El séptimo sueño de Valeria

Valeria estaba muy cansada por las distintas emociones que había vivido durante el día, así que le explicó sucintamente a su madre lo que había pasado con Lars, y se metió en la cama. Quería dormir por dos razones: para descansar y para recibir la visita de Erlend. La muchacha quería saber qué había ocurrido con los mensajes y con el teniente ruso. Esperaba impaciente el sueño.

Erlend Nilsen no tardó en aparecer. Como siempre, llevaba su pipa en la mano y estaba sentado en la butaca, de la que había tenido que quitar la ropa de Valeria y colocarla en una silla de la cocina.

—Buenas noches, pequeña. ¿Cómo has pasado el día?

—Tengo cosas que contarle, señor —dijo Valeria apenas se incorporó en su cama.

—¿Ah, sí?

—He estado en una cabaña junto a un lago. William me ha dicho que perteneció a su abuelo, o sea, a usted. ¿Es la misma desde la que iban a emitir los mensajes?

—El muy tunante te ha llevado a «mi cabaña» —exclamó, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Sí, claro que es esa misma cabaña. Aunque dudo mucho que William sepa que desde allí se ayudó a ganar la guerra.

—No, no tenía ni idea —corroboró Valeria—. Hemos estado un ratito hasta que ha sonado el teléfono. Lars se había caído…

—Lo sé, lo sé, no ha sido nada grave. Verás, hija, el doctor consiguió emitir desde allí varios mensajes que nos dio Dubrowski —empezó a contar el farero.

—¿Los recuerda?

—¿Cómo podría olvidarlos? En el primero teníamos que dar la posición exacta, longitud y latitud, ya sabes, decir que había ciento noventa y cinco prisioneros rusos que estaban construyendo un campo de aviación. Ah, y también la palabra «Toreador», que era el nombre en clave del teniente.

—¿Y qué contestaron?

—El teniente nos dio la frecuencia en la que teníamos que emitir. Se trataba de una frecuencia secreta que no sería interceptada por los servicios de inteligencia alemanes. La frecuencia 16-4 MHz. Él me dio los datos el primer día en que los fotografié en la zona de trabajos. Hice unas cuantas fotografías, no muy buenas, y me fui. Un vehículo me llevó hasta el puerto y allí cogí mi bicicleta hasta la casa de mi tío. La radio seguía oculta en su cuarto de revelado, entre todos los cachivaches técnicos. El doctor Carlsen no tardó en llegar. Teníamos que llevar la radio hasta su cabaña para emitir desde allí. El doctor tenía una moto para desplazarse a visitar a sus enfermos en las granjas. Ya habrás visto, Valeria, que aquí toda la gente vive muy aislada, y el médico tenía que ir de acá para allá. Por eso se le permitía tener una moto. A mi tío también porque tenía que ir de acá para allá con su máquina de fotos. El caso es que la moto llevaba una rejilla para su maletín. Pues bien, sacamos las medicinas, el estetoscopio, la jeringuilla, todo lo que había dentro, y metimos la radio en el maletín. Si lo paraban los alemanes y lo registraban, estábamos perdidos. Pero teníamos que arriesgarnos. Salí yo primero con mi bicicleta y me dirigí hacia el lago. Al rato, hizo lo mismo el doctor con su moto. Enseguida me adelantó. Cuando llegué a la cabaña, allí estaba él. Hacía muchísimo frío pero no podíamos encender la estufa. El humo de la chimenea nos habría delatado. Colocamos la radio en la mesa y empezamos a emitir el mensaje. Pocos minutos después recibimos la respuesta.

—¿Qué decía la respuesta? —Valeria se empezaba a morder una uña por la impaciencia y la curiosidad.

—«Submarino en mar de Noruega, a 70º 7′ 9″. Posible rescate. Tengan mucho cuidado». El doctor se giró a ver mi cara ante el mensaje que venía desde algún lugar de Rusia o del mar a través de aquel aparato. La tecnología no dejaba de asombrarnos.

—Pues si viera los teléfonos móviles que tenemos ahora, que hacen fotos, graban, navegan por internet…

—Ya sé, ya —dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Escondimos la radio dentro del tiro de la chimenea. Nos pareció el lugar más seguro. Cerramos la cabaña y regresamos, Carlsen a la casa de mi tío a recoger sus instrumentos médicos, y yo directamente al puerto. Era mejor que no nos vieran juntos demasiadas veces, por si acaso. Mi tío pasó la tarde revelando las fotografías y yo me quedé en el faro esperando a que pasara el tiempo para poder emitir las señales a Dubrowski. Esa noche era imposible, pues Jakobsen estaba de servicio y no podía entrar en la cabina. No dormí en toda la noche, pensando en el mensaje, en los prisioneros, en el submarino ruso que no estaba tan lejos de nosotros. Llegó la leve luz del día invernal. Era el día 12 de diciembre. La temperatura nunca había sido tan baja: llegamos a los veintidos grados bajo cero. Teníamos todas las estufas encendidas. Quedaba poca leña y pronto habría que ir a buscar más. Pasamos el día sin parar de movernos. Mi hermana tenía mucho frío y mucha fiebre. Fui a buscar al doctor y, cuando llegué a la altura de la prisión, vi movimientos diferentes a los habituales. Me paré con los soldados de guardia y pregunté. Me dijeron que durante esa noche, varios prisioneros habían muerto de frío. Los cadáveres estaban tumbados en el patio. Ninguno de ellos era el teniente Dubrowski, pero reconocí a uno de sus compañeros, el joven que en las fotos llevaba un pañuelo entre las manos, y que el día anterior tenía tan mala cara y tosía. Los oficiales hablaban. No sabían qué hacer con los cadáveres. Uno de los guardianes me hizo una señal para que me marchara de allí. Y así lo hice. Fui a casa del doctor. No estaba en casa. Lo busqué y tardé casi una hora en encontrarlo. Cuando lo hice, me acompañó hasta el barco para ir al faro y ver a María. Cuando pasábamos junto a los islotes, hubo algo que nos llamó poderosamente la atención.

