La visita de Lars al faro
Mercedes estaba muy tranquila leyendo en la terraza, cuando vio acercarse una barca. Al principio pensó que se trataba de los chicos, que regresaban de vuelta de su excursión. Pero enseguida reconoció al timón la alta y fornida figura de Lars. Torció la boca. No la iban a dejar tranquila ni siquiera una mañana. Abandonó el libro sobre la mesa del salón. Se atusó un poco el pelo, se puso brillo en los labios y se dio unas gotas de colonia detrás de las orejas y en las muñecas, como hacía siempre. Se miró en el espejo y aprobó la imagen que veía reflejada. Esperó a que sonara el timbre y abrió.
—Buenos días, Lars. ¡Qué sorpresa!
—Buenos días, Mercedes. Voy de paso. No quiero ser inoportuno.
—¿De paso? —preguntó Mercedes extrañada.
—Sí. Voy a pescar un rato en los islotes de ahí enfrente.
—¿Ese de los frailecillos?
—Sí. Donde estuvieron los chicos el otro día. ¿Quieres acompañarme? Paso solo a preguntarte, por si te apetece —dijo un tanto cortado.
—Pues no, gracias. Como te he dicho antes, hoy no estoy para nadie.
—Tienes buen aspecto.
Efectivamente, estaba guapa y con un aspecto muy saludable. Mientras se arreglaba, no se acordó de la excusa que le había puesto por teléfono a Lars.
—Eres muy amable, gracias. Pero tengo un dolor de cabeza… enorme.
—De acuedo, no insisto. Otro día.
—Sí, otro día. Muchas gracias, Lars.
Lars le tendió la mano que ella estrechó con una sonrisa. Cerró la puerta y regresó al salón para coger el libro y continuar con la lectura.
El hombre puso en marcha el barco y se dirigió al islote de las gaviotas negras. Mercedes lo vio atracar el bote y caminar hacia el otro lado. Lo perdió de vista y se introdujo de nuevo en la novela que estaba leyendo. Una historia de la que no le gustaba nada que la sacaran.
Lars caminó hasta las piedras que colocaran su padre y su abuelo, y se sentó sobre la más grande. Armó la caña, le puso el cebo y la lanzó al agua. Pensaba en Mercedes y la veía como no había hecho con ninguna otra desde la muerte de su mujer. Aquello había supuesto un golpe tan duro que se había dedicado a su hijo, a su trabajo y al faro para estar entretenido y no pensar demasiado. Siempre había creído que el ocio era enemigo de la serenidad, y por eso intentaba no parar ni un minuto. Justo lo contrario que Mercedes, que necesitaba parar de vez en cuando para recuperarse y encontrarse consigo misma. O más bien, con lo que quedaba de ella, como decía cada mes de junio, antes de empezar sus vacaciones.
Enseguida picó un pez, y luego otro y varios más. Lars era un pescador hábil y aquel promontorio en el islote era un lugar de corrientes marinas que traían peces. Tendría entretenimiento para limpiarlos y filetearlos y preparar la conserva. Pensó que tal vez esa tarea le gustaría a la mujer del faro. Pero también pensó que no debía ser pesado y que tenía que dejarla tranquila. Al fin y al cabo, ella había viajado miles de kilómetros para estar lo más sola posible. Metió el botín en la cesta que había llevado y se dispuso a regresar al bote. Vio que Mercedes seguía en la terraza pero siguió andando. De pronto sonó su teléfono. Lo llevaba en el bolsillo del pantalón. Lo cogió y miró la pantalla. Era ella. La saludó con el brazo y contestó.
—¿Cómo ha ido la pesca? —preguntó Mercedes desde la terraza del faro.
—Bien, he conseguido siete piezas. Y bastante grandes todas.
—Estupendo —ella no sabía qué decir. Se sentía un poco mal por no haberlo acompañado. Y por otra parte…—. Me gustaría aprender a preparar esa conserva que hacéis por aquí.
—Cuando quieras, te puedo enseñar.
—Tal vez mañana —sugirió ella.
—Sí, muy bien. Mañana por la mañana. Os vengo a recoger y comemos en casa los cuatro. Y por la tarde, hacemos la conserva.
—De acuerdo. Gracias, Lars…, por todo… Adiós.
—Adiós.
Lars se fue al puerto más contento que unas pascuas. Y Mercedes se encogió de hombros, bajó a la cocina, cogió la taza de porcelana y se hizo un té de frutas. La miró y vio un pequeño resto de pegamento en el asa. Lo raspó con la uña y volvió a pensar que cómo era posible que no lo hubiera visto antes. Arqueó las cejas y movió la cabeza de un lado a otro.
Por la ventana vio la embarcación de William que regresaba con Valeria. Respiró profundamente. Se acabó el ratito de soledad. Sacó un par de frascos de arenques de la nevera y cortó pan. Enseguida entró Valeria con la cara muy pálida.
—¿Qué te pasa? Estás blanca. Quiero decir, que estás más blanca de lo normal.
—No pasa nada, mamá. Había mucho oleaje y me he mareado un poco. Creo que me iré a la cama enseguida.
—¿No quieres cenar? He preparado algo.
—¿Cenar? No, mamá. Imposible. —Se sentó ante la mesa, donde ya estaban los platos colocados.
—¿Qué tal la visita al museo?
—Interesante —acertó a decir la chica—. Fotos viejas, diarios de los soldados, algunos objetos. Un lugar muy tétrico, mamá. Muy triste. Se podía oler y respirar el dolor de aquellos prisioneros. Es terrible. Un lugar tan hermoso como esta costa, este mar…, todo ello convertido en una prisión para unos jóvenes muchachos. Es horrible solo pensarlo. No quiero imaginar cómo fue vivirlo. Y para colmo…
—Para colmo… ¿qué?
—Nada, mamá, cosas mías.
—¿Ha pasado algo con William? —preguntó Mercedes.
—No, mamá, ¿qué iba a pasar con William? —inquirió ella extrañada.
—Ah, no sé, pueden pasar muchas cosas. Os podéis haber enfadado por alguna razón. No sé.
—No nos hemos enfadado. Es un chico bastante majo, mamá. Se preocupa más de su barco que de mis tripas, pero, por lo demás, es bastante majo —le contó Valeria a su madre.
—A lo mejor resulta que es demasiado majo.
Valeria frunció el ceño. ¿Por qué alguien podía ser «demasiado majo»?
—No, mamá, tranquila. Todo está bien, de verdad. Es solo que estoy un poco mareada. Me voy a dormir.
—Muy bien, hija. Yo subiré a leer un rato. Espero no despertarte cuando pase por tu habitación.
—No te preocupes.
—Que tengas dulces sueños —le dijo al tiempo que le daba un beso en la mejilla.
—Sí…, dulces sueños —balbució la chica—. Igualmente.
Valeria no temía quedarse dormida, a pesar de que sus sueños eran extraños. No le daba miedo la presencia en ellos del viejo farero. Sus incursiones eran agradables. Además, no podía, ni quería, admitir que soñaba con un fantasma. Mejor dicho, que no soñaba con un fantasma, sino que hablaba con él. La frontera entre la realidad y la ficción le parecía más estrecha que nunca y no sabía qué pensar. Además, probablemente William tenía razón y todo tenía una explicación lógica. ¿No era lo que le había dicho también su madre?