La soledad de Nikolaj Dubrowski
Feodor Pawlov murió mientras trabajaban en la pista de aterrizaje. La noche había sido gélida en el almacén. Tres hombres habían fallecido de frío mientras dormían. Él aguantó la noche, pero estaba muy débil. No obstante, consiguió levantarse, comer el desayuno y montar en el camión. No paraba de toser y llevaba ya varios días escupiendo sangre. Su rostro estaba cada día más blanco y Nikolaj estaba preocupado por su amigo. Intentó hablar con uno de los oficiales, pero el soldado responsable de su unidad no se lo permitió. Aquella mañana, apenas podía coger la pala. Sus pestañas, su bigote, su barba, todo estaba helado. Respiraba entrecortadamente y el aire que le entraba le congelaba las entrañas todavía más. Sufrió un ataque de tos y se tuvo que sentar en el suelo. Un soldado se le acercó y lo obligó a levantarse. Siguió tosiendo y la sangre era cada vez más abundante, tanto que manchó el hielo que cubría la tierra.
Al ver la sangre, el soldado se asustó y llamó al oficial. Cuando llegó, Feodor estaba tumbado en el suelo y a su lado, Nikolaj trataba de reanimarlo. No lo consiguió. Su amigo murió en sus brazos, con la boca bañada en una sangre oscura que no tardaría en congelarse.
—Puedes quedarte con sus guantes, con el gorro y con la bufanda. A él ya no le van a hacer ninguna falta —le dijo el oficial.
Los ojos de Nikolaj se humedecieron y un par de lágrimas se helaron en sus mejillas nada más salir. Le quitó los guantes y la bufanda a su amigo y se los puso él. El soldado llamó a dos prisioneros que trabajaban al lado y que no se habían dado cuenta de lo que había ocurrido. Les mandó que cogieran el cuerpo y que lo pusieran en el camión. Dubrowski dio unos pasos hacia él, pero el oficial le impidió el paso.
—Tú ahí quieto. No puedes hacer nada por él.
—Es…, era mi amigo —musitó.
—Ahora ya no es nadie —le dijo el oficial—. Y tú intenta conservar la vida. Será lo mejor para ti y para nosotros.
Y se quedó solo en el campo. En el suelo yacía su pala y la de Feodor. El mango de madera estaba manchado de su sangre. Como el hielo. Se agachó y lo tocó. La sangre, caliente al salir, había derretido el hielo y se había mezclado con él. Ahora todo volvía a estar helado, y la sangre de Feodor parecía estar diluida dentro de un espejo. Nikolaj se miró reflejado en él. Sus lágrimas vertidas fueron a acompañar a la sangre de Feodor Pawlov.
Por la noche, Nikolaj se acostó muy cansado y con el alma vacía. No sentía dolor. Miraba en su interior y lo único que veía era la nada, el vacío. Ya no había nada que le pudiera doler. Se preguntaba dónde habrían llevado a Feodor, qué habrían hecho con él los enemigos. No tenía ni siquiera fuerzas para escribirle a Nadia en su diario. El sueño le vencía, pero tenía que mantenerse despierto para ver las señales que le iban a mandar desde el faro. Sacó el reloj de su abuelo una y otra vez. El tiempo caminaba muy despacio: las diez, las diez y cinco, las diez y seis, las diez y siete, las diez y ocho, las diez y nueve. Y por fin, las diez y diez. Giró la cabeza para poder ver a través de la ventana sin despertar sospechas. El faro lanzaba su rayo luminoso como todos los días. Su corazón palpitaba más deprisa que el reloj. Intentaba no parpadear para no perder la atención. De pronto, una luz diferente y mucho más corta empezó a destellar. Sí. No lo habían traicionado. Los hombres del faro estaban allí, a su lado a pesar de estar al otro lado del mar. Siempre había sido muy bueno leyendo las señales en morse. No obstante todo su agotamiento, se pudo concentrar e interpretar el mensaje:
Submarinorusocercaposiblerescate
muertosarrojadosmarislotesfaro
sustituirmuertospróximosislotesubmarino
rescateenislote
No hubo más señales. Cerró los ojos para ordenar lo que había leído: «submarino ruso cerca posible rescate muertos arrojados mar islotes faro sustituir muertos próximos islote submarino rescate en islote». Es decir, que había un submarino ruso cerca que podría rescatarlos. Que arrojaban a los muertos al mar desde los islotes próximos al faro. Que le proponían que él y otros hombres se hicieran pasar por los muertos para que el submarino los pudiera rescatar junto al islote.