—¿El qué?

—Había gente. Al acercamos reconocimos los uniformes nazis y algunos rostros. El propio comandante, varios oficiales y soldados estaban allí. Había dos motoras amarradas, dentro de las cuales vimos unos bultos con forma humana.

—¡Los muertos!

—Efectivamente, Valeria. Los prisioneros muertos. Los habían llevado hasta los islotes para tirarlos al mar.

—¡Dios mío!

—Uno de los soldados movió el brazo cuando nos vio. Con su gesto nos ordenaba que siguiéramos nuestro camino. Reconocí a Jakobsen caminando entre los oficiales. Seguramente había sido él quien les había dado la idea de tirar a los muertos al mar desde allí. Al lado de los islotes se forman muchas corrientes. Los cuerpos desaparecerían mar adentro en muy pocas horas. —Erlend Nilsen tragó saliva.

—¿Y por qué no los enterraron? —preguntó Valeria.

—La tierra estaba más helada que nunca. Normalmente, no se pueden cavar tumbas en invierno.

—¿Y por qué no los incineraron? —insistió la chica.

—Ya te he dicho que hacía mucho frío. La leña escaseaba y no se podía utilizar para quemar cuerpos muertos. Se necesitaba para calentar. Lo mejor, más barato y más cómodo era lanzarlos al mar. En esos islotes de ahí detrás. Junto a este faro.

—Es horrible —exclamó la muchacha.

Valeria se estremeció con la narración de Erlend. Lo que le estaba narrando era terrible. Se levantó a coger un vaso de agua. Se le había quedado la garganta seca, aunque ella apenas había hablado. Nilsen seguía acariciando la pipa. En cuanto la chica regresó, continuó con su historia.

—Sí, fue horrible. Pero aquel episodio nos abrió una puerta a la esperanza.

—¿Cómo? —preguntó Valeria.

—Verás, después de visitar a María y de ponerle una inyección para bajarle la fiebre, nos reunimos Carlsen, mi padre, mi madre y yo. Lo hicimos en la cocina, ahí fuera. —Señaló con la cabeza—. Cerramos la puerta para que la pobre Elen no nos oyera y tomamos unas cuantas decisiones.

—¿Cuáles?

—Esa noche íbamos a mandarle señales desde el faro a Dubrowski. No solo emitiríamos el mensaje acerca del submarino. Le diríamos lo que habíamos visto. Y no solo eso. Le contaríamos nuestro plan.

—¿Qué plan?

—El submarino no podía llegar hasta el puerto, que era muy pequeño. Un puerto de pescadores, ya lo has visto. Pero sí podía arribar hasta los islotes. Si Dubrowski y sus hombres podían llegar hasta ese lugar, el submarino podría rescatarlos.

—¿Y cómo podrían llegar hasta allí?

—Los muertos lo habían hecho.

—¿Pretendían que se hicieran pasar por muertos?

—Sí, Valeria, lo has adivinado.

—¿Pero cómo?

—El invierno iba a continuar siendo terriblemente gélido. Solo había que esperar. Más hombres, los más débiles, morirían. Lo que tenían que hacer era eso, esperar a un día en que hubiera muchas bajas y cambiarse por ellos.

—¿Pero cómo? —insistió Valeria.

—A los muertos los metían en unos sacos. Tendrían que sacar los cadáveres de allí, esconderlos e introducirse en los sacos. Los llevarían hasta el islote. El submarino saldría a la superficie, sus hombres atacarían, y cubrirían a los prisioneros que en ese momento, saldrían de sus sacos. El efecto sorpresa sería determinante. Probablemente no habría muchos soldados alemanes. La primera vez, que fue cuando los habíamos visto, había oficiales y el comandante en jefe porque querían controlar como funcionaba el sistema. Pero después, sería algo rutinario y no mandarían a más de dos o tres soldados. Abatirlos sería fácil.

—Ya. Y también parece muy fácil tal y como lo cuenta. Pero me pregunto cómo harían para esconder a los muertos y cambiarse por ellos.

—Eso era algo que Dubrowski tenía que pensar. El caso es que decidimos mandarle ese mensaje y así lo hicimos. Esa tarde, mi padre y Tor Jakobsen habían estado en la cabina bebiendo aguardiente. Mi padre le servía una y otra vez, hasta que cayó rendido al sueño. Lo cogió por la cintura, lo bajó y lo acostó. Elen le estuvo muy agradecida. Al menos esa noche no tendría que aguantarlo. En cuanto todo quedó en silencio, mi padre me llamó y lo acompañé a la cabina. Miramos el reloj, y en cuanto las manecillas estuvieron en las diez y diez, empezamos con las señales. La noche estaba muy oscura y Dubrowski no tendría ninguna dificultad en comprender nuestro mensaje.

—¿Y qué pasó después?

—Me temo que tendrás que esperar para saberlo. Mañana te lo contaré.

—¡Oh, no, no, por favor! —protestó Valeria.

—El sol está subiendo. Hay demasiada luz, se hace tarde. Debo marcharme. Descansa. Hasta mañana.

Y Erlend Nilsen salió de su sueño como cada noche. En silencio.