El lugar secreto

William había metido dos bicicletas en el barco. Cuando Valeria las vio, lo interrogó con la mirada.

—Nos vamos de excursión. Voy a enseñarte un lugar muy especial.

—¿De qué se trata?

—Es una sorpresa. Pero estoy seguro de que te va a gustar.

Al llegar a tierra, montaron en las bicis. Valeria miró el viejo almacén con una mezcla de curiosidad, dolor y angustia. Recordó a Erlend, que también iba en bicicleta en tiempos de los nazis y de los rusos. Pasaron junto a la casa blanca. Iban hacia las montañas. Atravesaron un bosque de pinos y abedules. De pronto, William se paró, y le hizo una señal a Valeria para que lo imitara y no hiciera ningún ruido. Un animal enorme pasó delante de ellos y cruzó la carretera. Un animal que Valeria solo había visto en las señales de tráfico el día en que llegaron, pero cuyo sabor había degustado.

—Mira un alce. ¿Has visto qué cornamenta tan magnífica?

—¿Eso quiere decir que ya es viejo?

—Tiene unos cuantos años, sí. No es un jovencito.

—Es precioso. Ahora me da pena haber comido alce el otro día.

—Tonterías —dijo William y siguió pedaleando.

Dejaron la carretera, y entraron en un camino bastante pedregoso. Valeria iba con mucho cuidado porque le daba miedo caerse y golpearse con alguna piedra. Al cabo de cinco minutos, William se paró.

—Aquí es, ya hemos llegado.

Valeria miró a su alrededor. No se veía nada más que bosque por todos los lados. Dejaron las bicis apoyadas en uno de los pinos que flanqueaban el camino.

William cogió de la mano a su amiga y se adentraron en un estrecho sendero que se abría en el bosque.

—¿Dónde me llevas? —preguntó ella un poco asustada.

—Es una sorpresa. Espera un momento. Enseguida llegamos.

Un par de minutos después el bosque se abrió y llegaron a la orilla de un lago. Sus aguas quietas y silenciosas recordaban a un espejo. Enfrente, suaves colinas con abedules y abetos. Y a su derecha, una cabaña de madera, con el tejado lleno de hierba. Valeria se acordó de sus dos semanas en Finlandia y de todos los mosquitos que la habían picado.

—Ya estamos. Esta es nuestra cabaña. Quería enseñártela. Es un lugar muy especial. Aquí hemos pasado muchas vacaciones cuando yo era pequeño. Especialmente en verano. Veníamos con mis primos a pescar, a nadar, a jugar. Me gustaba mucho venir. Ahora la tenemos un poco abandonada. De hecho no habíamos vuelto desde lo de mamá. A ella le encantaba. Desde el primer día que mi padre la trajo, se convirtió en un lugar muy especial.

—¿Pertenecía a la familia de tu padre? —preguntó Valeria.

—Sí, era de mi abuelo. La heredó de un tío suyo, me parece. No estoy seguro.

—¿No sería esta la cabaña del doctor Carlsen?

—¿Del doctor Carlsen? No lo sé. Ya te dije que no sabía quién era el doctor Carlsen.

Valeria no sabía si contarle a William lo que su abuelo le había contado la noche anterior. Probablemente, tampoco la creería, y acabaría tomándola por loca. Tal vez le preguntaría a Lars por el doctor, sin mencionar la razón.

—¿Quieres verla por dentro? Era muy bonita, pero debe de estar hecha una pena.

Valeria asintió y William sacó una enorme llave de su mochila y abrió la puerta. Todo estaba oscuro. El chico fue descorriendo todas las cortinas, y la luz empezó a penetrar en el interior y a mostrar aquello que llevaba mucho tiempo cubierto de polvo y de oscuridad. Una chimenea, un sofá de color rojo, una cocina, dos dormitorios con pequeños camastros y un retrete. La muchacha miraba cada detalle, y se imaginaba al doctor Carlsen emitiendo los mensajes de Dubrowski desde allí. Nilsen le había contado que la radio estaría en un lugar seguro y secreto, dentro de una cabaña perdida junto a un lago, una cabaña que pertenecía al médico. Estaba segura de que era aquella. No podía ser de otra manera. Probablemente, a su muerte, se la había quedado Gunnar y de él había pasado a Erlend. Pero Carlsen había muerto de una manera trágica, estaba segura. Recordaba con precisión el rostro del farero cuando hablo de él la primera vez, y cómo no había querido contarle lo que había ocurrido. Le recorrió un escalofrío. Estaba en un lugar en el que probablemente se habían vivido momentos importantes para la historia del mundo y no lo podía contar. Se limitó a mirar y a sonreír con un tinte de melancolía. William se acercó a ella.

