El segundo sueño de Valeria

Valeria se quedó dormida enseguida y pronto comenzó a soñar. A la mañana siguiente apenas recordaba nada de su anterior sueño. Tan solo que paseaba por un jardín cuajado de crisantemos rojos, con una cascada en medio de una rocalla. Una mujer anciana, con los cabellos blancos y los ojos rasgados bañaba a un bebé en el estanque que formaba la cascada. En él, unos peces de color naranja nadaban y acariciaban las piernecitas del bebé, que no paraba de reír por las cosquillas que le producían. Al cabo de un rato, Valeria tuvo otro sueño en el que creyó despertar. Escuchó un estruendo en la cocina y se levantó. O creyó levantarse. Junto al fregadero, un hombre lavaba una cucharilla de café. Una taza se había caído y sus fragmentos estaban esparcidos en el suelo.

—¿Sabes, Valeria? Siempre fui muy torpe con estas cosas. Mi mujer no me dejaba fregar los platos nunca. Rompí casi todas las tazas de porcelana. Solo quedaron dos. Y ahora acabo de romper otra más —dijo Erlend Nilsen mientras se volvía para mirar a la muchacha.

Valeria reconoció la taza en la que su madre había bebido té en la biblioteca, y que había dejado sobre la mesita del piso de arriba. Ahora estaba rota, dividida en tres pedazos que el hombre recogía del suelo. Los dejó sobre la mesa de la cocina, y sacó un tubo de uno de los cajones.

—Voy a intentar restaurarla. Me parece que voy a poder hacerlo. Con este pegamento nadie notará nada.

—Su hijo y su nieto han estado hoy en el faro —le explicó la chica—. Y Lars ha dicho que usted se llamaba Erlend Nilsen.

El farero se quedó quieto un momento y posó su mirada en los ojos de Valeria.

—La verdad, pequeña, si mi hijo hubiera dicho que me llamaba de otra manera, hubiera sido preocupante. Ya te dije que me llamaba así. ¿Por qué te extrañas?

—No, por nada. Bueno, es que…, pensé que lo de anoche lo había soñado. Y mi madre dice que todo es un déjà vu, y…

—Dejemos que tu madre piense lo que quiera. Tú y yo sabemos que yo estoy aquí en este momento.

—En medio de mi sueño.

—Llámalo como quieras tú también. Sueño, realidad… En el fondo no hay tanta diferencia. ¿Has vuelto a pescar con William en el islote de las gaviotas negras?

—No, no hemos vuelto.

—Ya está —dijo, mostrándole la taza a Valeria. Había unido los tres pedazos de manera que no parecía que estuviera rota y sonreía satisfecho de su obra—. Ha quedado muy bien. Ahora hay que mirarla muy de cerca para distinguirla de la otra. ¿Te apetece una taza de té?

—No hay que beber nada antes de dormir. Salen bolsas debajo de los ojos.

El farero la miró sorprendido mientras colocaba la taza en el armario.

—Pero nosotros no vamos a dormir.

—¿Ah, no?

—No. Yo no duermo y tú ya estás dormida. Así que crees que salen bolsas bajo los ojos si bebes algo antes de dormir…

—Sí. Está comprobado.

—Esa teoría la he oído antes.

—¿Dónde?

—En alguno de mis viajes. Tal vez en el país en el que naciste. Bueno, pequeña, si no quieres un té, será mejor que te vuelvas a la cama. Además, me parece que oigo ruido en la habitación de tu madre.

—Vale. ¿Volverá mañana?

—Lo intentaré. Que descanses, Valeria.

—Y usted también.

—Yo descanso eternamente.

La muchacha sonrió ante la respuesta de Erlend Nilsen y regresó a su cama. Enseguida volvió a oír ruido y se despertó. Era Mercedes, que salía a la cocina y pasaba por el cuarto de su hija.

—Vaya, te he despertado. Lo siento. Sigue durmiendo. Voy a beber un poco de agua. Me he despertado con la garganta seca. Es muy temprano. El sol está muy bajo todavía.

—¿Vas a beber un té?

—¿Un té? ¿En mitad de la noche? No, no, solo un poco de agua. Anda, date la vuelta y duerme.

Mercedes abrió el armario para buscar un vaso y se encontró con la taza que había empleado horas antes. «Vaya —pensó—. Juraría que la había dejado arriba en el salón. Y ahora está aquí, fregada, seca y recogida». La tomó y la llenó de agua del grifo. Al acercársela a la boca vio unas delgadas líneas que denotaban que en algún momento de su historia había estado rota, y que alguien con mucho mimo la había recompuesto. «Vaya —volvió a pensar— no me había dado cuenta antes de que estuviera rota. Juraría que no lo estaba». La aclaró, la dejó sobre la encimera, y se volvió a su cuarto. Se metió en la cama y no volvió a pensar en la taza rota hasta la mañana siguiente durante el desayuno.

