El quinto sueño de Valeria
Cuando William y Valeria llegaron a la casa blanca, se encontraron a Mercedes y a Lars jugando una animada partida de cartas. Ella le estaba enseñando las reglas del guiñote, un juego muy popular de su tierra, y sus carcajadas se escuchaban desde el jardín. Los chicos fueron directamente al cuarto de baño, donde estaba el botiquín, y no dijeron nada acerca de la caída. La joven se remangó el pantalón para dejar libre la zona de la rodilla, y William sacó el alcohol, el algodón, unas gasas y esparadrapo. Sus dedos rozaron muy levemente la piel de Valeria, que sintió como toda ella se estremecía al notar las manos del muchacho. William era muy cuidadoso y limpiaba la herida con primor. Mientras lo hacía, se acordaba de las curas que le hacía a su madre en los últimos tiempos, cuando después de meses en cama, su frágil cuerpo había sufrido llagas terribles. Su corazón también palpitó más deprisa, pero debido a recuerdos dolorosos y no a tener entre sus manos la hermosa piel de Valeria.
—¿Qué pasa aquí? —Apareció Mercedes en la puerta del cuarto de baño.
—Nada, mamá.
—¿Nada?
—Valeria se ha caído y se ha hecho un rasguño. La estoy curando.
—Déjame ver. —La madre se acercó—. Vaya, esto es más que un rasguño. ¿Le has limpiado bien la herida, William?
—Sí, ya casi está. Le voy a poner unas gasas y listo.
—William es un experto en limpiar heridas —intervino Lars, que también había acudido al oír voces—. De cuando su madre estaba enferma.
—Entiendo —dijo Mercedes, que comprendió que debían volver al faro. El accidente de Valeria estaba trayendo recuerdos tristes a las memorias de sus amigos—. Creo que tenemos que regresar a casa. Quiero decir, al faro.
—Pero si no pasa nada, mamá. Estoy bien.
—Sí, pero se hace tarde. Vaya, se ha roto tu pantalón —lamentó Mercedes.
—Sí, se ha roto por la rodilla. Lo cortaré y lo convertiré en unas bermudas. No pasa nada.
—No, no pasa nada —dijo mirando a Lars, cuyos ojos se habían teñido de sombra—. Bueno, será mejor que nos vayamos. Pero tendréis que acercarnos hasta «casa».
Así lo hicieron. Mercedes y Valeria cruzaron en silencio un mar que estaba más quieto que nunca. Los cuatro estaban absortos en sus pensamientos. Lars pensaba en los últimos días de Inger y en que todavía no estaba abierto para volverse a enamorar. Mercedes pensaba que era una pena que sus situaciones no fueran diferentes porque Lars empezaba a gustarle mucho. Los pensamientos de William pasaban por la piel de Valeria y por los momentos en que habían estado abrazados junto al mar. Había sido idiota por no haberla besado entonces, y ahora no sabía ni cuándo ni de qué manera se iba a repetir una situación parecida. No se trataba de que la chica se fuera cayendo cada día para poderla recoger. Tendría que pensar una estrategia. Y Valeria pensaba en lo a gusto que se había sentido entre los brazos de William, y en que debería haberle dado un beso, aunque a él le hubiera parecido que era una fresca. Su estómago estaba lleno de mariposas que revoloteaban. Y no precisamente por el vaivén de la barca.
Ya en el faro, su madre subió a leer un rato a la biblioteca, y ella se retiró a la habitación. Cogió unas tijeras y cortó los pantalones a la altura de la rodilla. Sacó los flecos y cambió el modelo en un santiamén. Se contempló el vendaje y lo acarició. Le gustaba tocar el mismo lugar por donde antes habían paseado las manos de William. Después de cenar, cerró los ojos e intentó recordar los momentos mágicos que había disfrutado ese día. Se pasó los dedos por el pelo que William le había acariciado, se metió en la cama y cerró los ojos. No tardó en dormirse pensando en el muchacho, en el mar, en la caída, en su abrazo, incluso en las sirenas.
Al poco rato apareció Erlend Nilsen en su sueño. A Valeria le pareció que estaba mucho más joven y que se parecía extrardinariamente a William.
—¿Cómo fue tu excursión al museo de la guerra, Valeria? —le preguntó dos veces el viejo farero. La chica estaba en medio de otro sueño en el que William iba en bicicleta junto al puerto, y no quería salir de él.
—Ah, hola señor Nilsen. Buenas noches. El museo… —titubeó—. Frío, triste, inhóspito…
—Ya te lo decía yo. No deberías haber ido.
—Había fotos de los prisioneros rusos. Parecía que me miraban.
—Claro que te miraban. Ellos miraban a todos los que no llevábamos uniformes. Se sentían protegidos cuando se refugiaban en los ojos de los que no éramos nazis —dijo Erlend, mientras se sentaba en la butaca. Tuvo que quitar los restos del pantalón que estaban en el asiento—. ¿Y esto?
