Una mañana muy particular

Mercedes había pasado una noche bastante revuelta. No había conseguido dormir bien. La imagen de Lars la asaltaba constantemente, y su mirada triste al recordar a su mujer muerta le sobrevenía una y otra vez. Durante la tarde, habían hablado de muchas cosas. También de algunos de los secretos del faro.

—Lars me contó ayer que en uno de los cajones de la vitrina hay un libro sobre la historia de este faro. Una especie de cuaderno de bitácora en el que se apuntaban los nombres de los fareros, de los ayudantes, los eventos importantes que ocurrían… Podemos buscarlo. Puede ser interesante echarle un vistazo.

Valeria recordó las palabras de Erlend durante el sueño. El hombre había mencionado varias veces el faro con respecto a la historia de los prisioneros rusos: el ayudante era un traidor confidente de los nazis y, además, algo le había contado acerca de señales en código morse. No recordaba todos los detalles, pero estaba segura de que el viejo farero había hablado de ambas cosas en algún momento.

—Sí, puede ser interesante —concedió Valeria.

—También me ha contado otra cosa —continuó su madre.

—¿El qué?

—Desde que llegamos nos preguntábamos de dónde sale el agua que bebemos. Pues bien, ya lo sé —dijo satisfecha, mientras a su hija le daba un vuelco el corazón.

—¿Y?

—Ven conmigo.

Se dirigieron a la despensa y Mercedes se agachó para examinar el suelo.

—Debe de estar por aquí la trampilla que da al pozo —comentó.

—¿Un pozo? —preguntó Valeria para disimular.

—En realidad es un aljibe que guarda el agua de la lluvia. La almacena y sube a los grifos mediante un sistema de bombas que no fui capaz de entender. No la encuentro.

Valeria miró la lámpara y luego bajó la mirada justo debajo. Allí es donde Erlend Nilsen le había dicho a ella que estaba la puerta de acceso al pozo. Se agachó y empezó a tocar las maderas hasta que encontró un saliente.

—Aquí está. Justo donde él había dicho —exclamó excitada. Había olvidado que le había prometido al farero que aquello sería un secreto entre los dos.

—¿Él? —preguntó su madre—. ¿Te lo ha contado William? ¡Y yo que quería darte una sorpresa!

—No, no ha sido William, mamá. Ha sido él. El otro.

—¿Lars?

—No, mamá. El otro Nilsen. El abuelo.

—¡Ya estás otra vez con esas tonterías! El abuelo está muerto y los muertos no tienen la costumbre de hablar. Te lo estás inventando.

—No me lo estoy inventando, mamá. Lo he vuelto a ver otras noches. Y hace un rato precisamente, me ha preguntado por el pozo y me ha confesado dónde estaba la entrada, justo debajo de la lámpara. Y ya ves, ahí está.

Mercedes se levantó y obligó a su hija a hacer lo mismo. La miró muy seria, más de lo que había hecho nunca antes.

—No existen los fantasmas, Valeria.

—No sé si existen los fantasmas, mamá. Pero el abuelo de William aparece en mis sueños y me cuenta cosas.

—¿Y qué más te cuenta, si se puede saber? —preguntó mientras cruzaba los brazos a la altura de la cintura.

—Has dicho que hay un libro con los nombres de los fareros y de los ayudantes, ¿no es cierto?

—Sí, eso parece.

—En ningún momento Lars ha mencionado el nombre del ayudante de su abuelo ¿verdad?, el que era el farero durante la Segunda Guerra Mundial —interrogó Valeria a su madre, que negó con la cabeza—. Es decir, el ayudante del padre de Erlend Nilsen.

—No, no lo ha mencionado. Pero a lo mejor William sí te lo ha nombrado, y tú lo has recordado en tu sueño, si es ahí a donde quieres ir a parar —replicó Mercedes.

—Llámalo y pregúntale. Toma el teléfono. —Le extendió el aparato que guardaba en su bolsillo. Buscó el nombre del muchacho y marcó. Su madre cogió el móvil y se lo acercó al oído.

—¿Valeria? —contestó el muchacho al otro lado.

—No soy Valeria. Soy su madre.

—¿Pasa algo? ¿La herida está peor? —preguntó asustado.

—No es nada. Todo está bien. Quería preguntarte algo. ¿Tú sabes cómo se llamaba el ayudante de tu bisabuelo en el faro?

—¿Cómo dice? —William se podía esperar cualquier cosa, incluso que Mercedes lo riñera por haber abrazado a su hija, pero desde luego no que le preguntara por un hombre que vivió hacía tanto tiempo.

