La excursión al almacén

William se presentó en el faro a la hora convenida. No necesitó llamar al timbre. Valeria lo esperaba en la puerta enfundada en el chaleco salvavidas. El chico la había divisado desde el mar: un punto amarillo en la parte inferior de la torre le indicaba que su amiga se hallaba ya en disposición. La muchacha lo había visto desde una de las ventanas y se había apresurado a arreglarse para comenzar su excursión. Mercedes se duchó despacio y salió a la terraza con otra taza de té y su libro. Antes, eso sí, se volvió a preguntar de dónde demonios vendría toda el agua que utilizaban su hija y ella.

—Buenos días, Valeria.

—¿Qué tal, William? Parece que el mar está un poco movido.

—No, no mucho. La marea está alta y solo vas a tener que bajar dos peldaños hasta la barca.

—Estupendo.

El joven la ayudó a entrar en la embarcación, que siempre se movía más de la cuenta al recibir a alguien. Al menos, eso era lo que pensaba Valeria. Se sentó junto a su compañero y se pusieron en marcha.

—¿Quieres coger el timón? —le preguntó a gritos William.

—¿Qué dices? —preguntó ella que creyó no haberlo oído bien.

—Que si quieres coger el timón —repitió.

—Pues no. No sé conducir este cacharro.

—No lo llames cacharro. Era de mi abuelo.

—No, no, no quiero. Me da miedo. No sé conducir nada sobre la tierra, ni siquiera una bicicleta. Conducir sobre el mar ya me parece de matrícula de honor, como dice mi madre. No. Te lo agradezco.

—No es tan difícil. Yo lo hago.

—Pero lo habrás aprendido en algún sitio, ¿no?

—Sí, mi padre me ha enseñado. Y en el instituto también he estudiado y hecho prácticas de navegación.

—¡Casi no te oigo! —dijo ella en voz muy alta—. Hablamos cuando lleguemos. Con el ruido del motor y el del agua es imposible comunicarse.

—Vale, como quieras.

Y siguieron navegando unos minutos hasta el puerto. El mar, como había dicho Valeria, estaba más movido que los días anteriores; aunque no hacía frío, el viento creaba más olas que en otros momentos, y el desayuno de la muchacha amenazaba con salir del lugar donde estaba alojado. Tanto subir y bajar e ir de un lado a otro como si el barco fuera un caballo desbocado, había alterado el proceso digestivo del pan, de la mermelada, del té e incluso del zumo de naranja. La piel de la chica se iba tiñendo de blanco y sus ojos se iban alargando más y más.

—¿Te pasa algo? —le preguntó William cuando entraron en el puerto.

—Voy a vomitar.

—No vomites en el barco. No quiero que se manche. Espera a que lleguemos al almacén. Hay un cuarto de baño.

Valeria se lo quedó mirando suplicante. En ese momento pensó que William era un egoísta que anteponía la limpieza del bote a la de su sufrido estómago. El chico siguió el proceso de atraque y no se dio cuenta de nada. Pero la muchacha no pudo esperar. Sacó la cabeza por la borda, como hiciera el primer día, y de su boca salió todo aquello que había ingerido un rato antes. Cuando salió del bote, su piel había recuperado el color habitual y sus ojos volvían a tener el mismo tamaño de siempre.

—Tienes mejor cara.

—Estoy mejor, gracias —dijo, con una sonrisa forzada—. Solo tengo un extraño sabor en la boca.

—Será la sal del mar que trae el viento.

—Sí, claro. Eso será —concedió ella.

William sacó las llaves del bolsillo y abrió el almacén. Valeria le preguntó por el servicio y entró. No había espejo y no pudo ver su cara de recién vomitada. Abrió el grifo, se lavó la boca, se enjuagó varias veces hasta que comprobó que ya no apestaba, y salió.

—Ya está.

—Estupendo —exclamó el muchacho—. Bueno, verás, este lugar en el que estamos es muy especial por muchas razones. Tiene nombre, como muchas casas. Se llama Guldteibrygga.

—¿Y eso quiere decir algo en noruego?

—Algo así como «la casa del tejado dorado».

—Pues no me ha parecido que fuera dorado. En China sí que hay tejados dorados. Los emperadores mandaban construir pagodas de oro puro.

—¿Has estado en China después de que tu madre te adoptara?

—No. Pero he visto fotos y películas. Y eso de ahí fuera —y señaló el techo—, no se parece en nada a los dorados de los palacios y los templos de China.

—Será porque esto no era ni un palacio ni un templo. Fue una prisión durante la guerra como te dije.

—De soldados rusos, ¿no? Lo dijo tu padre cuando llegamos. ¡Pobres!

—Sí, muy pobres. Vamos dentro. Te gustará.

