Por la tarde, con William

—No mamá, los fantasmas no existen —le respondió Valeria a su madre, aunque ella estaba convencida de todo lo contrario.

Mercedes se tomó un té muy caliente y se sentó en la terraza a descansar. La lluvia había cesado y una brisa muy ligera le acariciaba la piel. Intentó ordenar sus pensamientos y consiguió encontrar explicaciones lógicas a casi todo lo que estaba pasando. Decidió aparcar fuera de su mente aquellas cosas para las que no tenía respuesta. Tal vez no todo tuviera un porqué en la vida. Abrió su libro y siguió leyendo. Las palabras la devolvían a los años de la Segunda Guerra Mundial, a barcos, a submarinos y a hombres que perdían sus vidas sin saber por qué.

Valeria llamó a William para quedar con él. Quería volver a hablarle sobre lo que estaba sucediendo: la presencia de su abuelo en los sueños, las informaciones que estaba recibiendo de él y que luego resultaban ser realidad.

—William, hola —dijo en cuanto escuchó su voz al otro lado del teléfono y del mar.

—Hola Valeria, ¿qué tal?

—Bien, todo bien. Bueno, no todo bien —titubeó—. Verás, quiero contarte algo.

William pensó que Valeria iba a confesarle que tenía algún novio. Era lo que siempre decían todas las chicas cuando empezaban una conversación con la terrible frasecita de «verás, quiero contarte algo».

—Tú dirás.

—Mejor quedamos y te lo cuento cuando nos veamos. No es para explicarlo por teléfono —dijo y William aún se quedó más convencido acerca del mensaje de su amiga.

—Bien, como quieras. ¿Te parece bien que vaya a eso de las cuatro, después de comer?

—Estupendo. Hasta luego.

Valeria cogió las acuarelas y salió a la terraza con su madre.

—¿Vas a pintar?

—Sí, un rato. William vendrá a las cuatro.

—Muy bien. ¿Qué vas a pintar?

—Pues creo que un sueño que tuve la otra noche.

Mercedes levantó los ojos del libro y arqueó las cejas mientras la miraba sin decir nada.

—No, mamá. No voy a pintar al farero. También tuve otro sueño que no te conté. Era un lugar muy hermoso, con palmeras, con una cascada que caía a una especie de lago. Una casita pequeña, sin paredes, abierta. En ella había una mujer que no tenía rostro. También estábamos William y yo, pero no nos voy a pintar. Solo el paisaje. A ver si me sale.

—Muy bien —dijo su madre volviendo a la lectura.

Mientras pintaba, Valeria pensaba en lo que ya le había mencionado antes a William, cuando todavía le parecía que todo podía ser una casualidad. Recapituló todo lo que ya había mencionado y lo que le iba a contar: que en su segunda noche en el faro, había soñado con su abuelo, que le había dicho su nombre, Erlend Nilsen, antes de que William lo mencionara al día siguiente. Que después, casi cada noche, había seguido viéndolo en un estado extraño, que no podía distinguir, a medio camino entre la vigilia y el sueño. Que se le había caído una taza que él mismo había arreglado, y que tanto su madre como ella habían visto intacta unas horas antes. Que le había contado que el agua venía de la lluvia, y que la entrada al pozo estaba en la despensa, justo debajo de la lámpara. Que le había dicho el nombre del ayudante de su padre, Tor Jakobsen, que resultaba ser el mismo que constaba en el libro de bitácora del faro. Que había llevado a cabo una misión para ayudar a los soldados rusos prisioneros. Que el médico, el doctor Carlsen, había muerto de alguna manera trágica. Que…

—¿Qué tal te está saliendo la acuarela? —le preguntó su madre, sacándola de su ensimismamiento.

—Voy muy lenta. Mira. —Le mostró el cuaderno. Solo había conseguido trazar una palmera—. ¿Te gusta?

—Está muy bien. Pero ¿qué es eso?

—Mamá, está bien claro, es una palmera.

—Pues a mí me parece una planta de bambú, mira por donde. —Y continuó leyendo sin decir nada más.

