Mercedes y Valeria en el islote

Mercedes se levantó muy cansada. Las tormentas le provocaban dolor de cabeza desde que era niña. No tendría que inventarse ninguna excusa para no verse con nadie que no fuera su hija. No recordaba que tenía una cita en casa de Lars.

—Hola mamá, buenos días. ¿Has dormido bien?

—No lo sé, tengo un dolor aquí —dijo tocándose la sien derecha con un dedo.

—Una buena taza de té te hará bien.

Mercedes se sentó y dejó que Valeria le preparara el desayuno. Se rascó el cuello y bostezó.

—Y tú, ¿qué tal has dormido?

—Oh, muy bien, mami. He tenido un sueño precioso.

—Ni rastro del señor Nilsen, espero.

—No, mamá, esta noche con el que he soñado ha sido con… William.

—¡Acabáramos! —exclamó—. Por eso tienes tan buena cara esta mañana.

—Estábamos en un sitio precioso, bajo una cascada, con palmeras y…

—No hace falta que entres en detalles. No me lo cuentes. —Y le lanzó la servilleta a la cara con una sonrisa.

—¿Ves? Te he hecho reír a pesar de tu jaqueca.

—No es una jaqueca. Es un dolorcito de nada. ¿Has quedado con él otra vez hoy?

—¿Con William? No. Todavía no.

—Por cierto, que no me has contado casi nada de lo del museo. Ayer llegaste bastante impactada con lo que viste.

—Es un sitio muy triste, mamá. Mucho.

—Tengo ganas de verlo. Estoy leyendo una novela ambientada en la Segunda Guerra Mundial y me gustaría visitar ese lugar. Pero admito que me da una pereza tremenda salir de aquí. Los días pasan y tengo la sensación de que aún no he conseguido lo que quería.

—¿Qué es lo que querías, mamá?

—Descansar. No pensar en nada, disfrutar del movimiento del mar y del vuelo de las gaviotas. Nada más y nada menos.

—Mamá, tengo una idea —dijo Valeria mientras mojaba un trozo de pan con mermelada en el tazón de leche.

—¿De qué se trata?

—¿Por qué no vamos las dos, solas, al islote de las gaviotas negras? La mar está en calma, podemos coger el bote de remos. Sé donde se puede amarrar. Pescaremos algo.

—O no. No es tan fácil pescar.

—Ellos lo hacen.

—Ellos, Lars y su hijo, lo llevan en su código genético. Los Nilsen han sido pescadores durante generaciones.

—Vamos, mamá —dijo entusiasmada Valeria—. Vístete y ponte el chaleco. Yo remaré.

—¿Desde cuándo quieres remar? Siempre te ha dado mucho miedo.

—Pues hoy no me da ningún miedo.

—Me pregunto qué es lo que habrá pasado durante el sueño. Te noto diferente. Ayer cuando llegaste estabas llena de dolor, y ahora pareces un árbol de navidad: llena de luces de colores.

Valeria cogió a su madre de las manos y la ayudó a levantarse. Dio vueltas con ella en la cocina hasta que ambas tuvieron que sentarse del mareo.

—Está bien, está bien. Vamos.

—Se pasará tu dolor de cabeza, mamá.

—De hecho, ya se me ha pasado. Ha sido la tormenta, y la cama, que es demasiado pequeña y duermo encogida.

Mercedes y Valeria se colocaron los chalecos salvavidas y salieron al muelle donde estaba su pequeño bote de remos. La primera en bajar fue Mercedes, que dio un pequeño salto para acceder a la barquita, que se movió peligrosamente a un lado y a otro. Tenía el corazón encogido y palpitaba más fuerte de lo normal, pero no quiso decirle nada a su hija. No quería mostrar que le aterraba estar metida en algo que no parecía más grande ni más seguro que una cáscara de nuez. Le dio la mano a Valeria, que bajó agarrada con la otra a la barandilla, hasta que tuvo que optar por soltarse y encomendarse a Neptuno para que la protegiera. La embarcación se balanceaba. Había que coger rápidamente los remos, soltar el amarre y lanzarse a la aventura. Así lo hicieron. Justo cuando empezaron ambas a remar, sonó el teléfono de Mercedes.

—No puedo creerlo. Creo que lo desconectaré.

—No lo cojas ahora, mamá —rogó Valeria, que empezaba a pensar aquello de «no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada» porque temía que podía pasar cualquier cosa allí en medio del mar. Se volvió a acordar de Leonardo di Caprio con el chaleco que no le sirvió de nada. ¿O no llevaba chaleco salvavidas?

—No pensaba cogerlo. A lo mejor es Lars, que nos está viendo desde su casa y piensa que somos unas temerarias.

—La mar está muy quieta.

—Oye, Valeria.

—¿Qué, mamá?

—Es muy raro que digas «la mar» en vez de «el mar». El femenino lo utiliza la gente que vive en la costa. Las personas de interior, como tú y como yo, decimos normalmente «el mar», no «la mar».

—A lo mejor resulta que yo no soy tan del interior como tú —dijo Valeria sin parar de remar.

Mercedes se quedó callada. Remaron cuatro minutos que se les hicieron eternos, pero después de un par de olas que les mojaron los chubasqueros, consiguieron llegar hasta el embarcadero que había construido el abuelo de Lars muchos años atrás. Bajaron del bote muy contentas por lo que ambas consideraban una hazaña importante. Tal vez habían sido demasiado osadas, pensaba Mercedes. Quizás había sido algo demasiado peligroso. Pero lo habían logrado y ya en el islote, se sentían seguras. Además, para ella era la primera vez que veía el faro desde ese ángulo.

