Tor Jakobsen y la construcción de la radio

Tor era un hombre de treinta años que llevaba casado más de tres y no había tenido descendencia. Esta circunstancia lo llenaba de rabia contenida hacia su mujer, a la que consideraba incapaz de engendrar un hijo, y a la que trataba muy mal. Habían vivido los dos primeros años de su vida en común en una pequeña granja, hasta que los alemanes invadieron Noruega. Jakobsen simpatizaba desde tiempo atrás con las ideas de Hitler, y en cuanto llegaron los nazis a su pueblo se puso a su disposición. Acababa de quedar vacante el puesto de ayudante del farero en Fosen y lo solicitó. Pensó que desde una posición en aquel punto estratégico del mar podría colaborar con el ejército invasor. Pero el faro no entraba en los planes de los alemanes y se tuvo que conformar con ser el ayudante del farero, y convivir con su familia. Siempre que podía iba a tierra y hacía labores de emisario entre los soldados ocupantes. Por eso, Erlend lo había visto junto a los oficiales en el futuro campo de aviación. Y por eso, Erlend y su padre lo odiaban. Por eso, y por lo mal que trataba a la pobre Elen, a la que culpaba de todos sus fracasos en la vida. Sigrid, la madre de Erlend, y ella pasaban juntas algunos ratos de verano en la terraza del faro, y en el salón. Cosían, remendaban, leían y charlaban sobre su reducido mundo. La cara de Elen mostraba siempre un rastro de lágrimas. Sus ojos estaban permanentemente hinchados y circundados por manchas oscuras. No era feliz, pero no decía nada. Soportaba con resignación el comportamiento de su marido y callaba. Cuando Erlend y su hermana María se encontraban con ella en la escalera, se limitaban a saludarla cortesmente. Ella los miraba con nostalgia. Nunca tendría hijos y la presencia de los dos niños le dolía y le alegraba a partes iguales. A Tor nunca le decían nada. Se limitaban a odiarlo a distancia, y solo Mathias, el padre, hablaba con él porque no le quedaba otro remedio.

Cuando mencionaban a los nazis y a la ocupación, los componentes de la familia Nilsen lo hacían en voz muy baja, para que el ayudante Jakobsen no los pudiera oír. «Las paredes oyen», decía siempre Sigrid, a quien aquel hombre bajo, delgado y siniestro le daba miedo. El día en que Erlend llegó al faro contando el episodio del mensaje del joven teniente prisionero, a su madre se le cayó la cacerola al suelo. El estruendo fue tal que hasta su marido bajó desde la cabina a ver qué había sucedido. Su hijo le explicó las circunstancias en que había visitado la prisión y cómo el ruso le había hecho llegar aquel papel. Un papel que no lo tenía consigo porque lo había quemado en casa de su tío Gunnar.

—Menos mal, hijo. Si ese canalla de Tor te encuentra con ese mensaje, somos hombres muertos —le dijo su padre, mientras su madre se echaba a temblar, y María, que acababa de cumplir los doce años, empezaba a llorar en silencio.

—¿Qué vamos a hacer, papá? El tío ha dicho que entre tú y él podéis conseguir los materiales para fabricar la radio. Pero él apenas se puede mover y…

—Lo ayudará el doctor Carlsen —lo tranquilizó Mathias—. Aquí hay cosas, arriba, en el desván. Restos de viejas radios con las que se puede construir algo. Buscaremos cuando no esté Tor Jakobsen en el faro. Tiene que ir al pueblo mañana. Aprovecharemos su ausencia.

—¿Y su mujer? —preguntó Erlend.

—Por ella no te preocupes —intervino Sigrid—. La entretendré. Tengo que zurcir unos calcetines y le pediré hilos. Pasaré la mañana cerca de ella y la tendré «vigilada». Además, aunque os sorprendiera haciendo algo contra las ideas de su marido, no le diría nada. Al revés.

—¿Y si Jakobsen descubre que han desaparecido materiales del desván? Sospechará que algo os traéis entre manos —comentó intranquila María.

—No te preocupes, pequeña. No nos descubrirá —afirmó su padre, mientras acariciaba el pelo de su hija.

La noche estaba estrellada al otro lado de la ventana. Erlend miraba los puntos luminosos del cielo y las ráfagas que salían de la cabina del faro y que iluminaban el mar y la tierra. Allá lejos, en el puerto, seguramente un hombre miraba también a través de su ventana. Los iluminaban las mismas luces y los cubría la misma noche. Pero uno era libre y el otro ansiaba y soñaba la libertad. Erlend se sentó en la cama y se quitó las zapatillas. Hacía frío. Se metió bajo el edredón de plumas de oca que calentaba su cuerpo en las noches de invierno. Pensó en el soldado de la gorra y en el frío que estaría pasando. Él y los ciento noventa y cuatro prisioneros restantes. Se tapó la cabeza e intentó no pensar en ellos, ni en la radio, ni en el código morse, ni en todo lo que podía pasarle en los próximos días. Pronto sería Navidad y enseguida comenzarían los preparativos: mamá hacía siempre unas tartas exquisitas, y galletas. Papá, María y él irían hasta las colinas a cortar el árbol. Y seguro que recibía algún regalo. Al fin se durmió, y en sus sueños, su hermana bailaba con el soldado ruso alrededor del árbol navideño decorado con estrellas y con velas encendidas, mientras su tío Gunnar tocaba el piano.

A la mañana siguiente, todos los Nilsen se levantaron temprano. Enseguida vieron el bote de Tor haciéndose a la mar. Era el momento que esperaban. Mathias y su hijo subieron al desván y empezaron a buscar entre las cajas.

—Tu madre siempre dice que hay que tirar lo que está viejo. Pero yo soy partidario de guardar. Nunca se sabe en qué momento pueden servir las cosas que parecen inútiles. ¿Ves esto? Es un diodo de vacío. Creo que servirá. Y esto también.

—¿Qué es? —preguntó Erlend cuando su padre le enseñó una especie de alambre.

—Filamentos que generan electrones.

—¿Cómo sabes esas cosas?

—Las aprendí para trabajar aquí en el faro. Hay que conocer los nuevos inventos. ¡Quién sabe si este pequeño alambre retorcido nos puede ayudar a ganar la guerra! ¿Te lo imaginas?

Erlend sonrió ante la posibilidad de que aquel momento pudiera desviar el curso de una guerra.

—Bien, aquí no hay nada más que nos pueda servir —dijo su padre cuando terminaron de escudriñar todas las cajas—. Ahora dejaremos todo como estaba. Tenemos que procurar por todos los medios que ese tipejo no sospeche. De lo contrario, estaremos perdidos.

—Sí, papá.

—Irás a casa de tu tío y llevarás esto escondido. No podemos permitir que te lo encuentren.

—¿Dónde lo voy a esconder?

—Huele bien por ahí abajo —aspiró Mathias mientras bajaban la escalera. Hizo una señal a su hijo para que no dijera nada. Sigrid y Elen cosían en la biblioteca.

—Hay pan en el horno —dijo su mujer—. He amasado dos panes más para que le lleves a tu tío. El pobre —continuó dirigiéndose a la mujer del ayudante— se ha roto una pierna y no puede salir de casa.

Padre e hijo se miraron y en ambos se dibujó una sonrisa cómplice. El interior de los panes sería el escondite perfecto para los componentes de la radio.