Un paseo junto al mar

Lars y William habían preparado una comida deliciosa: carne de reno con salsa de arándanos rojos y enebro. Los nuevos sabores habían entusiasmado a Mercedes, que empezaba a pensar que la vida social no era tan terrible en vacaciones. Valeria y William habían salido a dar una vuelta por los alrededores de la casa. La orilla era agreste, con rocas que empezaban en cuanto terminaban los campos de cereales. Había muchas algas y tenían que tener cuidado al caminar, pues el terreno era muy resbaladizo. El faro se veía majestuoso desde ese rincón de la costa, y Valeria no paraba de mirarlo. Como si emanara de él un extraño magnetismo que provocaba que la muchacha no apartara sus ojos de él. Tanto que después de un rato, tropezó. William pensó en tomarla de la mano para que no se cayera, pero no se atrevió. Estuvieron hablando del faro y de su experiencia del día anterior.

—Me pregunto qué sentirían aquellos hombres, encerrados y con todo el mar delante de ellos y sin poder huir —reflexionó Valeria en voz alta.

—Y viendo el faro desde la ventana —continuó William.

—Yo creo —se paró la chica para hablar—, yo creo que verían el faro como una luz de esperanza, como una estrella, como una guía en la noche de su angustia.

—Supongo que vivieron todos aquellos meses encerrados como en una noche larga, enorme, intensa, oscura, negra.

—Una noche oscura e interminable —susurró ella—. Sí, tal vez la luz del faro les ayudaba a vivir.

—Tal vez. Nunca lo sabremos.

—O sí. Nunca se sabe —dijo Valeria sin saber por qué.

—¿Nunca se sabe? Los muertos no regresarán a contárnoslo. Eso seguro —afirmó taxativo el muchacho.

—Nunca se sabe —repitió la chica, con una sonrisa apenas peceptible.

Y volvió a caminar sobre las rocas, con la mente absorta. En sus pensamientos le asaltaba la imagen del viejo farero y la de los hombres de las fotografías. Iba tan concentrada que no vio un saliente en la roca. Volvió a tropezar y esta vez, cayó.

—Vaya, ¿te has hecho daño?

No contestó, pero emitió un bufido. La caída había provocado un par de rasguños profundos en la rodilla derecha. La piedra quedó manchada de sangre y el pantalón roto.

Valeria miró a su amigo con cara de angustia. Le escocía muchísimo la piel. Y además, sus pantalones favoritos habían quedado hechos una pena. Se los había puesto porque iba a ver a William y quería estar estupenda. Eran de color violeta y le sentaban maravillosamente.

—Será mejor que volvamos a casa. En el botiquín hay alcohol y gasas. Te curaré muy bien, ya lo verás. ¿Puedes levantarte sola?

Por supuesto que podía levantarse sola, aquello era un rasguño, profundo, eso sí, pero rasguño al fin y al cabo. No se había roto nada y no necesitaba ayuda.

—No, no sé si puedo —mintió—. Será mejor que me des la mano, por si acaso.

William le dio una mano y con el otro brazo la cogió por la cintura para ayudarla a ponerse de pie. Se quedaron juntos, muy juntos y entrelazados. Valeria era un poco más bajita que el chico y su frente quedaba a la altura de la nariz de él. Le hizo cosquillas con el pelo y William sonrió. Con una mano le apartó el mechón que los separaba.

—¿No te molesta el pelo en la cara?

—No, bueno…, es que…, se me ha desordenado un poco con la caída.

—Tienes un pelo precioso, ¿sabes? —le dijo él, acariciándolo—. Tan negro como una noche de invierno.

—¡Qué poeta estás hecho! —contestó la muchacha.

—Y tus ojos me encantan. —William bajó sus dedos hasta los casi inexistentes párpados de Valeria, que empezó a temblar desde la cabeza hasta las puntas de los pies. Intentaba sonreír, pero lo único que le salió fue un arqueo de cejas más anguloso de lo habitual.

—Son muy pequeños —musitó.

—¿Te duele mucho la rodilla? —preguntó William, que no sabía cómo continuar.

—No, no me duele —titubeó Valeria, que tampoco sabía qué decir—. Bueno, un poco.

—Si quieres, vamos ya a casa y te pongo alcohol.

—No, si casi no me duele —mintió.

Ninguno de los dos quería desasirse de los brazos del otro. Las olas batían en las rocas, en los promontorios, el sol brillaba en el cielo, el faro se erguía sobre el mar, la tierra seguía girando al mismo ritmo de siempre. Pero desde hacía unos segundos, el mundo era diferente para William y Valeria. La energía individual de sus cuerpos se había fusionado a través de los dedos, de las miradas, de las leves caricias. Valeria recordó el sabor de los besos de William en el sueño y consiguió sonreír. Él hizo lo mismo. Lo que no sabían ni el uno ni el otro era que ambos habían soñado lo mismo la noche anterior. En el sueño de William, también se besaban durante horas en el fondo del mar. Y también Valeria salía del agua convertida en sirena.

—¿Y si se te infecta la herida?

—¡Qué exagerado! A lo mejor me tienen que cortar la pierna —bromeó.

—Y como te has herido con una roca mojada en agua de mar, a lo mejor resulta que la pierna se va transformando en la cola de un pez. Y tú te conviertes en sirena.

Valeria dio un respingo cuando escuchó la palabra «sirena» de labios de William.

—No, no. En sirena no, gracias —dijo.

—¿No te gustan las sirenas?

—No.

—¿Y si yo fuera un príncipe y tú fueras una sirena como la del cuento? —William era un poco torpe en sus comentarios.

—¡Pues aún menos! ¡Pobre sirenita! ¡Acabó fatal! —exclamó Valeria.

—Vale. Bueno —titubeó, tras darse cuenta de que había roto el hechizo al hablar de las sirenas—, será mejor que volvamos a casa y veamos tu rodilla.

Y el abrazo se borró de sus cuerpos, como ocurre con las palabras escritas en la arena tras el paso de una ola. Ambos tragaron saliva y caminaron en silencio, conscientes de que había pasado algo entre los dos. Algo para lo que ninguno encontraba el adjetivo apropiado.