—¿Qué te pasa? Te noto triste. Es como si este lugar te trajera recuerdos.

—No, no es nada —mintió—. En realidad, es a ti a quien le trae recuerdos, ¿no?

—Sí, ya te lo he dicho. Pero tú…, tú miras cada rincón como si también fuera un lugar especial para ti.

—La otra noche soñé también con una cabaña junto a un lago, ya te lo dije —desvió Valeria la conversación—. Solo que allí había una cascada. La casita era diferente. No había paredes. Está claro que no era un lugar donde hacía frío. Y estaba esa mujer que intento pintar y no puedo.

—La mujer sin rostro.

William tomó la cara de Valeria entre sus manos y comenzó a besarla: primero los ojos, luego la frente, la naricilla, las mejillas, la barbilla y por fin la boca. Fue un beso largo, dulce y salado al mismo tiempo. Se abrazaron muy fuerte y ambos sentían la respiración del otro. Y el corazón, que les iba cada vez más deprisa. El chico acariciaba el cuello de Valeria con sus besos, y ella notaba un tintineo en su vientre que nunca antes había sentido. De pronto, sonó el teléfono de William. No lo cogió, pero volvió a sonar una y otra, y otra, y otra vez.

—Voy a ver quién es. Tanta insistencia me asusta —dijo al fin. Se metió la mano en el bolsillo y vio el nombre de su padre en la pantalla—. Papá, ¿qué pasa?… No lo he oído hasta ahora. Aquí no hay mucha cobertura —mintió, encogiéndose de hombros ante Valeria—. Sí papá. Ahora mismo voy para allá. No tardo nada. ¿Has llamado al médico? Quédate quieto, no te muevas. Voy enseguida.

William miró a Valeria con cara de preocupación.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Mi padre se ha subido a la escalera para terminar de pintar una franja en el alero de casa, y se ha caído. Tenemos que ir rápidamente. No puede levantarse. Puede que tenga algo roto.

Salieron después de correr las cortinas. William cerró la puerta y se encaminaron lo más deprisa que pudieron a las bicicletas. Cuando llegaron a la perla blanca, Lars continuaba en el suelo y se retorcía de dolor.

—¡Papá, papá! —gritó William.

—No pasa nada, William, no te preocupes. Me he debido de romper un hueso de la pierna. No me puedo poner de pie, eso es todo.

—¿No has llamado al médico?

—Se acabó la batería del teléfono justo después de hablar contigo —dijo.

—Le pondré un SMS a mi madre —dijo Valeria—. Le diré que tardaré en regresar al faro. No quiero que se preocupe.

Mercedes estaba tranquilamente tumbada en el sofá cuando sonó la melodía que anunciaba un mensaje de su hija. Lo leyó: «Lars se ha caido y no puede moverse. Debe de haberse roto una pierna».

Mercedes dio un respingo y se incorporó de un salto. Pobre Lars. Y ella allí dentro, no podía hacer nada. Ni siquiera podía acercarse a su casa. No se atrevía a coger el bote y remar hasta el puerto. No sería capaz de llegar. Tendría que esperar. Empezó a escribir un mensaje de respuesta. Pero enseguida desistió. Sería mejor llamar y hablar con Valeria. Así se enteraría mejor de lo que había ocurrido. Cuando su hija respondió, le contó lo que había pasado y que estaban esperando una ambulancia que lo llevara al hospital más próximo.

—Y tú ¿qué vas a hacer? —le preguntó su madre.

—Pues no sé. O esperar aquí o acompañarlos. Creo que es mejor que vaya con ellos. No me apetece quedarme sola en la casa.

—Sí, será mejor que vayas con ellos. Y luego te quedas a dormir ahí si se hace muy tarde. Ah, y dale un beso a Lars de mi parte.

La ambulancia llegó enseguida y en el hospital le hicieron una radiografía que mostró que el peroné estaba roto por dos sitios. Le escayolaron la pierna y la misma ambulancia lo devolvió a casa. Como no era demasiado tarde, William llevó a Valeria hasta el faro. Se despidieron rápidamente, no quería dejar mucho tiempo solo a su padre. Lars sufría unos dolores muy fuertes que no habían desaparecido con el analgésico que le había inyectado una enfermera.