—Por cierto, Valeria —le dijo a la chica mientras untaba el pan con mermelada—. ¿Recogiste anoche la taza de té?

—¿Cómo dices, mamá?

—¿Que si recogiste la taza del té que me tomé anoche?

—No. No recuerdo. Estaba medio dormida.

—Ya. Y yo también por lo que veo. Habría jurado que la había dejado en la biblioteca y esta noche la he encontrado dentro del armario. Además, mira —dijo mientras le enseñaba las líneas de la porcelana—, parece que estaba rota y alguien la restauró. Ayer no me di cuenta. Ni anteayer tampoco. Qué raro.

—A lo mejor es otra taza que ya estaba en el armario —dijo Valeria, que en ese momento todavía no recordaba su sueño nocturno.

—No. No había ninguna taza y por eso cogí una de las dos que había arriba, en la vitrina. Y habría jurado que ninguna de las dos estaba rotas. En fin… —prosiguió—. Está claro que necesitaba este descanso. Se me olvidan algunas cosas por el exceso de trabajo y de estrés. Unos días más en este faro y me sentiré estupendamente.

Mercedes se levantó y se fue al baño. Se lavó de nuevo la cara y se contempló ante el espejo.

—Oh, Valeria, tienes razón con eso de las ojeras. Anoche me levanté a beber agua, y ahora tengo los ojos hinchados como si no hubiera dormido.

«Las bolsas bajo los ojos». De pronto, Valeria recordó su sueño. Eso mismo le había dicho ella al farero. Y la taza se había roto durante la noche y Erlend la había pegado con un pegamento que había sacado de un cajón de la mesa. Concretamente del tercero empezando por arriba. Lo abrió y allí estaba. Un tubo de pegamento de color blanco y plateado. El mismo que había visto en las manos del señor Nilsen. Entró su madre de nuevo en la cocina y la vio con el pegamento en la mano.

—¿Pegamento? Ya entiendo. Se te ha caído la taza esta noche y la has pegado con eso. No pasa nada. No te preocupes. A nadie le va a importar. Además, no se nota nada.

—No, mamá. Yo no he pegado nada. A mí no se me ha roto la taza. Ha sido a él.

—¿A él? ¿Quién es él? —preguntó Mercedes sorprendida por la reacción de su hija.

—El señor Nilsen.

—¿Lars?

—No, Lars no. Su padre. El viejo farero. Esta noche…

—¿Has vuelto a soñar con él?

—Él estaba ahí mismo, donde estás tú ahora, y la taza estaba rota, y el pegamento…

—Vamos, vamos, Valeria. Te habrás levantado esta noche y se ha roto la taza…

—Y la he pegado sin darme cuenta. ¿Quieres decir eso, mamá?

—A veces tenemos episodios de sonambulismo y hacemos cosas así mientras dormimos.

—¿Pegar tazas rotas, por ejemplo? ¡Mamá! —protestó Valeria.

—¡No irás a creer de verdad que te ha visitado el fantasma del abuelo de William! De pequeña tuviste algún episodio de sonambulismo, Valeria. Ahora estás en un sitio absolutamente extraño y te ha vuelto. Eso está estudiado. Es de libro. Los lugares desconocidos pueden propiciar esos procesos. Mi pequeña. No te preocupes. No pasa nada.

—Por supuesto que no pasa nada, mamá. No estoy loca. Y no soy sonámbula. Él ha estado aquí. ¡Yo no he roto ninguna taza!

—Entonces es que la taza ya estaba rota y no me había dado cuenta. Seguramente, yo misma la bajé anoche y no me acuerdo. Esas cosas también ocurren —concedió Mercedes.

Y Valeria salió de la cocina y subió todas las escaleras hasta llegar a la cima del faro, donde estaba el reflector. Salió al exterior a que le diera el aire. Pero la mañana estaba quieta. Tan quieta que ni siquiera la bandera se movía. Reinaba un silencio extraño. El mar parecía un estanque sin ondulaciones lleno de peces dorados. Por primera vez, sintió deseos de zambullirse en el agua. Pero enseguida pensó que el agua estaría demasiado fría. Anduvo unos minutos junto a la barandilla y se apoyó mirando hacia la costa. Hacia aquella casita blanca en tierra firme. Suspiró profundamente y abrió los brazos en un gesto con el que parecía abrazar al mundo.