—Digo que si conoces el nombre del que fue ayudante en el faro durante la Segunda Guerra Mundial.

—Pues no, la verdad es que no. Espere un momento. —El chico le repitió la pregunta a su padre, que entraba en ese momento en la casa. Lars le pidió que le dejara el teléfono.

—¿Mercedes? Buenos días. No, no sé cómo se llamaba aquel hombre. Si no recuerdo mal, contaban que había algo oscuro en ese tipo. Algo relacionado con los nazis. Pero su nombre lo desconozco. Pero, ah, espera, estará en el libro de bitácora del que te hablé ayer. El que está en el cajón de la vitrina. Ahí estará. Pero ¿por qué queréis saberlo? ¿Qué interés puede tener ese nombre?

—Esa es otra historia que te contaré en otro momento. Gracias por la información —contestó Mercedes, que colgó el teléfono, se lo dio a su hija, y volvió a cruzar los brazos con una mirada muy inquisitorial.

—¿Qué te han dicho? —preguntó Valeria.

—No lo saben. Pero dice Lars que el nombre estará escrito en el libro.

—Se llamaba Tor Jakobsen y era un traidor. Colaboraba con los alemanes en contra de sus compatriotas —afirmó contundente Valeria.

—Tor Jakobsen —repitió su madre—. Supongo que has descubierto el libro durante estos días, has leído los nombres, y me estás tomando el pelo. O simplemente te estás inventando el nombre, como todo lo demás. ¿Por qué haces esto? —Mercedes parecía enfadada.

—Mamá, no te estoy tomando el pelo. Te aseguro que me lo ha dicho él. No sabía nada de ese libro hasta que lo has nombrado tú. No lo he visto. —Las lágrimas de Valeria estaban a punto de salir de rabia—. Te lo juro. —Y cruzó sus dedos índices en un gesto que solía hacer de niña en el colegio.

—Vamos a buscar ese maldito libro.

La tomó de la mano y juntas subieron al piso de arriba donde debían encontrarlo. Abrió Mercedes el primer cajón pero en su interior no había más que manteles de diferentes colores: rojos para Navidad, amarillos para Pascua. El segundo cajón guardaba varios libros con las tapas de piel desgastadas por el paso del tiempo, y por las manos sucias que los habían ido utilizando. Los sacaron todos: había un total de siete. Mercedes abrió el más antiguo, que mostraba en su cubierta la fecha de 1880. La misma del recorte de periódico que estaba enmarcado en un pasillo. Llegaba hasta el 22 de enero de 1899. Siguió mirando hasta que llegó al que correspondía a los años de la contienda.

—Busca el año 1941. Fue entonces cuando los prisioneros rusos vivieron en el puerto.

Mercedes buscó la fecha, y enseguida la encontró. Allí estaba escrito el nombre del farero, Mathias Nilsen, que vivía con su mujer Sigrid y con sus hijos Erlend y María. El señor Nilsen tenía un ayudante llamado Tor Jakobsen, que se alojaba en el piso de arriba con su mujer, de nombre Elen. Los Jakobsen estuvieron allí desde marzo de 1940 hasta febrero de 1942. A Mercedes le dio un escalofrío cuando leyó el nombre. Pero no lo reconoció ante su hija.

—Parece que no aguantaron mucho tiempo viviendo aquí —fue todo lo que dijo Mercedes al ver las fechas.

—Todavía había guerra cuando se marcharon —comentó su hija—. La guerra no acabó hasta 1945. ¿Por qué se irían?

—A lo mejor no se fueron. A lo mejor los mataron los alemanes.

—No creo, mamá. Era un colaboracionista. Al que mataron los alemanes fue al doctor Carlsen. Debía de ser un buen hombre. Como Dubrowski, el de la foto —empezó a contar Valeria ante la mirada extrañada de su madre.

—Para, para, para un momento. ¿De qué estás hablando? ¿Quiénes son todos esos, Carlsen, Dubrowski…?

—Carlsen era el médico del pueblo en aquellos años. Pero creo que lo mataron. El farero no me quiso contar lo que le ocurrió. Se puso muy triste al hablar de él. Y todavía no sé qué le pasó al teniente Dubrowski, su foto está en el almacén. Era muy guapo y Erlend, el abuelo de William, lo conoció. Le entregó un mensaje y tenían que hacer señales desde el faro, y…

—Vale, Valeria. No puedo más con estas historias. Es muy novelesco todo esto que cuentas. Si quieres escribir un cuento sobre estas invenciones tuyas, me parece muy bien, pero no intentes que me lo trague como parte de la revelación de un fantasma. No.

