La cuarta visita del viejo farero
Valeria se fue al dormitorio. Se puso el pijama y se quedó un rato mirando a través de la ventana. Las olas batían en las rocas en que se posaba el faro. El cielo se había llenado de unas nubes grises que no presagiaban nada bueno. El mar rugía bajo la ventana y el viento golpeaba el cristal. Lars había dicho que el faro no iba a sucumbir ante ninguna tempestad. Llevaba más de un siglo erigido y no caería más que con el fin del mundo. Estaban seguras allí dentro. De eso no cabía ninguna duda. El problema era que no podían salir del faro. A Valeria le empezó a palpitar el corazón más deprisa de lo habitual, y le comenzaron a sudar las manos. «No pasa nada», se repitió varias veces. Se apartó de la ventana ya mojada por la lluvia y se metió en la cama. Intentó concentrarse en el libro que estaba leyendo. No debía permitirse pensar que estaban en el lugar más aislado del mundo, y que si les daba un ataque de apendicitis en ese momento, nadie podría venir a rescatarlas, ni por mar ni por aire. La tormenta arreció y el vendaval azotaba el cristal de tal manera que parecía que lo fuera a romper. Valeria escuchó unos pasos conocidos que se acercaban a su habitación.
—No tendrás miedo, ¿verdad?
—No, mamá —mintió, pero rectificó al ver la sonrisa de su madre—. Bueno, solo un poco.
—No te preocupes, no pasa nada. Este faro ha pasado momentos peores y ha sobrevivido. No se va a caer.
—Ya lo sé. Pero ¿y si nos ponemos malas y no nos pueden venir a buscar?
—¡Ay, hija! —protestó Mercedes—. En esta vida tenemos que ser positivas. Si nos ponemos malas, ya buscaríamos una solución. De momento lo que tenemos que procurar es no ponernos malas, dormir y esperar a que pase el temporal. Porque ya se sabe, después de la tempestad…
—… viene la calma —terminó Valeria el refrán.
Mercedes abrazó a su hija y le acarició la espalda y los hombros muy suavemente. Cuando era pequeña y le sobrevenían los terrores nocturnos, su madre la abrazaba de ese modo, y la niña se quedaba tranquila y se dormía enseguida. Era su manera de decirle que efectivamente, «no pasaba nada». Y Valeria se lo creía.
—No pasa nada, pequeña. Yo estoy a tu lado.
—No te preocupes, mamá. Estaré bien. Estaremos bien.
Mercedes se fue a su habitación y Valeria se recostó de lado para dormir. Tenía abrazado al monito amarillo y miraba la lluvia caer al otro lado del cristal. El cielo se iba oscureciendo más y más. La muchacha pensó que tal vez sería más fácil dormir que durante las noches con sol. Al menos esa noche se parecía de verdad a una noche. Cerró los ojos y enseguida cayó en el sueño.
