Lars y William

Un tren, tres aviones, un autobús, un barco y otro autobús llevaron a Mercedes y a Valeria hasta el pequeño puerto desde el que alguien las conduciría hasta su destino. Mercedes iba más contenta que unas castañuelas. Tanto que se compró una carísima crema solar en la tienda libre de impuestos del aeropuerto.

—Mamá, ¿para qué quieres esa crema? Si donde vamos, va a hacer un frío de mil demonios.

—Valeria, donde vamos hay sol hasta la medianoche. Y si me apuras, durante la noche entera. Además, el viento del mar quema mucho, ya sabes. Nos pondremos muy morenas, ya verás.

—Yo no quiero ponerme morena —protesto Valeria.

—Ahí te salen tus genes orientales, hija.

—¿Cómo dices?

—Pues eso, que las mujeres del país donde naciste van por la calle con sombrillas en cuanto ven un rayito de sol por leve y suave que sea.

Pasaron todo el día entre los diferentes medios de transporte que se habían inventado en el siglo XX. También cruzaron el fiordo en un ferry. A Valeria le hizo mucha gracia que la carretera terminara justo en la boca del buque y que este engullera el autobús junto con varias decenas de coches. Ya al otro lado del fiordo, volvieron a coger el bus que las dejó, una hora y diez minutos después, junto a un pequeño muelle donde no había nadie. Mercedes y Valeria se quedaron allí solas con sus dos maletas y sus dos mochilas llenas de comida. Habían entrado en un supermercado antes de tomar el autocar y se habían cargado de viandas. Eran las diez de la noche y aún había una luz más intensa que en los crepúsculos meridionales a los que ambas estaban acostumbradas. Los rayos del sol poniente bañaban los pequeños barcos que se mecían al ritmo que marcaban las olas que les llegaban por estribor. Casas de madera pintadas de colores vivos salpicaban la costa aquí y allá como amapolas y margaritas en un campo de trigo en primavera. Montañas de color rosado, no se sabía si por la luz del ocaso o por la composición de la roca, parecían poner límites al poder del océano. Y allí, en medio del azul, rodeado de islotes y recibiendo la pátina dorada del atardecer, como si de un regalo de los dioses se tratara, un torreón de color rojo parecía vigilar al mar, a la tierra y al cielo.

—Allí está —dijo Mercedes dirigiendo su brazo hacia el mar abierto.

—¿El qué? ¿Quién?

—¡Qué va a ser! El faro. Kjeungskjaer fyr. Allí en el mar. ¿No lo ves?

—¿Aquello es nuestro faro? ¡Madre mía! —exclamó Valeria, sin atreverse a confesarle a su madre que se estaba mareando solo de ver cómo los botes anclados se movían al compás de la danza del mar.

—¡Ya han llegado ustedes! —las sorprendió una voz masculina en inglés detrás de ellas. Una voz que provenía de un hombre alto, corpulento, con bigote, pelo rizado y claro, y gafas de metal.

—Sí, aquí estamos —contestó Mercedes y extendió su mano hacia la del hombre mientras se presentaba al desconocido.

—Pensé que venían en el siguiente ferry. Han llegado antes de lo previsto, por eso han tenido que esperarme. Lo siento. Me llamo Lars Nilsen y estoy encantado de que estén aquí. Es la primera vez que recibimos a personas de su país en el faro. Porque ustedes, son españolas, ¿no? —preguntó mirando los ojos rasgados de Valeria, que sonrió como siempre que alguien le preguntaba: «¿Hablas español?».

—Sí, sí, somos españolas. Las dos —contestó su madre.

—Ya, sí, ya veo. Bueno. ¿Ya han reconocido nuestra particular «catedral de la costa»?

—¿Llaman así al faro? —acertó a preguntar Valeria en su mejor inglés, que tendría que utilizar a partir de ahora cuando hablara con alguien que no fuera su madre.

—Sí, cuando estemos allí lo verán mejor y entenderán por qué. Es una torre octogonal y parece la torre de una iglesia. Para los hombres del mar era un lugar sagrado por dos motivos.

—¿Cuáles, señor Nilsen?

—Llámeme Lars, Mercedes, por favor. —Y ella pensó que pronunciaba las sílabas de su nombre de una manera deliciosa—. Los dos motivos eran: primero, que su luz los protegía de los peligros del mar; segundo, que cuando lo veían les anunciaba que estaban ya cerca de casa. Había marineros que vivían aquí donde estamos, y otros que vivían dentro de las zonas del fiordo por donde han venido. Campesinos que completaban su exigua economía invernal con la pesca, allá en el norte del país, en las islas Lofoten, a muchas millas marinas y a varias jornadas de aquí. Cuando veían el faro, era como estar ya en casa. Avistarlo era como reconocer la torre de una iglesia, de una catedral. La «catedral de la costa». ¿Saben?, la vida era muy dura en aquellos años. Ahora somos un país muy rico, pero antes no. Pueden imaginar el invierno en estas tierras hace cien años y antes: todos los campos cubiertos de nieve, sin tiendas para comprar comida… Los campesinos tenían que emigrar al norte y convertirse en pescadores. Iban en barcos más o menos del tamaño de estos que tenemos por aquí, pero de vela. Y tenían que usar los remos cuando no había viento. Duro. Muy duro. Mi abuelo me contaba muchas cosas de cuando era joven e iba en aquellos barcos camino del norte. Camino del norte: Norveg. Ese es el origen del nombre de Noruega. En la lengua antigua era así: Norveg, que significa el «camino del norte». Nor es norte, y veg es camino. Ya has aprendido dos palabras en noruego, Valeria.

