Un encargo incómodo
Erlend volvió a casa de su tío sin las fotografías y sin el dinero. El señor Nilsen no se quedó contento con la explicación, pero no le quedó otro remedio que esperar hasta el día siguiente. Su sobrino no regresó esa noche al faro. Cuando se acostó, no podía dejar de pensar en dos cosas: la primera era en la presencia del ayudante de su padre, aquel traidor, como lo llamaba toda la familia, de Tor Jakobsen. Eso confirmaba las sospechas de todos, incluido el doctor Carlsen, de que aquel hombrecillo desagradable colaboraba con los nazis. Y la segunda era en los rostros de aquellos prisioneros rusos que cavaban la tierra helada como si estuvieran construyendo su propia tumba. El muchacho miraba la lámpara del techo de la habitación. Sabía que estaba allí arriba, dorada, con los apliques para las velas, pero no la veía. La noche estaba oscura y hasta allí no llegaba la luz del faro. Erlend no estaba acostumbrado a las noches sin luz, ni siquiera en invierno. El resplandor del haz del faro iluminaba cada una de sus noches desde que era pequeño. Cuando años más tarde, emprendiera viajes por las lejanas tierras del sur y del Oriente, disfrutaba de la oscuridad de los camarotes. Le parecía que su sensación debía de parecerse mucho a lo que sentían los seres aún no nacidos dentro del seno de sus madres.
Pero aquella noche oscura estaba rabioso de injusticia y de traición, y apenas consiguió dormir un par de horas. Se levantó temprano y se lavó la cara. El agua estaba tan fría que le dolió. El aljibe del faro guardaba el agua de la lluvia, y el muro era tan ancho que el agua nunca estaba tan gélida como en casa de su tío. Al menos, eso le pareció a él.
—Tío, me voy al puerto, a ver si me pagan los alemanes.
—Muy bien, hijo. A la vuelta, entra en la tienda de ultramarinos y compra harina, si tienen. Apenas queda pan. Y un poco de mantequilla en la granja. Y si les quedan cuatro o cinco huevos, se los compras también.
—Sí tío, así lo haré.
Erlend se anudó la bufanda, se puso los guantes de lana que le hiciera su abuela y se montó en la bicicleta. Hacía muchísimo frío y el vaho se le helaba sobre la bufanda. El cielo estaba aún estrellado, no hacía viento, y el frío cortaba. La bufanda estaba blanca, cubierta de la escarcha que producía el vapor que salía de su boca al respirar. Sus pestañas estaban también blancas y unas lagrimillas se habían quedado heladas en sus mejillas. Cuando llegó al puerto, al otro lado de la alambrada, una larga fila de hombres esperaba la comida con una escudilla y un vaso de metal en las manos. Algunos tenían guantes, otros no. Algunos tiritaban de frío, otros saltaban para mitigar el efecto de la temperatura. El termómetro del jardín de su tío marcaba veinte grados bajo cero. Pensó en aquellos hombres dentro del almacén convertido en prisión. ¿Cómo serían sus noches? Llegó a la conclusión de que debían de ser muy frías. Y muy oscuras.
Se le acercó uno de los soldados del puesto de guardia.
—¿Qué haces aquí? No puedes acercarte.
—Vengo a ver al comandante. Me dijo que viniera hoy por la mañana. Soy el sobrino del fotógrafo y tiene que pagarme un trabajo.
—Ah sí, pasa. —El soldado le abrió la puerta—. Tenemos órdenes de dejarte entrar. Acompáñame.
El muchacho se adentró en la base, donde pudo ver más de cerca los rostros helados de los prisioneros. Muy delgados, algunos se cubrían con mantas mientras esperaban el frugal desayuno. El hombre de la gorra era uno de los últimos de la fila. Reconoció su mirada entre las de todos los demás. Erlend se paró cuando lo vio. Algo le impulsaba a hablar con él. Probablemente el deseo que adivinaba en los ojos del ruso de hacer lo mismo. Desde el día anterior, tenía la sensación de que aquel soldado quería comunicarse con él.