El viejo farero no tardó en aparecer. Se sentó en la butaca que había al lado de la cama de Valeria y vigiló sus movimientos mientras dormía. La muchacha respiraba acompasadamente, lo que indicaba que estaba viviendo unas imágenes agradables. Erlend Nilsen se asomó a la ventana, desde la que aún se divisaba la perla blanca, la que había sido su casa en tierra durante tantos años. Entró luego en la habitación de Mercedes, que dormía con ambos brazos dentro del edredón. Su cuerpo subía y bajaba al ritmo de su respiración. Sonreía, por lo que el hombre pensó que seguía con un sueño agradable. Abrió la puerta de la terraza y salió. Se asomó a la barandilla. Un barco de línea pasaba junto al faro en aquel momento. El farero miró hacia arriba, para ver la luz del reflector. Aquella luz que él había encendido noche tras noche, en el pasado, y que ahora funcionaba gracias a un ordenador colocado quién sabía dónde. Bajó de nuevo la mirada hasta que se posó en los islotes. Entonces sus ojos se enturbiaron. Recordó, y lo que recordó ensombreció su memoria. Buscó el puerto, y el almacén. Aquel lugar siniestro donde habían vivido, si se podía calificar de «vivir» a aquello, los jóvenes soldados rusos que había conocido cuando era adolescente. La primera vez que los vio fue un día en que acompañó a su tío Gunnar a hacer unas fotos. Tenía catorce años y le gustaban aquellos objetos mágicos que creaban imágenes en un papel. Su madre siempre pensó que eran cosas del diablo, pero él sabía que eran fruto del poder de la mente humana y de la tecnología. Su tío le había ordenado que se quedara en la moto, y que no se bajara por nada del mundo. Tenía que fotografiar a prisioneros por orden de los nazis. No podía negarse, pero tampoco le parecía algo amable para un muchacho de la edad de su sobrino. Erlend se había quedado en la moto y desde allí había visto algo. Un grupo de hombres sentados, que miraban el objetivo con el rostro ceniciento. Y no es que lo tuvieran sucio, recordaba el viejo farero, sino que su expresión era gris y amarga. Se fijó sobre todo en dos de los hombres: uno había posado con una gorra de plato, el único. Pensó entonces que tal vez se trataba de uno de los oficiales rusos, y que por esa razón se lo habían permitido. El otro era un muchacho más joven, de cara despierta. Un rostro que quería sonreír, pero que no lo conseguía. Llevaba un pañuelo en la mano. Por alguna razón, le pareció que tanto el pañuelo como la gorra eran señales para alguien que, en algún momento, pudiera ver la foto. Así se lo contó después a su tío, quien se limitó a encogerse de hombros. Él intentaba no pensar en aquellos rostros. Se limitaba a hacer su trabajo. Había que comer todos los días varias veces, y el dinero de los nazis era tan bueno como cualquier otro. Se limitaría a poner la mano cuando le pagaran. Odiaba la guerra y toda su sinrazón, pero no podía hacer nada por evitarla. O al menos, no creía tener el coraje necesario para enfrentarse a aquellos soldados de uniformes grises.
Pero, una cosa es lo que uno propone, y otra muy distinta lo que el destino dispone. Las fotos estuvieron listas tres días después. El tío Gunnar se dirigió a coger la moto para ir al puerto a entregarlas. Había llovido el día anterior, pero por la noche había helado. El suelo parecía una pista de hielo, y el tío, que tenía unos andares bastante torpes, se cayó y se rompió una pierna. Él mismo oyó el chasquido que le produjo la caída, y supo desde el primer momento que se había producido una rotura. Maldijo al hielo, a las fotos, a los nazis, a vivir en aquel lugar perdido del mundo y llamó por teléfono a su sobrino. Cuando el muchacho acudió desde el faro, el médico ya había inmovilizado la pierna fracturada, y se estaba tomando con mucha tranquilidad un sucedáneo de café con gofres.
—Erlend, tendrás que hacerme un favor.
—Sí, tío, lo que usted mande.
—Las fotografías que hice el otro día —dijo sin especificar. Le avergonzaba que el doctor supiera que había trabajado para los alemanes—. Hay que ir a entregarlas hoy sin falta.
—Sí tío —respondió el chico—. ¿Al mismo lugar donde las tomó?
—Sí, hijo mío. Lo has entendido perfectamente. Tienen que pagarte. No las dejes si no te pagan.
—Sí tío, como usted mande.
—Te daré una propina cuando regreses.
La cara de Erlend se iluminó al oír hablar de la propina. En aquellos días, nadie tenía dinero para nada. La comida escaseaba y los alemanes controlaban todo. Un dinerillo extra era muy bienvenido. Aunque no sería mucho, porque su tío Gunnar tenía fama de tacaño.
—Están ahí, en la cómoda. En ese sobre amarillo —explicó el hombre.
—¿A quién ha fotografiado esta vez, Gunnar? —preguntó el médico, entre sorbo y sorbo de café—. ¿Retratos de familia, tal vez?
