El aeropuerto
Aquella mañana, después de hacer la instrucción, los oficiales nazis mandaron sentar a sus prisioneros en los bancos que había junto al almacén. En los mismos bancos donde les daban de comer. De pronto, apareció un hombre más alto y más delgado que los demás. Llevaba una enorme cámara de fotos que apoyó en un trípode. El hombre llevaba unos guantes de lana que dibujaban una estrella de hielo. Los soldados lo miraron con envidia. Los guantes de todos estaban ya tan desgastados que no cumplían con su cometido y tenían los dedos cada vez más ateridos. El comandante les informó de que aquel hombre les iba a tomar unas fotografías para que sus mandos y Europa entera supieran que se les trataba como a príncipes en aquel lugar perdido de la costa. Nadie osó comentar nada al respecto y todos se quedaron callados, mirando el objetivo de la cámara una y otra vez, hasta que el fotógrafo se retiró.
Acto seguido, el comandante los mandó formar de nuevo y les dio nuevas instrucciones.
—Señores, su entrenamiento ha terminado. Ya están en condiciones de trabajar. Empezarán hoy a servir al Tercer Reich. Esos camiones —señaló el otro lado del camino— los llevarán hasta detrás de ese monte, donde empezarán a construir la pista de aterrizaje que traerá a nuestros aviones hasta esta parte de Europa, para desde aquí emprender la conquista de Inglaterra. Y también la del norte de su país, su amada Rusia, que pasará a ser una parte primordial de nuestro imperio, gracias a ustedes. Ni que decir tiene, que cuando acabe la contienda, serán recompensados por su labor.
—Eso quiere decir que en vez de ahorcarnos nos fusilarán —musitó con una voz apenas perceptible uno de los soldados que formaban detrás de Nikolaj.
—Hoy recibirán una ración doble de cena cuando regresen del trabajo. Allí se encontrarán con los capataces que les indicarán lo que tienen que hacer. Que pasen un buen día. Y ahora, en fila a los camiones. Teniente Halsen, dé las órdenes.
—Sí, señor —obedeció el teniente, juntando sus talones con un golpe seco que oyeron todos los prisioneros.
Los ciento noventa y cinco hombres caminaron en silencio y en fila hasta los tres camiones. Una vez arriba se atrevieron a hablar.
—No vuelvas a decir nada, Quirov, o nos fusilarán a todos antes de que cambie la luna —espetó Dubrowski al soldado que había hablado en la formación.
—Lo siento, mi teniente. Me ha salido así.
—Pues intenta que no te vuelva a salir nada cuando esté hablando un oficial. Esto no es un juego de niños. Esto es una guerra.
—Sí, señor. No volverá a ocurrir.
—Aquí puedes decir lo que te dé la gana. ¡Pretenden que estemos orgullosos de que Rusia pueda formar parte de su nauseabundo imperio! —exclamó Nikolaj Dubrowski.
—Eso no ocurrirá nunca —afirmó tajante Feodor Pawlov, que se había sentado a su lado.
—Y nosotros vamos a contribuir a que ganen la guerra. Sería mejor morir antes que ver el mundo en sus manos —continuó el teniente.
—Vivos todavía podemos hacer algo —comentó otro de los jóvenes soldados, el sargento Vladimir Ivanov—. Somos muchos. Más que ellos.
—Pero ellos tienen armas, no lo olvides —replicó Pawlov.
—De momento lo único que podemos hacer es trabajar para mantenernos con vida. Ya iremos pensando algo —dijo Nikolaj.
—Algo —repitió Pawlov.
Pocos minutos después llegaron al lugar del trabajo. No había grúas, solo un par de tractores, muchas palas y picos. Los hicieron formar para recibir las órdenes. Un desconocido de unos cuarenta años, vestido con un uniforme alemán que le venía muy grande, se puso frente a ellos. El teniente Halsen les habló.
—Este es el señor Andersen. Va a ser el capataz de las obras. Es geólogo y conoce bien estas tierras. Os dará instrucciones.
Dubrowski miraba a un lado y a otro. Estaban en medio de un campo que era demasiado pequeño para construir en él una pista de aterrizaje.
—Como podéis ver, este terreno es bastante montañoso —empezó a explicar el señor Andersen—. No hay ninguna explanada suficientemente amplia para convertirla en campo de aviación. Por eso hay que aplanar el terreno. Ese montecito que tenemos ahí delante —señaló con el brazo unas protuberancias de la tierra que no llegaban a formar una colina— tiene que desaparecer. Ese va a ser vuestro primer trabajo. Pulverizarlo, reducirlo a la nada. Cada uno cogerá un pico y en una semana quedará eliminado.
—Señor —se atrevió a decir Feodor ante la mirada asustada de Nikolaj y de algunos de sus compañeros. ¿No les había dicho el teniente que se quedaran callados?—. Si me lo permite, con unas cargas de pólvora bien colocadas se podría volar la colina y adelantaríamos el trabajo.
