Primera noche en el faro

Mercedes y Valeria también se habían acostado enseguida. Lo que tardaron en quitarse la ropa y ponerse los pijamas. Mercedes se quedó dormida antes de que William y Lars llegaran a tierra.

Valeria tardó más tiempo. Su habitación daba al este, así que los rayos del sol le dificultaban el sueño. Cerraba los ojos, pero la luz le entraba a través de sus párpados casi transparentes. Además, tenía la cabeza llena de imágenes y de pensamientos: el rostro de William, que era un chico bastante guapo a pesar de su manera de andar tan poco correcta, y de su tatuaje. El hecho de estar metida dentro de un faro del que no podía salir tampoco la ayudaba a conciliar el sueño. Y luego estaba aquella estatuilla china, con las manos en la extraña posición que a ella le era tan familiar. Y el retrato del viejo farero. Todo ello se agolpaba en su mente y no la dejaba caer en los brazos de Morfeo. Unos brazos en los que solía mecerse sin dificultad desde hacía años. Concretamente desde que cumplió los seis y se le pasaron aquellos terrores nocturnos que tanto habían preocupado a su madre, y que a ella la hacían vomitar una noche sí y la otra también. Unos terrores de los que no se acordaba cuando, a la mañana siguiente, se despertaba relajada, tranquila y con una sonrisa de oreja a oreja como si hubiera soñado con aves del paraíso y con tortillas de calabacines que, en aquellos años, era lo que más le gustaba comer.

No habían cenado nada, tenía hambre, y se levantó sin hacer ruido. No tenía que pasar por el dormitorio de su madre para ir a la cocina, así que no la despertaría. Fue hasta la nevera y cogió un trozo de queso. Cortó una rebanada de pan y se sentó frente a la ventana para comer su medio bocadillo. El pan estaba lleno de pipas de girasol y le supo delicioso. Al otro lado de la ventana, le pareció que había luces en algunas casas junto al muelle. Paseó su mirada hacia el norte, recorriendo la costa y le llamó la atención una casa solitaria junto al mar. Miró el reloj. Eran las dos y diez de la mañana. Era blanca, pero con el sol que se reflejaba en ella, parecía una perla. Una perla blanca, pensó, bellísima, allí lejos, junto a la orilla. Terminó de comer y se acercó a la ventana. No, no había luces en las ventanas de las casas como le había parecido unos minutos antes. Era el sol que se reflejaba en los cristales y los iluminaba. En la casa blanca pasaba lo mismo. Los rectángulos dorados parecían adornos de oro en una perla, pensó. Y enseguida dejó de pensarlo porque le pareció una asociación tonta, hortera, incluso. Volvió a su habitación, sacó el monito amarillo de la maleta y lo acarició sin apretarle la tripa. Pensó que ya era un poco mayor para seguir aferrada a aquel viejo y descolorido muñeco. Se acordó de la estatuilla china, que también había perdido parte de sus colores y se metió en la cama. Cogió el libro que había dejado en la mesilla y lo abrió. Había tanta claridad que no necesitó encender la luz.

Se quedó dormida con el libro abierto. Soñó con viejos marinos en viejas naves de velas amarillas. Marinos que compraban monos enanos en mercados de algún remoto país más allá del mar. Soñó con damas de largos vestidos verdes y ojos delgados como cuchillos.

Se despertó cuando su madre pasó por su habitacion para ir a la cocina a preparar el desayuno.

—Buenos días, Valeria. Bienvenida a nuestro primer día en el faro. ¿Qué te apetece desayunar?

—Buenos días, mamá. —Le dio un beso en la mejilla a su madre—. Pues…, pues me apetece un huevo frito con beicon.

—¡Pues un huevo frito con panceta para mi niña!

Y es que a Mercedes no le gustaba que a la panceta se la llamara beicon. A no ser que se estuviera hablando inglés. Si hubiera invitado a Lars a desayunar, a él si le habría dicho beicon en vez de panceta. Pero no era el caso. No, definitivamente, no era el caso.