Valeria contempló callada su dibujo una y otra vez. Sí, tal vez su madre tenía razón. Aquello más bien parecía bambú, del que comen los osos panda, pensó. Pero no estaba mal y no intentó rectificar. Estaba trazando el tejado de la cabaña cuando sonó su teléfono.

—Ah, hola William… Espera que se lo pregunto. Es William, dice su padre que si quieres ver el museo de la guerra.

Mercedes torció la boca de un lado a otro, miró a su hija con expresión interrogativa. La chica asintió con la cabeza, y entonces ella hizo lo mismo, parpadeando varias veces rápidamente.

—Mi madre dice que sí, que le apetece muchísimo.

Mercedes hizo un gesto con la mano. Tampoco había que exagerar. Ni le apetecía muchísimo, ni había que decirlo aunque fuera verdad…

—Muy bien, William, estupendo. Hasta luego. —Cerró la comunicación—. Mamá, dice que vendrán juntos. Tú y su padre os iréis al puerto, y William se quedará aquí conmigo.

—¿Tú y él, los dos solos? —preguntó.

—Sí, mamá. No se nos llevará ninguna corriente marina, no te preocupes.

—No estaba yo pensando en las corrientes marinas, precisamente Valeria. A ver lo que hacéis —le advirtió.

—Mamá —protestó la chica—. Que ya soy mayor.

—¿Ah, sí? —Mercedes se rascó la nariz mientras le preguntaba—. Bueno, de momento vamos a hacer la comida y a ponernos estupendas. Las dos tenemos una cita.

Los dos hombres llegaron a la hora establecida. Mercedes se había puesto una falda roja larga de volantes, y una camiseta del mismo color. Su hija le había dicho que estaba muy guapa. Valeria se había puesto los pantalones que se había cortado el día de la caída. Ya se había quitado la venda, y la cicatriz se secaba al aire. Una blusa blanca completaba su atavío y destacaba el color de su piel, que había adquirido un ligero tono bronceado. Cuando William y ella se quedaron solos en el faro, la chica le pidió que la acompañara hasta el tercer piso, donde estaba el salón. Se sentaron en el sofá, uno en cada esquina. Valeria había dejado el libro de bitácora sobre la mesa.

—¿Qué es eso que me quieres decir? —le preguntó. William había estado pensando durante horas, y estaba preparado para que ella le hablara del novio español que se había imaginado. Pero para lo que no estaba preparado era para lo que le contó.

—Como te dije, he estado soñando con tu abuelo prácticamente desde que llegué —le espetó.

—¿Con mi abuelo? Sí, ya me lo contaste. Esas cosas pasan, a veces soñamos con gente que no conocemos —repitió él.

—Tu abuelo —continuó Valeria muy seria— me ha estado contanto cosas que luego se han cumplido. Me habla de lo que pasó aquí durante la guerra, del pozo del que viene el agua del faro. Del doctor Carlsen, de los nazis, de los prisioneros rusos, especialmente de un tal Dubrowski. Y de Tor Jakobsen.

—¿Quién es Tor Jakobsen?

—El ayudante de tu bisabuelo. Mira. —Valeria cogió el libro y buscó la página—. Trabajó como ayudante en 1941. Vivió aquí con su mujer Elen.

—¿Y?

—¿Y? Tu abuelo me habló de él antes de descubrir este libro. Era un traidor.

—¿Quién, mi abuelo?

—No, no tu abuelo no. Él. Tor Jakobsen. Colaboraba con los nazis. Me lo ha dicho él.

—¿Quién? —William ya no sabía qué pensar.

—Tu abuelo. Me lo ha dicho tu abuelo.

—Mi abuelo está muerto. No anda por ahí apareciéndose a las visitas, ya te lo dije.

—Ya, tú tampoco me crees —dijo decepcionada Valeria—. Pues no estoy loca.

—No he dicho que estés loca. —William le cogió de la mano mientras lo decía. Ella la apartó.

—Te aseguro que él me ha contado un montón de cosas.

—Eso ocurre en los sueños. Pero no quiere decir que sean verdad.

—¿Ah no? ¿Y Tor Jakobsen? Su nombre está ahí escrito. Tú lo has visto. Y las fechas coinciden y yo no sabía nada del libro. Y el doctor Carlsen y Dubrowski.