—¿Quién te ha dado vela en este entierro, muchacho? —preguntó el teniente Halsen—. Tú estás aquí para trabajar, para oír, ver y callar. Si vuelves a contradecir mis órdenes o las del capataz Andersen te vuelo la tapa de los sesos aquí mismo. ¿Te ha quedado claro?
—Sí, señor —contestó sin atreverse a levantar la mirada del suelo.
—Más alto.
—Sí, señor —alzó un poco la voz.
—¡Más alto!
—¡Sí, señor! —gritó al tiempo que levantaba también su rostro para mirar fijamente al teniente.
—Que te quede claro —le dijo Halsen con la mano apoyada en la culata de su pistola—. Y ahora, a trabajar todo el mundo. Y no os olvidéis de algo. Tenéis a cien soldados armados a vuestro alrededor. Cualquier muestra de indisciplina se considerará una traición al Reich y moriréis inmediatamente. Sería una lástima. Ah, se me olvidaba, no podéis hablar entre vosotros en ningún momento mientras estéis trabajando. Conversad cuanto queráis cuando volváis a la base. Mientras tanto, a picar. Las preguntas que tengáis solo las podéis dirigir al capataz o a sus ayudantes. ¿Entendido?
Todos callaron.
—¿Entendido? —gritó.
A lo que todos respondieron con un «Sí, señor» que se debió de escuchar hasta en las casas que había al otro lado de las montañas. Tal vez incluso en el faro rojo que se podía ver desde allí, y al que de vez en cuando Dubrowski dirigía sus ojos, cuando se erguía para tomar un poco de aire y desentumecer los brazos y la espalda.
La tierra estaba helada, con lo que el esfuerzo de introducir el pico en sus entrañas era mayor de lo esperado. Había trozos en los que habría sido necesaria un hacha para cortar la tierra. Recordaba Nikolaj el día del entierro de la nodriza que lo había criado. Tenía siete años pero guardaba en su memoria aquel momento con exactitud. La mujer había muerto en invierno y, como no pertenecía a la familia, no podía ser enterrada en el panteón cerrado de los Dubrowski, sino en el cementerio. La tierra estaba tan helada que los enterradores no podían abrirla con las palas. Hubieron de servirse de un hacha para cortar a pedazos el rectángulo donde iba a reposar el cuerpo de su querida Olga. De eso se acordaba Nikolaj mientras hundía su pico una y otra vez en aquel montículo, que debía hacer desaparecer junto con sus hombres. El frío era intenso, pero el trabajo los hacía entrar en calor. Era lo único bueno de estar allí, al aire libre, durante aquellas pocas horas de luz natural. En cuanto el sol se puso, los soldados los iluminaron con unos enormes focos móviles y siguieron picando la tierra, hasta que el frío fue tal que al oficial no le quedó otro remedio que dar la orden de regreso.
—Hoy vamos a dormir bien, mi teniente —le dijo Pawlov a Dubrowski cuando se acostaron en sus literas—. ¿Sabe?, me alisté en el ejército para evitar el pico en las minas de mi pueblo. Y ahora me toca picar a merced del viento y del hielo. Al menos, en la mina habría estado bajo cubierto —intentó bromear—. ¡Qué callado está! ¿Se ha dormido ya?
—No, no me he dormido. Pero cállate ya. Estoy muy cansado y tú también. Así que a dormir. Y no te quejes tanto del frío. En tu pueblo hace más frío que aquí.
—Buenas noches, teniente.
—Buenas noches, Feodor.
Nikolaj sacó del bolsillo algo que llevaba siempre consigo: un cuaderno y un lapicero al que sacaba punta con las uñas como podía. Escribía unas líneas cada noche. Poco, el lapicero no iba a durar siempre, pero necesitaba escribir cada día para no morirse. Le escribía a Nadia y le contaba lo que había hecho y en qué había pensado. Al otro lado de la ventana, la luz intermitente del faro que iba y venía le traía la voz de Nadia y su sonrisa. Le escribió que romper la tierra era como desgarrar el cuerpo de una madre. Que su alma se rompía a cada golpe. Que le parecía que su labor se parecía a la de un enterrador, y que tal vez lo que estaban haciendo era cavar su propia tumba, y que la construcción del aeropuerto era tan solo una excusa. Cerró el cuaderno y se lo metió de nuevo en el bolsillo del pantalón. Quién sabía si algún día Nadia lo llegaría a leer. Volvió a mirar la luz del faro hasta que se quedó dormido.
Esa noche soñó con un palacio blanco rodeado de un jardín lleno de cruces blancas. En las lápidas reconoció los nombres de todos sus compañeros. Pero por más que buscó, no logró encontrar el suyo.