Dubrowski se llevó las manos a la cara para mantenerse despierto un rato más. El cansancio lo vencía. Tendría que ingeniárselas de alguna manera para que él y algunos compañeros se cambiaran por los próximos muertos, que seguro que los habría en los días venideros. Tenía que pensar cómo. Antes de dormir, intentó recordar el rostro de Pawlov, pero lo único que veía en su mente era un cadáver arrojado a las heladas aguas del Atlántico Norte. Feodor quería vivir en el mar, por eso había abandonado su pueblo. Y lo único que había conseguido era que su cuerpo fuera engullido por el abismo oscuro y gélido.
A la mañana siguiente, el joven ayudante del fotógrafo, Erlend Nilsen, volvió al campo de trabajo de los prisioneros rusos. Su tío había revelado las fotografías pero, según él, no tenían la calidad que el comandante y su misión requerían. Así que pedía permiso para repetir el reportaje. Por supuesto, se lo concedieron y así Nilsen pudo volver a hablar con Dubrowski.
—¿Vio las señales? —le preguntó cuando estuvo a su lado con la cámara.
—Sí, dígales que de acuerdo. La próxima vez que lleven a los fallecidos al islote estaré entre ellos.
—¿Cómo elegirá a los demás?
—No me hagas esa pregunta, muchacho. Ponte en mi pellejo: tengo que esperar la muerte de alguno de mis compañeros para que yo pueda huir. Y por otra parte, dependiendo de cuántos hayan muerto, tantos otros se podrán salvar. Cuando acabe esto, si es que consigo escapar, no me quedará ni una gota de humanidad en el cuerpo. Se me está helando la sangre, muchacho. Mi alma está tan fría como el aire que se congela en cuanto sale de mi boca.
—¿Cómo sabremos que ha llegado el momento para poder emitir la señal al submarino ruso?
—Esto va a ser muy complicado, chico. Tenemos que cambiarnos por los muertos. Y además, prever su muerte con suficiente antelación como para que os dé tiempo de emitir desde ese otro lugar secreto donde tenéis la radio. Y además, yo me tengo que comunicar contigo. No sé cómo lo vamos a hacer.
—Pensaremos en ello y le diremos cómo hacerlo a través de las señales del faro. Siga mirando por la ventana cada noche. Y rece.
—¿Para qué? ¿Para que muera otro de mis compañeros? ¿Te acuerdas del chico que estaba a mi lado el otro día, el que tosía? —Erlend asintió; lo había reconocido—. Es uno de los muertos que tiraron ayer al mar. Era mi amigo y ahí delante está su sangre. Murió aquí mismo, de frío, de fiebre, de dolor. ¿Sabes? Siempre he sabido que «la gente» muere en las guerras. Pero cuando la palabra «gente» deja de ser abstracta, y tiene cara, y nombre, y apellidos, la muerte también deja de ser abstracta. La ves, la tocas, y la hueles —la voz de Dubrowski se entrecortaba—. Entonces todo se convierte en un enorme agujero vacío. Y en él ya no hay ni siquiera aire. Porque el aire es la vida, y cuando uno muere y deja de respirar, hasta el aire desaparece.
—Ahora he de dejarlo. Tengo que hacer las fotos, teniente. Y no se olvide de mirar por la ventana.
—Lo haré. Esta noche, y mañana. Y al día siguiente, y así hasta que muera alguien más y me pueda salvar. ¿Sabes? Se llamaba Feodor Pawlov. Era de algún lugar de Siberia. De un pueblo minero. Ingresó en el ejército para no morir de la enfermedad de las minas. No quería vivir bajo tierra. —Sonrió amargamente—. Al menos eso sí que lo ha conseguido. Ni siquiera muerto estará bajo tierra. Su tumba ha sido el mar. Y él amaba el mar.