La gran torre roja que recibía infinitos abrazos del mar cada día. La casa de Lars brillaba a lo lejos. No sospechó que desde una de sus ventanas, el hombre observaba sus movimientos con unos prismáticos. El padre de William respiró aliviado cuando vio que habían llegado sanas y salvas a la isla. Pensó en ir hasta el puerto y tener su embarcación preparada por si acaso. No sería la primera vez que algún forastero intrépido había perdido la vida en el mar. El océano no era un juego, segaba vidas en el momento más inesperado. Había llamado por teléfono a Mercedes, pero no le había contestado. Probablemente no lo habría escuchado, creyó.

Las dos mujeres se quedaron unos segundos junto al bote, contemplando aquel paisaje tan peculiar que las rodeaba. Los islotes vírgenes, los roquedales desnudos, con una vegetación apenas perceptible de líquenes, musgo, y pequeñas, pequeñísimas flores de colores que tapizaban el suelo como si estuvieran tejidas en una alfombra. Se oía el parloteo de los pájaros que escondían sus nidos en algún lugar de los islotes. En el rostro de Mercedes se había dibujado una sonrisa ancha que relucía más que nunca desde el día en que llegaron. Valeria se acordó de la expresión de la cara de su madre cuando consiguió alquilar el faro a través de internet, solo unos días antes.

—Esto es precioso, niña. No me extraña que luego sueñes con ese William. Te enseña lugares hermosos.

—Si no me equivoco, su padre quiso mostrarte esta isla también a ti, ¿no? —dijo Valeria con intención.

—Sí, pero no quiero líos, hija mía. Solo me faltaba enamorarme de un hombre en estas tierras. Esto está muy lejos de todo.

—Pues total, mamá…, ya tienes una hija china… Un novio noruego es algo menos exótico. ¡Y este país no está tan lejos!

—¡Anda ya! Calla —la cortó su madre con un empujón en el hombro.

Llegaron al promontorio donde había estado Valeria con el muchacho. Mercedes se sentó y sacaron el hilo de nailon que habían traído. Colocaron un anzuelo oxidado que habían encontrado en un cajón de la cocina, y pusieron el cebo: un resto de carne que habían sacado de la basura y que no olía nada bien.

—No sé, no sé si me va a gustar un pez que sea capaz de acercarse a algo que huele tan mal —dijo Mercedes.

—¿Sabes, mamá? Estas piedras las colocaron aquí el farero y su padre.

—El farero y su padre… —repitió ella— deja que me sitúe. Te refieres al padre y al abuelo de Lars.

—Sí, efectivamente.

—Es muy buena idea. Algo plano para el trasero está bien. Pero ¿ves?, ya ha salido musgo también. De hecho, sería ideal que estuviera un poco más mullido.

—En uno de los sueños, el viejo farero me dijo algo de estas piedras. Pero no recuerdo qué.

—¿Ya estás con esas historias de los sueños otra vez? Te diría lo mismo que te había contado William, que es lo que se quedó dentro de tu memoria. Mira, hija, la memoria funciona como un ordenador: tiene dentro lo que tú le metes. En los sueños se distorsiona y se mezcla todo. Sin más. No hay que buscarle más explicaciones.

—No he dicho nada, mamá. Solo que he recordado que mencionó algo con respecto a este lugar.

—La verdad es que tienen pinta de pesar muchísimo. El que las trajo debía de ser un hombre muy fuerte.

—Como Lars —replicó Valeria guiñándole un ojo a su madre.

—O como William —contestó Mercedes, torciendo la boca en un gesto que repetía a menudo.

—¡Oh, mamá, mira! ¡Ha picado!

Y Valeria estiró el hilo hasta que un pez de tamaño mediano dio con sus escamas en la orilla. Se retorció unos cuantos segundos hasta que se quedó inmóvil.

—¡Anda, pobre, se ha muerto! —exclamó la chica.

—¡Pues que te crees tú, niña! Los peces que se pescan y se dejan fuera del agua se mueren. Sin remedio. Como los que pescó William el otro día.

Valeria se quedó callada.

—Y todos los pescados que te comes han corrido la misma suerte que este.

—¡Ay, mamá! Me parece que no voy a comer pescado nunca más.

—Deja de decir tonterías, sácalo del anzuelo y ponlo en la cesta. Nos lo comeremos hoy mismo.

Volvió a sonar el teléfono dentro del bolsillo de Mercedes. Se tuvo que quitar el chaleco para poder llegar hasta él. Cuando lo hizo, la melodía ya se había apagado, pero un nombre conocido parpadeaba en la pantalla.

—Era Lars. Y antes también —dijo.

—Llámalo. Querrá concretar la hora de la comida. ¿No nos había invitado a comer hoy? Así no tendremos que comernos a ese pobre desgraciado. —Señaló con la cabeza el cadáver que yacía en el cesto. La imagen del pez le recordó la de la sirena en que se había convertido al final del sueño. Le dio un escalofrío e insistió—. Anda, mamá, llámalo.

—Lo había olvidado. Con la tormenta y el dolor de cabeza, no me acordaba de que Lars nos había invitado. ¿Cómo es posible? Pero veo que tú lo recordabas bien. Lo que tú quieres es quedar con su hijo. Me parece bien, pero no pretendas liarme a mí con el padre. Que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa —replicó su madre.

—Eso lo he entendido perfectamente, mamá. Pero no lo digo por eso.

De nuevo la melodía del móvil invadió el aire del islote. Mercedes arqueó las cejas y torció la boca.

—Cógelo y dile que ya estamos preparadas —le suplicó la chica.

Mercedes accedió y contestó la llamada.

Efectivamete, estaban invitadas a comer en casa de Lars, que las recogería en el faro a las dos. Aún faltaba un rato para la cita.

—Podemos dar un paseo por el islote, Lars nos recogerá en el faro dentro de —miró su reloj— dos horas y media.