Un viaje sorpresa
Valeria había terminado tercero de ESO con muy buenas notas y su madre quería hacerle un regalo muy especial: unas vacaciones diferentes. Mercedes llevaba varios días buscando de acá para allá ofertas en internet. Buscaba algo que le rondaba en la cabeza desde hacía años pero que nunca se había atrevido a llevar a cabo. Algo que pensaba que podía ser muy, pero que muy especial para ella y para su hija.
—Mamá, necesito el ordenador. Llevas horas con él.
—Enseguida termino. Ya casi lo tengo.
—Seguro que yo lo habría hecho antes. Eres muy lenta, mamá.
Mercedes le lanzó una mirada furibunda. Era consciente de que pertenecía a una generación que no había nacido con el ordenador incorporado, pero no era ni tan torpe ni tan lenta como le decían todos, sus hermanos, sus compañeros de trabajo, incluso los que estaban a punto de jubilarse. Y por supuesto, su hija adolescente.
—Si lo haces tú, no sería una sorpresa, así que te callas de una vez. Acércame el monedero, anda. Necesito la tarjeta de crédito. Pero no te acerques a mirar la pantalla. Todavía no.
Valeria hizo lo que su madre le pidió mientras pensaba cual sería aquel lugar secreto al que iban a ir de vacaciones. Mercedes era bastante imprevisible y durante los últimos años la había sorprendido con vacaciones, digámoslo así, peculiares. Hacía dos veranos que habían pasado quince días en una cabaña perdida y solitaria junto a un lago en Finlandia. Se habían dedicado a recolectar mirtilos, a pasear, a hacer mermeladas… Y a ser comidas por los millones de mosquitos que revoloteaban sobre la superficie del lago. En algunos momentos Valeria se había aburrido, porque en dos semanas no había visto otra cara que la de su madre. Ni siquiera había visto la suya porque en aquella cabaña no había ningún espejo. Para colmo, habían metido las mermeladas en la maleta; uno de los tarros se había roto y sus pantalones preferidos habían quedado inutilizables.
Y el año pasado, aquello había sido el colmo: habían estado otras dos semanas en un monasterio en el centro de Italia. Allí sí que había visto otras caras: las de los siete monjes barbudos que vivían en el convento y que le recordaban a los siete enanitos de Blancanieves. Dos veces se habían acercado al pueblo a tomar un helado y a caminar por callejones tan empinados que Valeria estaba, casi, deseando volver al monasterio para dejar de subir y de bajar cuestas.
Mercedes trabajaba muy duro durante el resto del año. Era psicoterapeuta en un hospital, y siempre estaba rodeada de gente que le contaba sus problemas, un día sí y el otro también. Una hora sí y la otra también. Por eso, su idea de unas vacaciones como Dios manda, era cada verano irse a un lugar solitario y tranquilo donde disfrutar de paz, de tranquilidad y de soledad. La compañía de Valeria era más que suficiente. La muchacha lo sabía, lo entendía y por eso protestaba poco. Lo justo. Además, el resto de las vacaciones las pasaba con sus amigos y con sus abuelos en el pueblo, con fiestas, vaquillas, bailes y ruido. Mucho ruido. Las dos semanas de vacaciones con su madre en algun rincón solitario de la tierra era algo que podía soportar. E incluso disfrutar. Aunque a veces se preguntaba por qué.
—Aquí tienes el monedero, mamá.
Mercedes extrajo la tarjeta, introdujo los números donde eran solicitados y, tras unos segundos de incertidumbre durante los cuales se mordió una uña de la mano izquierda, dijo sonriendo a su hija que la miraba expectante:
—Ya está.
—¿Ya está? ¿A qué misterioso y desconocido lugar del mundo nos vamos a retirar en esta ocasión?
—Ni te lo imaginas —contestó Mercedes emocionada.
—¿Acaso un monasterio budista en el Himalaya? —preguntó Valeria, aun sabiendo que exageraba.