Y salió de la sala. Subió todos los pisos hasta salir a la cúspide. Necesitaba aire. La bandera se movía y emitía un sonido electrizante. Se apoyó en la barandilla e intentó recapitular acerca de Valeria. ¿Qué demonios le pasaba? Desde sus terrores nocturnos infantiles y su hidrofobia ya superada, no había mostrado ningún síntoma de desequilibrio mental. Parecía una chica muy serena, más incluso que otros adolescentes que conocía. No comprendía lo que le pasaba. No podía ser que quisiera castigarla por haberla llevado de vacaciones a aquel lugar perdido en el mundo. Lo estaba pasando bien, más de lo que esperaba, había conocido a un chico guapo y encantador como William, y parecía contenta. No, su hija no quería fastidiarla, de eso podía estar segura. Así que no quedaban más que dos opciones, o estaba perdiendo la razón, o realmente estaba recibiendo misteriosas visitas nocturnas. Estaba sumida en estas reflexiones cuando un chirrido a sus espaldas la hizo girarse. Le pareció ver una sombra e inmediatamente se cerró la puerta de acceso al interior del faro. Se acercó y llevó su mano hasta la manivela para abrirla, pero no pudo. Se había cerrado por dentro, o se había atascado. Levantó la cabeza y miró al cielo que se había cubierto de nubarrones que no presagiaban nada bueno. La bandera se movía más y más deprisa y empezaba a hacer frío. Mercedes había dejado la chaqueta dentro y estornudó. Buscó su móvil en el bolsillo del pantalón pero no estaba allí. Tendría que esperar hasta que Valeria se diera cuenta de lo que había pasado. A no ser que hubiera sido ella la que la había encerrado. Pero no, eso no podía ser. Su hija nunca haría algo así. A no ser que estuviera poseída, llegó a pensar durante unos segundos. Pero no, eso era algo totalmente absurdo, además le había contado que Erlend Nilsen se mostraba siempre cariñoso y bueno. No les querría hacer daño a ninguna de las dos. Suspiró y reflexionó sobre cómo podía ser tan idiota de pensar esas tonterías de poseídos y de fantasmas. Quería gritar, pero hacerlo no tenía ningún sentido. Nadie la oiría. Se volvió a apoyar en la barandilla mientras empezaba a llover. En la costa, la casa blanca desaparecía envuelta en una niebla densa que llegaba desde el mar. Apenas veía nada y hacía mucho frío. Volvió a estornudar. La lluvia arreció, y la ropa y el pelo de Mercedes se empaparon en muy poco rato. De pronto, la puerta se abrió. Los ojos de Valeria brillaban al otro lado.

—Mamá, ¿qué haces ahí afuera con la que está cayendo?

—Se ha cerrado la puerta —acertó a decir, mientras entraba. No sabía qué más decir. Había pensado tantas cosas que no distinguía lo normal de lo que no lo era.

—Estás empapada, mamá. Cámbiate de ropa inmediatamente. Encenderé la estufa.

—Se ha cerrado la puerta. Se ha debido de atascar —balbució.

—Ha llamado Lars, que te estaba viendo con los prismáticos y ha pensado que había ocurrido algo.

—Se ha cerrado la puerta —repitió—. Alguien la ha cerrado con el pestillo mientras estaba fuera.

—No, mamá. No estaba cerrada con el pestillo. Se habrá atascado un momento. O no la habrás sabido abrir.

—Ya, ahora resulta que soy tonta —exclamó mientras se cambiaba de ropa, ya en su dormitorio—. A lo mejor ha sido tu fantasma el que me ha «encerrado» bajo la lluvia.

—No, mamá. Él nunca haría algo así.

—No, claro que no —dijo Mercedes, que seguía sin saber qué decir ni qué pensar.

—Te haré una taza de té —propuso Valeria.

—Sí, gracias. Pero coge un vaso normal. No me lo sirvas en ninguna taza de porcelana, por favor. Especialemente, no en la taza rota.

—De acuerdo, mamá. —Y salió a la cocina.

—Tor Jakobsen —exclamó su madre—. A lo mejor ha sido su fantasma.

Valeria se asomó desde la puerta para mirar a su madre. Se acercó y la abrazó muy fuerte. Tenía el pelo mojado y los ojos enrojecidos, a punto de echarse a llorar.

—No, mamá. Los fantasmas no existen.