—Me temo, doctor Carlsen, que se trata de algo confidencial. No puedo enseñárselos a nadie. Así me lo pidieron las interesadas, y así debe ser. Usted ya me entiende —le dijo con un guiño.
—Ah, mi querido amigo. Ya entiendo. La foto de alguna muchacha casadera para su prometido. Esta nueva moda de las fotografías… En fin. Será mejor que me vaya. —Le levantó el doctor Carlsen—. Muchacho, ten mucho cuidado con el hielo. Hoy he inmovilizado seis piernas y dos brazos. Me estoy quedando sin escayola, y no es fácil encontrar en estos tiempos que corren. ¡Malditos alemanes! ¿Por qué no se quedarían en su casa?
—Acompaña al doctor a la puerta —ordenó Gunnar Nilsen a su sobrino, más que nada para cambiar de conversación—. Y ve a la despensa y dale un frasco de conserva de pescado. Siempre viene bien un poco de comida, ¿verdad?
—¡Oh, cómo se lo agradezco, señor Nilsen! Muchas gracias. Y quédese ahí quieto. No se mueva en dos semanas. Si pudiera quedarse el muchacho con usted, sería lo más conveniente. Usted no va a poder ir a ninguna parte.
—Le preguntaré a su padre por teléfono. Si no lo necesita, se vendrá estos días conmigo, ¿verdad Erlend?
—Sí, señor. No creo que me necesiten en el faro. El ayudante de mi padre ha regresado. No hago falta.
—¿Ya ha vuelto ese malnacido? —preguntó el doctor con el rostro airado.
—¿Por qué lo llama así, «malnacido»? —preguntó el chico.
—Porque lo es, muchacho. Porque lo es. Colabora con los nazis. ¿Por qué te crees que ha estado ausente estos días? Les ha estado haciendo de enlace. Ha ido a la ciudad. Lo sé porque mi cuñada lo vio en el centro, hablando con unos oficiales. Les preguntó algo y ellos lo mandaron a la casa donde está el alto mando. Han tomado la mejor casa de la ciudad, como hacen en todos los lugares. Ese Tor Jakobsen es un traidor.
—Debería andarse con cuidado, doctor Carlsen. Las paredes oyen. No está nadie seguro en ningún lugar. Y usted, además, se pasea por ahí con ese broche que tiene la fotografía del rey en la solapa.
—Nuestro rey, a quien Dios guarde, organiza un nuevo gobierno en Londres. Es un símbolo de nuestra resistencia patriótica contra el invasor —afirmó categórico el médico.
—Pero no ande por ahí haciendo alardes de patriotismo. Va a acabar fusilado si sigue así.
—Pues entonces moriré como un héroe, amigos míos.
—Mi padre dice que un héroe muerto no sirve para nada, señor —intervino Erlend.
—Tu padre no siempre tiene razón, muchacho. Y ahora me voy. Y tengan cuidado con el hielo.
—Y usted doctor, y usted. Tenga mucho cuidado —le dijo Gunnar mientras le estrechaba la mano.
Lo mismo hizo Erlend, y sintió los dedos del doctor tan helados que le produjeron un escalofrío. El recuerdo de aquel escalofrío devolvió al viejo farero a la terraza del faro, en medio de aquella luminosa noche en que había visitado las habitaciones de las dos forasteras. Entró de nuevo y cerró la puerta con el pestillo. Regresó al dormitorio de Mercedes. Allí estaba. No se había movido en todo el rato. Continuaba en la misma posición, engullida por el blanco edredón de plumas de ganso. Valeria tenía los dos brazos sobre la cabeza y sonreía plácidamente. Erlend le acarició el pelo negro y liso, y recordó otros tiempos, otros lugares y otros brazos, entre los que estuvo y disfrutó en tierras lejanas. Salió hasta la cocina. Abrió el armario y se encontró con la taza rota. La llenó de agua y bebió de un trago todo su contenido. Oyó un ruido y desapareció.