—Eh, tú, no te pares. No hables con los prisioneros —le dijo el guardián.
—Ya, claro… voy —titubeó.
Entraron en el almacén, donde estaban los oficiales desayunando. Olía a café recién hecho. Un olor que Erlend llevaba meses sin disfrutar. El café auténtico era solo para los alemanes. Los noruegos tenían que conformarse con cereales tostados. El soldado que lo había acompañado le dijo algo al oído al comandante, que se volvió a mirar al muchacho, que esperaba con su gorro en la mano junto a la puerta.
—Pasa, pasa. Aquí tendrás menos frío. Acércate a la estufa. Hoy hace frío ¿eh? Este clima vuestro puede acabar con todos los ejércitos.
El chico no contestó y se limitó a sonreír.
—¿Quieres una taza de café, muchacho? Te aseguro que no se parece en nada a lo que estás acostumbrado. —Le dijo el comandante mientras rodeaba sus hombros con el brazo. Un brazo que a Erlend le pareció una viga de acero.
—No, señor. Muchas gracias. Tengo prisa —mintió. No quería nada de aquellos hombres de uniformes grises y cruces negras.
—Vamos, vamos. Un café se bebe enseguida. Así entrarás en calor. Schell, sírvale una taza al chico.
A Erlend no le quedó otro remedio que obedecer al comandante. Se quitó un guante y cogió la taza que le entregaba el soldado. Estaba caliente. Se la acercó a los labios y bebió su contenido de un trago. No tenía azúcar. Nunca un café le había parecido tan amargo.
—Y ahora, aquí tienes el pago. El precio convenido con tu tío. —El comandante sacó un sobre del cajón de un escritorio—. Toma, y esto para ti. Una propina.
—No, señor, no puedo aceptarla.
—¿Cómo dices?
—No puedo aceptarla. Mi tío ya me va a pagar por hacerle este recado. Es suficiente.
—Pero yo también quiero pagarte, chico. Toma.
—No, señor.
—Muchacho. —El comandante lo agarró del brazo. Apretó tanto que a Erlend le dolió—. Coge este dinero. A un oficial del Tercer Reich nadie le niega nada. Y menos un crío como tú. Hasta ahí podíamos llegar. Eres buen chico. Pero los buenos no viven más que los malos. Te podría mandar fusilar ahora mismo, ¿te enteras?
—Sí, señor. —Y Erlend tomó las monedas que le extendía el hombre del uniforme gris.
—Buen chico. Y listo. Vives en el faro, ¿verdad?
—Sí señor.
—Tor Jakobsen es un buen amigo nuestro. Pórtate bien, o él nos lo contará —dijo mientras volvía a sentarse y a servirse otro café—. Y ahora puedes retirarte.
—Sí, señor —dijo en voz baja Erlend, avergonzado por haber aceptado la propina—. Gracias, señor.
Y salió con un gusto amargo en la boca y con el estómago revuelto. Pasó junto a la fila de los hombres, que ya habían empezado a recibir la comida. Cuando pasó al lado del hombre de la gorra, a este se le cayó la jarra aún vacía. Erlend se agachó para recogérsela. Había un papel dentro. La mirada del prisionero le dijo que era para él. Lo sacó sin que nadie lo viera y se lo guardó en el bolsillo. Salió del recinto y montó en la bicicleta. Solo cuando estuvo en casa de su tío, en el dormitorio, se atrevió a extender el papel arrugado y a leer su contenido. Estaba escrito en noruego y decía así: «Necesito una radio para comunicar nuestra posición al ejército ruso. Confío en ti. Veo las luces del faro todas las noches. ¡Por la libertad! ¡Por la igualdad! ¡Por la fraternidad!». Erlend volvió a arrugar el papel, y se pasó la mano por la frente. No sabía qué hacer. Estaba muy nervioso. Optó por enseñarle el mensaje a su tío.