—Demasiada gente. Muchos monjes y muchos turistas. No. Nos vamos al lugar más solitario que te puedas imaginar.
—El lugar más solitario… ¿Una ermita en lo alto de un monte? —replicó la muchacha.
—No. No nos vamos a ningún monte.
—Ay, mamá, dímelo ya, que me tienes en ascuas.
—No, no nos vamos a un monte —sonrió Mercedes—. Nos vamos al mar.
—¿Al mar? ¿A la playa? ¿Vamos a tener unas vacaciones de esas que tú denominas «normales»? —Valeria no se lo podía creer.
—Querida, «mar» no es sinónimo de «playa». ¿No has estudiado todavía lo de los sinónimos y los antónimos? —Y sí, claro que Valeria lo había estudiado ya en el instituto, así que asintió con la cabeza—. Irse al mar no es, necesariamente, irse a la playa.
—Mamá, no lo entiendo… —Y tras unos segundos de silencio pensante—. O sí. ¿Un crucero?
—Bobadas, niña, bobadas. Un crucero es un barco lleno de gente que baila, que bebe, que corre, que grita, que juega. Un espanto.
—¡Mamá, dímelo ya!
—Un faro —dijo por fin Mercedes en medio de una sonrisa que le ocupó casi toda la cara.
—¿Un faro? —preguntó Valeria, con las cejas tan arqueadas que sus ojos orientales se abrieron más que nunca.
—Un faro en medio del mar. Ni siquiera está en la costa como casi todos los faros. Está sobre un islote más pequeño que esta casa. ¡En medio del mar!
—En medio del mar… —repitió Valeria que no sabía si pensar que su madre estaba loca, o por qué alguien había construido un faro así, en medio del mar—. ¿De qué mar?
—Del mar de Noruega. Nos vamos a un faro en el norte del océano Atlántico.
—¿No es allí donde se hundió el Titanic? Mamá, allí hace mucho frío. El pobre Jack, el chico que interpretaba Leonardo di Caprio en la película, se congeló en el agua y se murió.
—Oh, Valeria, el Titanic se hundió por otro lado. Donde vamos nosotras no hay icebergs. Vamos, creo yo que no hay icebergs —dudó un momento.
—¡Mamá! —Valeria quería protestar pero ante el brillo de los ojos de Mercedes no fue capaz.
—Te encantará, ya lo verás.
—El faro.
—El faro y el mar de Noruega. Dicen que esa costa es preciosa. Agreste, sin vegetación.
—Suena precioso, sí —dijo Valeria irónicamente y casi para sus adentros—. ¿Y el faro ese está en una roca en medio del agua?
—Sí, pero no digas «en medio del agua». Agua y mar tampoco son sinónimos. Vamos a estar en medio del océano. Nada más y nada menos. Es excitante. —Y Mercedes se mordió otra de sus uñas, esta vez de la mano derecha.
—Mamá, no te muerdas las uñas que casi ya ni se te ven. ¿Y qué vamos a hacer allí, en medio del océano, durante…?, ¿cuántos días?
—Diez.
—Pues eso, ¿qué vamos a hacer allí metidas? —Valeria se imaginaba dentro de un minúsculo faro, contando las olas como entretenimiento, como el que cuenta corderillos para dormir.
—Bueno, ya se nos ocurrirá cuando estemos allí. Pero podremos pescar, ver la puesta del sol. También podremos ver amanecer.
—Ya. ¿No es Noruega la tierra del sol de medianoche?
—Sí, claro, eso además.
—O sea, que ni amanecerá ni anochecerá —replicó Valeria mientras se puso a mirar por la ventana.
—¡Un faro en medio del mar! —exclamó Mercedes cada vez más y más encantada consigo misma por haber conseguido alquilarlo.
—¿Hay farero?
—No.
—¿No?
—¡No! No hay nadie en el faro. Dejó de estar habitado en 1987. Estaremos tú y yo solas en medio del mar. ¿No es emocionante?
—No.