—Me he caído y se me ha roto el pantalón. Lo he cortado.
—¿Te has hecho daño?
—Unos rasguños. William me ha curado muy bien.
—William es un chico estupendo. Y le gusta hacer de enfermero. Claro que el doctor Carlsen te habría curado maravillosamente.
—¿Quién es el doctor Carlsen?
—Ya no es nadie. Solo vive en la memoria de algunos. Murió —dijo apesadumbrado.
—¿Murió?
—Lo mataron los nazis —dijo mientras sacaba su pipa del bolsillo. Le fue sacando brillo con una gamuza que llevaba en algún lugar de la chaqueta.
—¿Por qué? —preguntó Valeria.
—Ellos no necesitaban ninguna razón para matar. —Nilsen movió la cabeza de un lado a otro. Algunos recuerdos dolían aún después de la muerte.
—¿Qué le pasó al doctor? —preguntó curiosa la chica.
—Prefiero no hablar ahora de lo que le ocurrió al doctor Carlsen, pequeña.
—Y a los prisioneros rusos, ¿los conoció usted?
—¿A los de las fotos? —Erlend se sonrío y bajó la mirada—. Por supuesto. Mi tío hizo esas fotos y yo las entregué. Los vi, y hablé con algunos de los prisioneros en varios momentos.
—¿De verdad? —Valeria se incorporó y se sentó en la cama.
—Entablé una especie de amistad con dos de ellos. ¿Te has fijado en la foto, en un hombre que lleva una gorra de plato, y en otro que parece guardar un pañuelo entre sus manos?
—Sí. Me llamó la atención la manera de mirar que tenía el soldado de la gorra. Era diferente a la de los demás. Es el favorito de William.
—El teniente Nikolaj Dubrowski. Se llamaba Nikolaj Dubrowski. Había algo especial en él. Su rostro es uno de los pocos que permanecen en mi memoria, a pesar del tiempo que llevamos los dos fuera del mundo.
—¿También murió durante la guerra? —inquirió Valeria, abriendo los ojos lo más que pudo.
—Murieron millones de personas en esa guerra a causa de la sinrazón.
—¿Y él? ¿El teniente también murió?
—Verás, Valeria. Había ciento noventa y cinco prisioneros rusos. Los trajeron para construir un aeropuerto durante el invierno de 1941. Aquel fue el invierno más duro que vivimos durante la guerra. Fue horrible. Se congelaban hasta los sentimientos. Yo vivía entonces en el faro con mi familia y con el ayudante de mi padre, un traidor amigo de los nazis llamado Tor Jakobsen. Yo iba a menudo a tierra para ayudar a mi tío, un fotógrafo que hizo algunos trabajos para los alemanes. Las fotos que viste ayer, por ejemplo. Algunas las hizo mi tío, y otras las hice yo mismo. Por eso tuve ocasión de entrar en el recinto donde estaban los prisioneros. Y también en su campo de trabajo. Dubrowski se fijó en mí desde el primer momento y entabló contacto en cuanto pudo.
Erlend le contó a Valeria cómo había encontrado el mensaje del teniente y su contenido, así como las ideas de su tío Gunnar acerca de las señales en código morse desde el faro. Valeria estaba fascinada con la historia y quería saber más. Pero el día estaba a punto de llegar y el viejo farero tenía que marcharse.
—Mañana te contaré más, pequeña. Es hora de irse. Tu madre está a punto de despertarse. No quiero que me vea aquí. Por cierto, me parece que aún no habéis encontrado la puerta del pozo, ¿verdad?
—No —recordó Valeria de pronto. Hacía varios días que no pensaba en el pozo.
—Está justo debajo de la lámpara del techo. Y ahora me voy. —Se levantó de la butaca y metió de nuevo la pipa apagada en el bolsillo—. Ah, y no le cuentes a nadie que te he dicho dónde está la tramplilla.
—Señor Nilsen —lo llamó la chica.
—¿Qué?
—Su nieto me gusta mucho —se atrevió a confesarle.
—Ya lo sabía. Tú a él también le gustas. Y mucho. Hasta mañana… si me invitas a tus sueños. Claro que… a lo mejor prefieres la presencia de William —sugirió con una sonrisa que le llenó de nuevo la cara de arrugas.
—A William lo prefiero de día —musitó Valeria—. Usted puede regresar cada noche a contarme cosas sobre el teniente Dubros… ¿qué?
—Dubrowski, el teniente Nikolaj Dubrowski.
Y Valeria se incorporó y extendió sus brazos hacia el anciano, que enseguida desapareció al otro lado de la puerta. Un rato después la despertó la voz de Mercedes desde la cocina y un delicioso olor a huevos fritos.