, con el vaivén de las olas del mar, con la luz del sol cuando se ponía más allá del mundo, cuando hablaba de la presencia del viejo farero en sus sueños… Sí, Valeria era diferente, y no precisamente por la forma de sus ojos.
—Es una chica muy especial, papá.
—Y te has enamorado de ella hasta los tuétanos. ¿Me equivoco?
—Me gusta mucho. —Y William se levantó con los platos del desayuno en la mano. Fue a la fregadera y abrió el grifo—. Ayer nos besamos…, un poco —musitó sin atreverse a mirar la cara de su padre, mientras el agua corría hacia el desagüe.
—¡Ah! —exclamó Lars—. ¿Y?
—Dijo que mis besos estaban salados. La brisa del mar, ya sabes…
—Eso mismo me decía siempre tu madre.
Lars se levantó y abrazó a su hijo. Luego cerró el grifo y la casa volvió a quedar en silencio. Y es que el amor es capaz de provocar esos silencios que hacen posible que exista la música.