—Bueno, la verdad es que no creo que me guste. En realidad, un museo de la guerra debe de ser un sitio, inhóspito, desagradable, frío y triste, muy triste. ¿No te parece? —Valeria había repetido los adjetivos con los que Erlend Nilsen se había referido al almacén durante su sueño. Pero la chica no se acordaba.

—Sí, supongo que sí. Pero es un lugar histórico y es interesante visitarlo. Conocer la historia nos ayuda a no repetirla. Eso dice mi profesor de Ciencias Sociales.

—Pues el mío dice que no aprendemos. Que repetimos y repetimos, que tropezamos y tropezamos en la misma piedra una y otra vez.

—Bueno —dijo el muchacho—. ¿Lo quieres ver o no? Si no te apetece, nos vamos directamente a comer unas crêpes y lo dejamos.

William puso cara de decepción y Valeria decidió ser amable.

—Está bien. Vamos a verlo. Será interesante. Aunque sea triste, frío y desagradable e inhóspito —concedió.

—Eso ya lo has dicho.

—Sí, pero suena bien, ¿no?

—Sí, claro. De hecho, suena «demasiado» bien. «Inhóspito» no es una palabra que usen mucho las personas de nuestra edad.

—Tienes razón —admitió ella—. De hecho, es una palabra que yo tampoco utilizo. No sé por qué lo he hecho ahora. En fin…

En la entrada estaba el cuarto de baño, y una cocina para los voluntarios que administraban el museo y el faro. A continuación se abría la puerta que daba acceso al museo. Una escalera a la izquierda llevaba al segundo piso. Lo primero que notó Valeria fue un extraño olor que impregnaba todo.

—Huele raro —dijo.

—Huele a madera vieja. Y a pescado. Y a la brea que se ha utilizado durante décadas para proteger la madera —explicó el chico.

—No. No solo eso. Huele a…, no sé. Huele a dolor. A sufrimiento. —Valeria frunció el ceño al decirlo, y sus ojos se escondieron más allá de sus delgados y estrechos párpados.

—¡Vamos! El dolor y el sufrimiento no huelen —afirmó tajante su compañero.

—¡Claro que huelen! ¿No has visto a los perros? Huelen el miedo. Cuando una persona los teme, lo notan porque lo huelen. Si el miedo huele, los demás sentimientos también es posible que huelan. ¿No lo habías pensado nunca?

—No, la verdad es que no.

—Aquí huele a dolor, a sufrimiento y… a miedo —insistió Valeria.

Y se separó de William para caminar por aquel espacio lleno de viejos recuerdos mezclados con aparejos de pesca y con restos de barcos. En una esquina se posaba un mascarón de proa, parecido al que había en el faro: una sirena de mirada penetrante. A la chica se le revolvió de nuevo el estómago, pero como no le quedaba nada dentro, el problema no pasó de ahí. Dejó de mirarla y siguió adelante. De las vigas colgaban viejos mástiles de embarcaciones de poco calado y restos de velas que antaño habían, seguro, tenido otro color. Jalonaban ambas paredes laterales sendos aparadores con expositores. Dentro se guardaban objetos que habían pertenecido a los soldados prisioneros. Varias fotografías mostraban sus rostros ajados y melancólicos. En otras imágenes, oficiales de uniforme daban órdenes. Valeria pensó que a los nazis les encantaba que los fotografiaran. Se preguntó por qué el horror necesitaba de tantos testigos.

—Gracias a las fotos se pudo juzgar a muchos criminales de guerra —le explicó William, como si le hubiera leído el pensamiento.

—Ya —contestó ella.

Se quedó mirando un cuaderno abierto de páginas amarillentas. La tinta había escrito palabras que no entendía.

—Es un diario. El diario de uno de los soldados rusos prisioneros. Está escrito en ruso.

—¿Y por qué no lo tiene su familia? —preguntó Valeria.

—Nadie sabe de quién es. No lo firmó. Como era su diario y era para él, no puso su nombre. Él sabía quién era.

—Claro —asintió la muchacha, que tampoco firmaba sus diarios.

—Además, la mayoría de las páginas se mojaron en algún momento y la escritura se desvaneció. Apenas queda media docena de hojas escritas. ¿Quieres verlas? Tengo aquí la llave.

—No, no. Mi madre dice que los diarios de otras personas no deberían leerse. Aunque sean escritores famosos que lleven siglos muertos. Ni los diarios ni las cartas. Es algo demasiado privado.

—Mi padre dice lo mismo. De hecho, nunca le ha dado a nadie a leer ese diario. Pero reconozco que a mí sí me gustaría saber qué pone.

—Tendrás que empezar por aprender ruso —bromeó Valeria mientras le daba un codazo al chico.

—¿Y esto qué es? —preguntó mientras señalaba unos folios mecanografiados.

—Es una lista de nombres de soldados.

—¿Y esos números?

—Las fechas en las que murieron. De los ciento noventa y cinco prisioneros, sesenta murieron entre 1941 y 1942. Sobre todo de frío. Aquel invierno fue especialmente duro en estas tierras.

