Valeria espera a William
Valeria estuvo pintando toda la mañana. Volvió sobre las pinceladas que habían quedado diluidas en el agua del mar. La palmera se parecía más y más al bambú, y la cabaña junto a la cascada era ya un fiel reflejo de la que había visto en el sueño. La silueta de la mujer, frágil y delicada, parecía mecerse por la misma brisa que movía las cañas del bambú. El rostro permanecía vacío. De pronto, sonó el teléfono.
—Hola, William, ¿qué tal?… Sí, claro. Será estupendo, cuando quieras… Vale, a las cuatro, como ayer… Sí, un beso. Hasta luego. —Valeria dejó el teléfono en el suelo, mientras su madre salía a la terraza con dos vasos de zumo de naranja en las manos.
—Te he oído hablar.
—Me ha llamado William.
—Ah, por un momento he pensado que estabas hablando con el fantasma —dijo Mercedes bromeando.
—No viene nunca de día, mamá. Solo durante mis sueños. Y últimamente ha dejado de acudir —le mintió Valeria a su madre.
—Mejor así. A ver, déjame ver lo que has pintado. —Cogió el cuaderno y contempló el paisaje a la luz del sol—. Está muy bien. Un paisaje… muy chino.
—¿Tú crees? —preguntó Valeria emocionada al oír hablar de su país de origen.
—Parece uno de esos paisajes que hay en las viejas pinturas chinas. Incluso el trazo de tus pinceladas es similar al de los antiguos artistas de las ciudades imperiales. A lo mejor hay algo en tus genes que te emparenta con ellos. ¿Y esta mujer? Sigue sin tener cara.
—Es que no consigo verla. En el sueño tampoco la tenía —le explicó su hija.
—¿Y William? —inquirió Mercedes para cambiar de tema.
—Bien, me vendrá a buscar esta tarde. Dice que quiere enseñarme algo.
—Ese chico siempre quiere enseñarte algo. En fin, espero que cuide de ti. Tú eres más joven que él.
—Solo tiene dos años más que yo —replicó Valeria, que ya sentía suficientemente mayor.
Valeria bajó a la cocina para preparar la comida, pasta rellena con salsa de tomate y cebolla. Mientras la hacía, fue recordando todo lo que estaba pasando durante aquellos días con William, y durante las noches con Erlend. Era como si tuviera dos vidas: una diurna y otra nocturna. Y las dos parecían tan reales que no era capaz de decidir cuál de las dos pertenecía a la esfera de la ficción. Le parecía tan raro que un chico como William la hubiera besado, como que cada noche hablara con el fantasma de un viejo farero que le contaba un episodio de la Segunda Guerra Mundial. Nunca se habría atrevido a soñar ni una cosa ni la otra. En cambio, las imágenes que su memoria guardaba de ambas no diferían lo más mínimo. Todo lo veía igual de nítido, de claro. Incluso era capaz de ver las escenas en que Dubrowski hablaba con Erlend. Así como la escena en que el tío Gunnar y el doctor Carlsen fabricaban la radio secreta. Lo real, lo soñado y lo imaginado se guardaban en el mismo cajón de su memoria.
—Huele bien. —Mercedes se quedó parada en el umbral de la cocina—. Eres buena cocinera. No sé a quién habrás salido. A mí no, ya sabes que estas cosas no se me dan nada bien.
—Tal vez mi madre biológica era buena cocinera. Habré salido a ella.
Mercedes sintió una punzada en el estómago. Le parecía natural y a la vez le dolía que su hija nombrara a la desconocida mujer de la que había nacido.
—Eso será. ¿Qué ropa te vas a poner esta tarde? —Mercedes era una maestra en el arte de cambiar de tema.
—No lo sé todavía, pero creo que el pantalón que me corté el otro día. Me queda bien.
—Sí, una pena que se rompiera. Claro que así puedes enseñar las rodillas y no pasarás calor. Pero llévate una chaqueta, esta noche hará fresco.
Comieron y enseguida se escuchó el motor del barco que se acercaba. Valeria miró por la ventana. El viento revolvía el pelo de William y el sol lo hacía brillar. La chica sonrió. Realmente, era un chico atractivo a pesar del tatuaje del faro.
—Mamá, me bajo. Ya viene William.
—Vale. Tened cuidado. Ya me contarás qué es eso que te va a enseñar.
—De acuerdo, mamá, que pases buena tarde.
Mercedes subió a la biblioteca y se sentó en el sofá. Abrió el libro pero enseguida lo cerró. Sus ojos se habían humedecido. Le pasaba cada vez que Valeria hablaba de su madre real, aquella a la que no había conocido, pero que tal vez estuviera viva en algún lugar de China. Era un sentimiento irracional, pero no lo podía evitar. Pasó unos minutos escuchando el motor de la embarcación, que William no había parado mientras la chica se subía. Cuando por fin, el sonido desapareció en la lejanía, Mercedes regresó a la lectura de la novela. Una novela en que se daban la mano espías nazis, prisioneros venidos de más allá del mar, radios secretas y escondites misteriosos. Las caras de las fotografías, los nombres de los prisioneros muertos, sus diarios… Todo lo que había visto en el almacén se mezclaba con las palabras que un escritor desconocido había convertido en la historia que estaba leyendo. Sintió que se mareaba, tragó saliva y respiró profundamente. Volvió a cerrar el libro, bajó a la cocina y se preparó un té. Cogió la taza restaurada, la miró, y la volvió a dejar en el armario. Tomó un vaso transparente y vertió el té en él.