La visita de Mercedes a Lars
Por la mañana, Mercedes encontró la ropa de Valeria en la cocina. La dejó sobre la butaca de su dormitorio sin decir nada, y decidió visitar a Lars. Llamó a William y le pidió que viniera a recogerla. Quería acompañarlo y ayudarlo. Se sentía mal por no haber pasado más tiempo con él. El hombre había sido muy amable con ella y ella no había estado a su altura. Deseaba compensar su falta de tacto. Miró los productos que tenía en la despensa. Vio que había huevos, chocolate y azúcar y decidió hacer una tarta deliciosa que era la única que le salía muy bien, según una receta de su amiga María José. Desde el horno llegaba un maravilloso perfume a chocolate que despertó a Valeria.
—¡Qué bien huele, mamá!
—Pues si quieres probarla tendrás que acompañarme a casa de Lars. Es para él. Tu amigo William está a punto de llegar.
—¡Qué bien! —dijo entusiasmada Valeria.
Había decidido no mencionar la visita de Erlend en su sueño. Ni el asunto de los mensajes, ni la radio ni nada de nada. Aquello iba a ser un secreto entre el viejo farero y ella. Además, así se aseguraba de que no la tomaran por chiflada.
—Cogeré el cuaderno de dibujo. Quiero terminar el cuadro y regalárselo a William. Así tendrá un recuerdo mío.
—Seguro que va a tener muchos recuerdos tuyos… —dijo su madre.
—¿A qué te refieres?
—No, no, a nada, a nada. —Se puso el guante de cocina, abrió el horno y sacó la tarta que perfumó el faro entero.
—¡Qué buena pinta! Déjame probar un poco.
—De eso nada. No se la voy a llevar a Lars con un mordisco.
La cubrió con papel de aluminio y la metió en una bolsa de cartón. Sonó el timbre. William había llegado.
—A mi padre le hará mucha ilusión vuestra compañía porque justo hoy es su cumpleaños.
—¡Vaya, qué bien! Pues le he hecho una tarta. Qué casualidad.
—Sí. ¿Vamos?
—Claro —dijo Valeria.
Se montaron en la barca, y Valeria no dejaba de mirar los islotes. Aquel lugar en el que habían estado pescando y paseando. Parecía un lugar tranquilo y en cambio, durante la guerra, había vivido episodios siniestros. Quería contarlo pero no lo hizo. Se limitó a no apartar sus ojos de los promontorios y de las aves que volaban muy bajo, vigilando sus nidos.
Llegaron a la casa blanca, y allí estaba Lars, con la pierna apoyada en un taburete, y viendo la televisión. La apagó al oírlas entrar, y las invitadas, se acercaron a darle dos besos y a felicitarlo. El pelo de Mercedes olía a una mezcla de perfume de flores y a chocolate. Lars aspiró ambos aromas y deseó que se quedaran para siempre en su memoria. Sus ojos brillaban de una manera especial, advirtió Mercedes, y le sonrió.
—Me quedé preocupada —le dijo.
—No ha sido nada —replicó él.
—Pero podía haber sido algo peor. Siento no haber estado contigo. Te habría ayudado y…
—No pasa nada —la cortó Lars—. Me habría caído también aunque hubieras estado aquí.
—Te he traído una tarta de chocolate. Me sale muy buena.
—No lo dudo. —Y Lars le cogió la mano y se la besó.
—Eso hacían los hombres de otros tiempos —respondió Mercedes.
—En el fondo yo también soy un hombre de otros tiempos —contestó él.
Mercedes se sentó a su lado. Sus manos continuaron enlazadas.
Valeria salió al porche que daba al mar. Abrió el cuaderno y contempló lo que había pintado hasta el momento: los bambúes, la cabaña, la cascada, el lago, y la silueta de la mujer. Solo le faltaban las nubes y el rostro misterioso.
—¿Qué tal todo? —le preguntó William.
—Bien —contestó Valeria.
—Os iréis ya muy pronto ¿verdad?
—Sí, solo nos quedan dos días aquí. Os echaremos de menos.
William no contestó. No quería imaginarse el momento en que se tendría que despedir de Valeria.
—¿Cómo va el cuadro?
—Casi terminado. Solo me falta la cara de esta mujer y algunos detalles.
—¿Quieres dar un paseo por la orilla?
—No, no me apetece. Hace frío. Parece que va a llover. Se está bien en el porche.