—Sí.

—Ahora este es un país muy rico, sí —comentó Mercedes—. Y muy caro. Nos hemos gastado un dineral en el supermercado y solo hemos llenado estas dos mochilas.

—Me he permitido dejarles varias latas con comida en la cocina del faro, algunas cosas que pueden necesitar. Y té y café. Mi hijo y yo hemos estado esta mañana organizando todo para que lo encuentren a su gusto. También les hemos preparado un bote que luego verán, por si quieren hacer excursiones a los islotes que hay alrededor. Con mucho cuidado, eso sí; hay muchas rocas y es fácil encallar y naufragar. En estas costas ha habido siempre muchos accidentes. Si quieren venir a la costa, deben hacerlo siempre a este puerto. También hay muchas rocas en las playas. No se ven y son muy peligrosas. Nos pueden llamar al chico o a mí. Él está de vacaciones y le encanta el faro y navegar por esta costa.

—¿Cuántos años tiene su hijo? —preguntó Mercedes.

—Justo ayer cumplió los diecisiete.

—¿No ves, Valeria? Hay chicos de tu edad. Seguro que pueden navegar juntos algún día, ¿verdad, Lars?

—Seguro que William estará encantado.

Valeria vio aparecer a un muchacho que se les acercaba sonriente y con andar muy desgarbado.

—Ahí viene el muchacho. Este es mi hijo William —presentó Lars mientras lo agarraba del cuello por detrás.

William estrechó la mano de las dos mujeres sin apenas rozarlas. Un detalle que no le gustó a Valeria y que dejó indiferente a Mercedes, que ya sabía que los escandinavos no aprietan la mano a la manera española cuando saludan. Valeria observó que William llevaba un pequeño tatuaje en el hombro izquierdo.

—¿Te has fijado, Valeria? Ya les he dicho que William es un entusiasta del faro. Tanto que lo lleva tatuado en el hombro desde hace dos años.

—Fue el regalo de cumpleaños de mis padres.

—¿De tus quince años? —preguntó la chica.

—Sí.

—A mí mi madre me ha regalado esta sortija que era de su abuela y este viaje a Noruega. Por mi cumple y por haber sacado buenas notas —explicó.

—Mi madre murió el año pasado —dijo el chico, bajando la mirada hasta más allá del suelo.

—Vaya, lo siento. —Valeria nunca sabía qué decir en esos casos. Bueno, ni ella ni nadie.

—Bien, William nos va a llevar al faro, ¿verdad hijo? —dijo Lars cambiando de tema.

—Sí, claro. Voy a conducir yo. Vamos a ir en mi barco.

—¿Tu barco? —preguntaron las dos mujeres al unísono.

—Mi padre me lo regaló ayer por mi cumpleaños. Es el viejo barco de mi abuelo. Lo vamos a estrenar ahora. Este va a ser su viaje inaugural.

—Lo he estado restaurando durante toda la primavera en secreto, y ha quedado como nuevo. Estoy muy orgulloso de mi trabajo. —Y Lars se miró las manos. Unas manos poderosas, fuertes, en las que Mercedes había reparado desde el primer momento.

—Esperemos que no se hunda por el camino en su viaje inaugural, como le pasó al Titanic.

Cuando Mercedes nombró al Titanic, su hija se acordó del pobre Leonardo di Caprio congelado en las aguas del Atlántico Norte y le dio un escalofrío que le llegó hasta los tobillos.

—Ve a coger las llaves del faro, William. Están en el cajetín del escritorio.

William se dirigió al enorme almacén del que había salido minutos antes. Caminaba con el cuerpo hacia delante y la cabeza mirando al suelo, justo como Valeria había aprendido desde niña que no se debe hacer.

—Ahí dentro hay cosas muy interesantes que ver. En realidad es un museo de recuerdos de la Segunda Guerra Mundial. Ese almacén fue una prisión durante la contienda. Ahí vivieron y murieron muchos soldados rusos. —Valeria abrió unos ojos como platos. Bueno, es un decir, en realidad, ella no podía abrir los ojos como platos—. Pero esa es otra historia. Ya es muy tarde, estarán cansadas y deseando alojarse. Mañana o pasado, cuando quieran, nos llaman y vamos a buscarlas para que lo vean; o vienen en el barquito, como quieran.

—No sabemos conducir un barco —dijo Valeria. Su madre le lanzó una mirada paralizante y la chica no continuó por ese camino—. Quiero decir que yo no sé conducir un barco.

—No pasa nada, es un bote de remos y está incluido en el precio del alquiler. Su manejo es muy fácil.

—¿Un bote de remos? ¿Nos va a dejar en medio de un océano sacudido por todos los vientos con la sola compañía de un bote de remos? Mamá, yo me quedo aquí. Yo no voy al faro.

—Anda niña, no seas exagerada. El bote es para ir a esos islotes que se ven al lado. Están a pocos metros. ¿No los ves? Cuando queramos venir, llamamos a William o a Lars y ya está.

—Ya está —repitió Lars como si fuera un eco de Mercedes—. Ahora debéis poneros esto.

Lars entregó sendos chalecos salvavidas a Mercedes y a su hija.

—No se los quiten mientras estén en el mar. Y pónganselos siempre que salgan del faro, aunque sea a la puerta. El mar puede golpear sin previo aviso.

Valeria se sentó y empezó a decirse para sus adentros más profundos aquello que se decía antes de lanzarse al agua de la piscina. Solo que en esta ocasion no repitió las frases mágicas tres veces sino treinta y dos, todo el tiempo que duró el trayecto desde el puerto hasta el faro: «no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada…».