—Es muy peligroso. Primero, conseguir una radio en los tiempos que corren. Y segundo, hacérsela llegar a ese hombre. Y con ese maldito Tor Jakobsen tan cerca. No sé, no sé, Erlend. Tendrás que hablar con tu padre, pero con mucho cuidado. Tienes el peor de los espías dentro del faro. Echa el papel a la estufa inmediatamente. ¿Seguro que no te ha visto nadie cogerlo? —Gunnar Nilsen temía a los nazis de los que se contaban cosas terribles. Si sospechaban siquiera que se comunicaban en secreto con uno de los prisioneros, los fusilarían a todos sin ningún miramiento.
—No, tío. No nos ha visto nadie. Ha sido un momento.
—¿Y por qué habrá confiado en ti?
—No sé, tío. No sé. ¿Qué hacemos?
—De momento ve al faro, como si nada hubiera pasado. Compórtate de manera natural, como siempre. Díselo a tu padre y a ver si entre él y yo podemos conseguir los materiales para hacer esa radio. Esto es una locura. Nunca debí haberte mandado. Si hubiera ido yo, ese ruso no se habría atrevido a darme el papel. Y ahora… ¿qué demonios podemos hacer? ¿Olvidarnos de esto? ¿Intentar hacer la radio? A lo mejor, acabaremos en un paredón. Pero intentaremos ayudarlos. ¿Quién sabe si esto puede ayudar a que las cosas cambien? Hablaré con el doctor Carlsen. Él nos ayudará. Pero sobre todo, mantente alejado de Tor. Afortunadamente —irónizo Gunnar—, tenemos la excusa de mi pierna para que vayas y vengas del faro a esta casa y viceversa. Luego encontraremos la manera de hacerle llegar la radio al ruso. Pero primero tenemos que fabricarla. No será fácil. Nada será fácil. —El tío de Gunnar golpeaba rítmicamente el suelo con su pierna sana—. Hay una frase en ese mensaje que me parece que tiene un doble sentido.
—¿Cuál? —preguntó Erlend.
—Dice que ve las luces del faro todas las noches.
—Sí, eso dice. ¿Qué tiene de especial?
—Que si lo ha escrito, será por algo. Quizás quiere que te comuniques con él a través de las luces.
—¿Cómo puedo comunicarme con él así?
—Mediante el lenguaje morse. Ráfagas rítmicas que emitan señales.
—¿Crees que pretende que cambiemos el ritmo del faro? Eso no puede ser —protestó Erlend.
—No hay que cambiar nada. Se trataría de emitir otras luces con los focos mientras el haz de luz del faro mirara hacia tierra. La zona que mira al mar estaría oscura, y durante esos segundos se podrían hacer las señales en morse.
—Pero todo el mundo se daría cuenta y estaríamos en peligro.
—Ya estamos en peligro. Y no, Erlend. Nadie sabría que estás emitiendo mensajes. Solo él, desde la ventana de esa prisión en que está. Las luces serían tan tenues que ningún soldado alemán de guardia se daría cuenta de que hay un ritmo codificado. Pero él sí, porque él estará esperando los leves cambios de luz para leerlos. Sí, eso es lo que quiere, por eso ha escrito que ve las luces del faro.
—¿Y Tor Jakobsen? Si me descubre, se lo dirá a los nazis y estaremos perdidos.
—Ahí está tu inteligencia y tu habilidad, Erlend. Tendrás que emitir señales en morse desde el faro sin que ese maldito traidor se dé cuenta. —El tío Gunnar tomó la mano de su sobrino y la apretó fuerte. Tal vez tenía más coraje del que él mismo sospechaba—. Haremos cualquier cosa que ayude a ganar esta guerra, Erlend. Cualquier cosa.
Y el joven Nilsen cogió el papel, lo volvió a leer, y lo introdujo en la estufa. Luego metió sus cosas en una mochila y se encaminó al puerto para coger su bote y regresar al faro. Cuando pasó junto al almacén, solo quedaban ya los soldados de guardia, que lo saludaron con la mano. Él les devolvió el saludo. Los ciento noventa y cinco rusos ya estaban en el campo de trabajo. La pista de aterrizaje estaba cada día más cerca.