—Pero ahí no hay sesenta nombres. Hay muchos menos —observó Valeria.

—Cierto. Solo hay treinta y tres nombres. De los veintisiete fallecidos restantes no se sabe nada. De ellos los alemanes no escribieron, o lo que es más probable, se perdió la hoja en la que estaban sus datos —explicó William.

—Ahí tenemos nombres. Y ahí —señaló una de las fotos que colgaban de la pared— están sus rostros. Me pregunto quién será quién.

William sonrió levemente.

—Yo también me lo pregunto cada vez que miro esas caras y leo esos nombres. ¿Quién era quién? ¿Qué vida habían vivido cada uno de ellos hasta que fueron apresados y traídos aquí en la bodega de un barco enemigo? ¿A quién dejaron en su país? ¿De quién estaban enamorados? ¿Tendrían hijos, madres, padres? —El chico miraba el suelo mientras hablaba.

—Dolor, sufrimiento, miedo —repitió Valeria—. Sus caras muestran esas tres cosas. Y otra más. Al menos otra más.

—¿Cuál?

—Soledad. Mucha soledad. A pesar de ser casi doscientos, están solos. Muy solos —comentó ella.

—Tengo un favorito entre todos ellos, ¿sabes? —dijo el muchacho.

—¿Quién?

—Este. —Y William señaló a uno de los hombres que estaban sentados en un banco a la izquierda de la puerta del almacén. Un hombre cubierto con una gorra—. Debía de ser capitán.

—¿Por qué lo crees?

—No sé, me lo imagino. Parece que su chaqueta es diferente, y la gorra de plato no es como las de los demás. Para mí es el capitán. ¿Cuál es tu preferido?

—No sé. Apenas los conozco. Para ti deben de ser como de la familia. Vamos a ver. —Y Valeria observó minuciosamente aquellas caras dolientes—. Tal vez este de ahí, el joven que está a su lado, el que lleva un pañuelo en la mano. Parece que se está limpiando los dedos.

—¿Quieres ver el piso de arriba? Ahí es donde dormían.

Valeria asintió y subieron por la escalera de madera. El piso de arriba estaba abuhardillado y tenía el mismo olor que el de abajo.

—Ahora no queda nada de aquel tiempo. Solo la estructura. Según mi padre, había literas, unos camastros infames. La madera se cortó para leña cuando terminó la guerra.

—Algunos eran afortunados —dijo Valeria con una sonrisa amarga y los ojos húmedos.

—¿Por qué?

—Algunos dormían junto a la ventana y tenían vistas al mar. Un privilegio —comentó entre irónica y melancólica.

Ambos acercaron sus rostros al ventanuco. Tanto que sus frentes se tocaron.

—Alguien veía el faro desde la cama —reconoció William—. No lo había pensado nunca.

—Alguien, tal vez, soñaba con algo hermoso todas las noches gracias a la luz del faro.

—Quizás soñaba con los ojos de una mujer —dijo el chico.

—Vamos a pensar que era tu preferido.

—O el tuyo.

—O ambos. Pensemos que uno dormía en la litera de abajo y otro en la de arriba, y que los dos podían ver el faro —sugirió Valeria.

—Sí. La imaginación es libre. Podemos pensar lo que queramos.

—Sí, como ellos. A pesar de estar prisioneros, su imaginación también era libre.

Valeria se retiró de la ventana para evitar que William viera las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Estar en el mismo lugar donde tantos hombres habían sufrido tanto dolor por culpa de otros hombres, le provocaba una extraña sensación de vértigo. La vida podía ser tan hermosa y tan terrible que daba miedo. El joven sentía lo mismo, pero optó por cambiar de conversación.

—Y ahora, ya ves, aquí arriba lo que hay son los chalecos salvavidas, trajes de neopreno para bucear, aparejos para pescar, mapas marinos. En fin, nada que ver con lo que hubo en aquellos años.

—Oye, William. ¿Para qué trajeron a este lugar a todos esos pobres prisioneros? Aquí no hay ninguna ciudad, ni un puerto importante. ¿Por qué?

—Los trajeron desde Rusia para construir algo. Los nazis no construían nada. Utilizaban a sus prisioneros como esclavos.

—¿Y qué es lo que construyeron? —preguntó Valeria.

—Un aeropuerto. Construyeron un aeropuerto. La pista que se utiliza hoy todavía es la misma que ellos, los hombres que vivieron aquí, hicieron.

Valeria y William se miraron unos segundos sin decir nada. Bajaron las escaleras. Valeria regresó junto al aparador para observar de nuevo las caras de los prisioneros. Quería retenerlas en su memoria para que pudieran vivir allí dentro, en las galerías de su recuerdo. Luego se giró, se acercó a donde estaba William y lo cogió de la mano. No sabía por qué, pero en aquel momento necesitó sentir la mano reconfortante del joven William Nilsen.