William se sentó a su lado y se quedaron en silencio, Valeria dibujando y él contemplando alternativamente el mar y el cuadro de su amiga. Poco después empezó a soplar un viento fuerte que venía del océano. El cielo y el agua se habían teñido de gris. Empezó a llover.
—Siempre llueve cuando está la casa recién pintada.
—Ya hace unos días que pintasteis las paredes.
—Pero el alero lo terminó ayer mi padre, antes de caerse.
—Ya. Oye William. Sobre la cabaña de ayer…
—¿Te gustó?
—Sí, mucho. ¿Te ha contado tu padre de quién la heredó tu abuelo?
—Ya te lo dije. Era de un tío suyo.
—¿No sería antes del doctor Carlsen?
—Te repito que no sé quién era el doctor Carlsen.
Valeria se levantó de la silla.
—Será mejor que entremos. Hace frío.
Entraron y sorprendieron a Lars y a Mercedes de la mano, sentados en el sofá. Valeria se quedó paralizada y William también.
—¡Mamá!
—¡Papá! —dijeron al unísono.
—Parecía que tu padre tenía un poco de fiebre. Le estaba controlando las pulsaciones —mintió Mercedes.
Nadie la creyó pero disimularon.
—Lars, quería hacerte una pregunta acerca de vuestra cabaña en el lago —intervino Valeria. Su madre la miró sorprendida. No sabía a qué cabaña se estaba refiriendo.
—Te llevó ayer William ¿verdad? Es un lugar muy especial. Muy solitario, rodeado de un paisaje hermosísimo —explicó Lars.
—Sí, estábamos allí cuando llamaste para avisar de tu caída.
—¿Qué quieres saber sobre ella? —preguntó Lars.
—¿De quién era?
—De mi abuelo Erlend, el que fue farero.
—¿Y antes? —continuó la muchacha.
—La heredó de su tío Gunnar, era el fotógrafo de la región.
—¿Y de quién la heredó Gunnar? —insistió Valeria.
—No estoy seguro. Recuerdo muy poco a mi tío. Murió cuando era yo muy pequeño. Íbamos a nadar en el lago y nos quedábamos a dormir allí. Muchas veces mecionaba a un amigo suyo, con el que iba a pescar cuando eran jóvenes. Pero no recuerdo el nombre. Y tampoco lo conocí.
—¿No sería un tal doctor Carlsen? —preguntó Valeria, que empezaba a traicionar su voluntad de no mencionar el contenido de sus sueños.
—Era médico, eso sí. Y lo mataron los nazis, según contaban. Pero el nombre lo he olvidado. Era yo muy pequeño cuando el tío Gunnar vivía.
—Y tu padre, ¿nunca habló de él, del doctor?
—No lo recuerdo. Mi padre hablaba poco de cuando era adolescente y vivía aquí. Le gustaba contar las historias de sus viajes por los mares de Oriente. Pero nunca hablaba de la guerra. Le dolía demasiado —dijo tristemente Lars—. ¿Y tú como sabes el nombre del doctor?
Valeria miró a William, luego a su madre, y por fin de nuevo a Lars. ¿Qué podía decir? Afortunadamente, la fuerza de la naturaleza la ayudó. Un trueno sacudió la casa, que tembló bajo los pies de todos. Un resplandor cercano al faro los hizo salir de la perla blanca. Lars se ayudó de una muleta y del brazo de Mercedes para levantarse. El faro estaba intacto pero cientos de pájaros revoleaban sobre él. Estaban excitados, como si presagiaran que algo iba a ocurrir. De pronto, vieron que un rayo caía sobre los islotes. La luz zizgagueante caía sobre las rocas que parecían querer estallar. Los pájaros huían despavoridos de la zona y llegaban hasta la costa. Desde allí, contemplaban el lugar donde estaban los nidos con sus polluelos, que se habían quedado indefensos. De repente, Valeria se puso a llorar desconsoladamente.
—¿Qué te pasa, hija? —le preguntó Mercedes.
Pero ella no podía contestar. Seguía llorando sin poder parar. Su madre no recordaba haberla visto sollozar con tanta intensidad. Sus lágrimas le caían por las mejillas, por el cuello, y mojaron su camiseta. William la abrazó. El contacto con el cuerpo del chico tampoco la consoló. Y Valeria lloró y lloró durante más de veinte minutos. Hasta que la tormenta desapareció y los pájaros regresaron a sus nidos.
Nadie supo el porqué de la reacción de Valeria. Ni siquiera ella misma.