—Oye, yo no sé nada de ningún doctor Carlsen. Y tampoco de ese ruso.

—Pues pregúntale a tu padre —ordenó Valeria, mientras se levantaba. Se encaminó hacia la terraza—. Seguro que él sabe quién era el doctor Carlsen y qué le pasó. Y si no, esperaremos a esta noche. Él, tu abuelo, me lo contará.

—¿Cómo estás tan segura de que va a venir? —preguntó curioso William, que también se levantó.

—No ha dejado de hacerlo desde la primera vez. Bueno, no —rectificó—. Una noche no soñé con él. Tuve otro sueño. —Y se ruborizó al mencionarlo.

Salieron a la terraza. El sol había bajado ya de su cénit hacía rato, y bajaba acercándose cada vez más y más a la línea del horizonte. Las olas se habían teñido de un color anaranjado.

—Ese es un color que nunca consigo con mis acuarelas —dijo.

—¿Te gusta pintar?

—Sí. Te enseñaré lo que estoy haciendo. Tiene que ver con el sueño en el que no estaba tu abuelo. —Volvió a entrar y enseguida regresó con su cuaderno de dibujo—. Mira. Yo quería dibujar una palmera, pero me ha salido algo parecido a un bambú. Resulta que en mi sueño también había bambúes. Y es raro porque nunca los he visto en la realidad.

—A veces soñamos con cosas que nunca han ocurrido. Y que no hemos vivido. Y que no hemos visto. —William estaba recordando su sueño de la noche anterior, lo que hizo que su corazón le palpitara un poco más deprisa que antes.

—Ya. También había esta casa sin paredes.

—Esta sí que te ha salido.

—Sí. Era más fácil.

—¿Y esta silueta? —preguntó él, mientras señalaba unas líneas que recordaban vagamente a un cuerpo humano.

—Había una mujer en mi sueño. Una mujer que no tenía rostro. Su cara estaba como difuminada. Era algo muy extraño. —Valeria cerró su cuaderno y lo dejó sobre una de las sillas. Se apoyó en la barandilla.

—En los sueños pueden ocurrir episodios muy extraños —volvió a afirmar William, sin decir que él también reconocía los escenarios con los que había soñado—. ¿Y no había nadie más en tu sueño?

—No, creo que no, al menos no lo recuerdo —pero Valeria mentía muy mal, y sus titubeos, junto al color rosado que habían adquirido sus mejillas, hicieron sospechar a William—. ¿Tú nunca has soñado con tu abuelo?

—No. No sé por qué, pero él nunca viene a mis sueños, ya te lo dije. Pero alguna de estas noches he soñado contigo.

William se acodó en la barandilla junto a ella. Sus antebrazos se tocaban y ambos sintieron un escalofrío al mismo tiempo. Valeria lo miró y apenas pudo esbozar una sonrisa.

—Espero que hayan sido sueños agradables —acertó a decir.

—Sí, muy agradables. —Y William se acercó más a ella.

El corazón de Valeria andaba muy deprisa y si no hubiera sido por el rumor de las olas, William habría escuchado sus latidos. Ambos sonrieron y el chico acercó su cara a la de Valeria. La besó muy levemente. Se miraron a los ojos sin dejar de besarse durante un rato. Era la primera vez que Valeria besaba a un chico, y no podía apartar la mirada de William. Sintió que le faltaba el aire y dio un paso atrás para sentarse. Tropezó con la silla, y el cuaderno de pintura que descansaba en ella salió por los aires y voló al otro lado de la barandilla. Lo vieron caer a los pies del faro, sobre las rocas que sufrían el envite de las olas una y otra vez.

William bajó las escaleras corriendo y se puso el chaleco que estaba en la entrada. Valeria lo siguió e hizo lo mismo. Salieron del faro. Las rocas le servían de marco estrecho.

El agua batía con fuerza. Los bambúes, la cabaña y la mujer sin rostro del cuaderno estaban a punto de ser engullidos por el océano. William dio unos pasos. Una ola mojó por completo sus zapatillas y el bajo de sus pantalones. El viento azotaba el faro y el rostro del muchacho.

