El ruso

Muchos años antes, Nikolaj Dubrowski también soñaba. Soñaba con pilotar una nave que surcara el cielo y que llegara hasta la luna. Aquella luna que algunas noches veía enorme desde su aldea en el corazón de Rusia. De niño, su abuela le había contado viejas historias sobre los hombres que, según ella, habitaban aquel astro plateado. Historias que a ella le habían contado sus abuelas y las doncellas que habían atendido su palacio durante años. También le contaba cuando una vez, muchos años atrás, había bailado nada menos que con el joven zar Alejandro II, cuyo tío había luchado contra el mismísimo Napoleón.

Pero un día hubo revueltas en el pueblo. Los campesinos se alzaron en armas contra los terratenientes, y la abuela desapareció. Se despidió de Nikolaj por la noche. Fue hasta su cama a decirle que se iba muy lejos, que no quería ver su palacio en manos de los bolcheviques, y que probablemente no se volverían a ver. Pero que allí donde ella estuviera, él la acompañaría siempre en su pensamiento. Nikolaj quiso acompañarla, pero la abuela Natascha no lo dejó. Le dijo que debía permanecer allí, en el viejo caserón con su padre. El muchacho lo hizo así, se quedó en el que había sido el palacio de su noble familia. Y en él compartió las habitaciones con desconocidos como consecuencia de la revolución del pueblo. Así fue durante años, hasta que se alistó en el ejército. También allí hubo de compartir, no habitación, sino un enorme barracón con otros reclutas, hasta que se convirtió en piloto de combate y consiguió una habitación individual. Ya entonces intuyó que, aunque surcara el cielo cada día, nunca llegaría hasta la luna. Y lo supo cada noche cuando llegó la guerra y tuvo que llevar a cabo peligrosas misiones en tierras alejadas de su amada Rusia.

Ya por entonces su abuela había muerto sin volver a pisar su país, y sin volver a ver a su nieto. La princesa Natascha vivió un dorado y amargo exilio en Venecia, como tantos otros compatriotas. Allí murió y allí sigue su tumba, en la isla de San Michele, donde está el cementerio de la que fuera Serenísima República Marítima. Nunca imaginó todo lo que le ocurrió a su nieto en otra isla aún más pequeña. No en el Mediterráneo, sino en el mar del Norte.

Tampoco Nikolaj supo nada de la muerte de su abuela, años antes de que empezara aquella horrible guerra que segó tantos millones de vidas en la vieja Europa. Soñaba con ella muchas noches, y en sus sueños la evocaba con un vestido blanco que le había enseñado una vez, y que guardaba en su armario. El mismo vestido con el que había bailado con el joven zar cuando era una bella adolescente, y pensaba que la vida consistía en decidir el color y la tela de un vestido de baile.

La noche anterior a que Nikolaj fuera apresado también había soñado con su abuela. Solo que esa vez, Natascha no llevaba el vestido blanco, sino una túnica negra con un cordón atado a la cintura. Nikolaj no sabía, no podía saber, que aquel hábito era la mortaja con la que había sido enterrada por expreso deseo suyo.

Todo su regimiento fue detenido después de una operación de castigo por parte del ejército alemán en el norte de Rusia. Corría el año 1941 y ciento noventa y cinco hombres, entre ellos Nikolaj Dubrowski, fueron deportados desde allí hasta un lugar secreto en la costa de Noruega. El Tercer Reich había atacado a la Unión Soviética el 22 de junio. Habían pasado casi cinco meses desde entonces. Los llevaron en un barco, hacinados y mal comidos. No sabían el destino que les esperaba, ni siquiera a dónde iban. No se les permitía ver las estrellas, ni las nocturnas, ni la diurna. La cubierta, las ventanas y el aire fresco estaban reservados a los soldados alemanes. Los prisioneros solo vieron la luz cuando la nave estuvo amarrada a puerto y les ordenaron salir. Habían arribado a una costa agreste donde soplaba un viento gélido invernal. El suelo estaba helado y algunos de sus compañeros resbalaron y cayeron. No había luces ni se veía ninguna casa habitada. Solo dos barracones, otrora almacenes, junto al puerto: en uno vivían los soldados de los uniformes grises. El otro iba a ser convertido en prisión para los ciento noventa y cinco rusos recién llegados. Los oficiales vivían en una casa roja situada sobre una colina. Una casa que había sido requisada, y cuyos propietarios, comerciantes judíos, habían sido enviados muy lejos, a un lugar del que nunca regresarían.

Nikolaj y los demás prisioneros entraron en el barracón y lo primero que notaron fue el fuerte olor a pescado mezclado con brea que se desprendía de las paredes de madera. Había dos pisos llenos de literas hechas de viejas tablas. A él le correspondió una en la esquina izquierda del piso superior, justo al lado de un ventanuco desde el que se podía ver el mar. Nadie sabía dónde estaban ni qué iba a ser de ellos. ¿Para qué estaban allí? ¿Por qué los alemanes no los habían matado? ¿Por qué habían gastado trabajo, tiempo y energía en trasladarlos a un ignoto lugar? Nikolaj se quedó dormido en cuanto se acostó. Aquella era la primera noche en la que él y sus compañeros de cautiverio podían dormir en algo parecido a una cama. Algo suficientemente alargado como para estirar las piernas y conseguir acomodarse en la posición fetal en que solía acurrucarse para recibir el sueño. Había recibido una manta entera para él y el jergón, nuevo, era bastante cómodo. Pero tenía frío. No había ninguna estufa y la temperatura era muy baja. De su boca salía vaho blanco cada vez que respiraba. Aquella era la única señal de que estaba vivo.

Despertó al toque de una sirena. Eran las ocho de la mañana. Todos bajaron al piso de abajo, donde se les entregó un plato y un vaso de metal, junto con un trozo de pan y un poco de agua. Ese iba a ser su desayuno. Ese sería su desayuno durante el tiempo que vivieron en el almacén del puerto. Todavía no había amanecido en el invierno boreal. Lo hizo mientras los prisioneros estaban formados en una pequeña explanada junto al puerto. Nevaba y los copos cubrían sus uniformes, sucios y cada vez más fríos. Un oficial les explicaba cuál iba a ser su tarea. Un soldado traducía al ruso las órdenes. El sol ascendía apenas y sus rayos doraban levemente el mar. Fue entonces cuando Nikolaj vio algo intensamente rojo en medio del mar. Al principio pensó que era una nave, tal vez con más prisioneros. Enseguida se dio cuenta de que la visión no se movía. El sol la fue iluminando más y más. No, no era un barco. Aquello que se veía en la lejanía, en medio del océano, era una torre roja. Una torre que le recordó a la iglesia de su pueblo. La iglesia a la que había ido con su abuela cada domingo cuando era niño, y en la que ambos se sentaban justo delante de los iconos decorados con plata y piedras preciosas. Tragó saliva al recordar aquellos momentos de su infancia de la mano de su abuela Natascha y sonrió sin que nadie pudiera percibir su sonrisa. Ella le solía decir que en la vida siempre había ventanas. Hasta en los momentos más terribles. Aquella torre roja en medio del mar era un faro que iluminaría sus noches más oscuras al otro lado de su pequeña ventana.