—Déjalo, William, no merece la pena. Es peligroso —le dijo Valeria, que apenas podía hablar porque el aire le golpeaba la cara.

El chico se agachó, alargó la mano hacia el cuaderno y lo rescató. Estaba mojado y la acuarela con el paisaje del sueño de Valeria se había diluido en el agua salada. Apenas quedaba rastro del cuerpo de la mujer y de las hojas del bambú.

—Toma. Lo he conseguido.

—Gracias —balbució Valeria, avergonzada y con el pelo revuelto por el viento.

—Ven, voy a enseñarte algo muy especial.

A Valeria le extrañó la sugerencia. Allí no había nada. William la llevó hasta la cara norte del faro.

—¿Qué notas de especial en esta pared?

—¿Especial? No sé.

—¿Te has fijado en que el faro tiene una forma octogonal?

—Sí, claro. De eso nos dimos cuenta el primer día —respondió Valeria.

—¿Qué pasaba en la cara oeste, donde ha caído el cuaderno?

—No sé, nada especial.

De pronto, Valeria se quedó quieta y comprendió. En el lugar donde estaban no había viento. Podía hablar sin problemas, y su pelo estaba quieto. Era como si aquella pared estuviera resguardada de los avatares de Eolo.

—No hay viento —dijo al fin.

—Efectivamente, no hay viento. Ven conmigo.

William la tomó de la mano y dieron la vuelta al faro. En las siete caras restantes soplaba el viento de manera brutal. Pero en la octava, la que daba al norte, todo estaba en calma.

—¿Te has dado cuenta? Aquí no viene el aire.

—Pero no entiendo por qué —reclamó la chica—. El viento viene del norte. Y es justo en la cara norte donde no se siente. Debería ser al revés.

—Pues ya ves.

—¿Y por qué ocurre eso?

—No lo sé, pero es algo que tiene que ver con la forma del faro —dijo William—. Yo no lo sé todo. Pero hay una cosa que sí sé.

—¿Cuál? —preguntó Valeria.

—Que me gustas mucho. —El muchacho se acercó de nuevo a Valeria e intentó besarla.

Pero su chaleco salvavidas se encontró con el de su amiga y sus labios no llegaron hasta los de Valeria. Se echaron a reír mirando al suelo. Pero William no se resignó. Se quitó el salvavidas y lo dejó en el suelo. Tomó el cuello de Valeria entre sus manos y la acercó hacia él. La besó, y esta vez su beso fue largo, muy largo. Los dos cerraron los ojos y se dejaron mecer por el rumor del mar.

—¿Sabes? —dijo ella al fin—. Tu boca está salada.

—Y la tuya también. Es el aire marino. Siempre está salado.

—Me gusta —replicó Valeria.

Y se volvieron a besar y a abrazar tanto y tan intensamente como los dejó el chaleco del que la joven no se había despojado. Los besos salados de William eran maravillosos, pero el agua era el agua, y Valeria seguía sufriendo hidrofobia. Después de miles de besos, oyeron el motor del barco de Lars.

—¡Es mi madre! —dijo ella—. Será mejor que regresemos dentro.

—Sí, o mi padre me dirá que no te he cuidado bien. —William besó los párpados de Valeria—. Casi no tienes párpados —le dijo.

—No, los chinos no tenemos de eso.

—Eres preciosa. Como la estatuilla de la vitrina. Siempre me fascinó. Desde pequeño. Recuerdo la primera vez que la vi. Me la quedé mirando durante un montón de minutos. Y ahora te he besado a ti, que te pareces tanto a ella.

—Pero yo soy de carne y hueso —replicó Valeria— y ella no.

—Sí, eres de carne y hueso. Sobre todo de carne —dijo sonriendo.

Y volvió a besarla.

—¡Hola, hola! —gritó Lars todavía desde el mar.

—¡Mi padre! Vamos al muelle.

—Sí —asintió ella—. William…

—¿Qué?

—¿Quieres que le diga algo a tu abuelo si lo veo esta noche?

La pregunta de Valeria lo sorprendió.

—Dile que he conocido a una chica estupenda que me gusta mucho —le dijo apretándole la mano y mirándola intensamente a los ojos.