La taza rota

Después de la visita al almacén, Valeria apenas probó las crêpes de nata y frambuesas. Tenía el estómago encogido tras haber visto las fotos y el diario, y haber respirado el espacio en el que los ciento noventa y cinco hombres habían vivido. Probó tan solo un trocito y el resto se lo dio a su amigo.

—Otro día volvemos, William. Lo siento. Ahora no soy capaz de comer nada más.

—Te ha impresionado mucho ¿verdad?

—Sí. Tal vez no deberíamos haber venido. Tu abuelo tenía razón —dijo Valeria.

—¿Mi abuelo? —preguntó extrañado el muchacho.

—¿Tu abuelo? ¿He dicho tu abuelo? —se sorprendió ella de sus propias palabras—. Tu abuelo… Ah, sí, bueno, una tontería —recordó—. Soñé con él. No me acuerdo bien, pero dijo algo de ese lugar.

—¿Soñaste con mi abuelo y te habló en el sueño? —inquirió curioso.

—Sí. Me habla.

—¿Te habla? ¿Quieres decir que has soñado más veces con él?

—Sí —admitió Valeria.

—¡Qué raro! Yo no sueño con él. O al menos no lo recuerdo. Con mi madre sí sueño, muchas noches. Es como si estuviera de verdad conmigo y me hablara como cuando estaba viva. Al despertar tengo siempre una sensación muy extraña.

—Ya.

—Bueno, pero ¿qué te dice mi abuelo en los sueños?

—En realidad, supongo que él no me dice nada. Todo está en mi cabeza. —Valeria intentaba creerse lo que estaba diciendo—. Soñé que me decía que era mejor no visitar el almacén. Supongo que en realidad era yo quien pensaba que lo iba a pasar mal.

—Lo siento. Quizás deberíamos haber venido directamente a comer las crêpes.

—No sé. Me parece que hay que conocer todas las realidades, no solo las buenas y las buenísimas. La vida no es una crêpe de frambuesas con nata.

—No, pero hay que comerla cuando está delante de uno, en su propio plato. ¿De verdad no quieres otro trozo?

William cortó un pedacito y lo colocó en el tenedor. Se lo ofreció a Valeria acercándoselo a la boca. La chica se ruborizó, abrió la boca y aceptó el ofrecimiento.

—Sí, está muy buena… Tienes razón, en la vida hay que aceptar lo bueno y lo malo. Dame otro trozo, anda, por favor —suplicó.

William le pasó el plato y ella se terminó su parte.

—Tienes un poco de mermelada en la comisura de los labios —le señaló él.

—Ah —se volvió a ruborizar—. Gracias. Soy un poco torpe.

—Es normal —concedió el chico—. A mí me pasa muchas veces. Pero… no me has terminado de contar lo que te dijo mi abuelo en el sueño.

—Ah, bueno. No me acuerdo bien. Mencionó algo acerca de que una chica como yo no debería visitar un lugar tan triste, tan frío, tan desagradable y tan…

—¿Tan inhóspito? —continuó él.

—Eso dijo, sí, inhóspito. Esa palabra que apenas había utilizado.

—Que raro que no la uses normalmente, pero que aparezca en tus sueños, ¿no?

—Sí, la mente humana es así de extraña, y de selectiva. El consciente, el inconsciente…, todo es un misterio.

—Sí que lo es.

—Oye, no te dará miedo soñar con mi abuelo ¿verdad?

—¿Miedo? No, no, claro que no. Siempre es muy amable. El otro día lo encontré fregando una…, quiero decir que en mi sueño yo me lo encontraba en la cocina, fregando una taza. En realidad, la taza se había roto mientras la limpiaba. Pero luego la recompuso. Lo raro es que por la mañana, cuando mi madre cogió la taza, y vio las líneas por donde se había roto, se extrañó: ella no recordaba que la taza tuviera esos restos. La recordaba intacta.

—Tal vez era otra taza.

—No. No debería habértelo contado, pero es que mi madre cogió una de las tazas de porcelana de la vitrina del salón.

—¿Cogió una de esas tazas, de las que tienen las flores pintadas?

—Sí —afirmó Valeria torciendo el gesto.

—Esas tazas… no las usa nadie. Las trajo mi abuelo de China. ¿Cómo se le ocurrió a tu madre…?

—En la cocina solo había tazas grandes, altas, muy gruesas. Y ella…, en fin…, a ella le gusta tomar el té en tazas de porcelana muy fina.

—Y resulta que ha roto una de ellas. Cuando se entere mi padre…

—¡Oye, que mi madre no la ha roto! Que la taza estaba en el salón. Yo me quedé dormida a su lado y dejamos la taza sobre la mesa. Seguramente estaba ya rota y nadie se había dado cuenta.

—No estaba rota, Valeria. Te lo aseguro. Yo mismo estuve limpiando el polvo de todos los objetos de la vitrina antes de vuestra llegada. Las tazas estaban perfectas. Siempre lo estuvieron.

—Cuando la vi en el armario a la mañana siguiente y me fijé bien, se veía que alguien la había restaurado. Alguien la rompió hace tiempo, seguro. Mi madre dice que no, que estaba bien, pero eso es porque no se había fijado lo suficiente. Y yo no soy sonámbula, no me levanté a tomar un té en esa taza ni la rompí —dijo Valeria casi llorando. Había intentado explicar el asunto de las visitas nocturnas de forma racional, pero se le amontonaban las sensaciones y no sabía qué hacer con ellas.

—Bueno, bueno, no es para tanto. Solo es una taza.

—Sí, pero tú y tu padre vais a creer que la hemos roto nosotras, y no ha sido así. No. No.

Valeria se levantó y salió a tomar un poco de aire a la calle. La brisa del mar tenía el sabor salado que había probado un rato antes. Le hizo bien. Además, secó las dos lagrimillas que se le acababan de resbalar por las mejillas. William salió a su encuentro después de pagar.

—Eh, no pasa nada. Solo es una taza.

—No es solo una taza, William. Y tal vez tampoco sea solo un sueño.

—¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres? —preguntó extrañado.

—Pues eso, que tal vez no fuera un sueño lo de tu abuelo. Yo lo vi en el fregadero, con la taza rota. Luego nos sentamos en la mesa de la cocina, sacó un tubo de pegamento del tercer cajón y la recompuso. Antes de acostarnos, la taza estaba bien. Cuando nos levantamos estaba pegada.

—Vale, tal vez la taza estaba ya rota y, efectivamente, mi abuelo la rompió hace años en el faro.

—No. No la rompió hace años. La rompió la otra noche. Durante mi sueño.

William la miró cada vez más sorprendido. O aquella chica, que parecía tan normal y encantadora, estaba mal de la cabeza. O su abuelo, el viejo farero, se le había aparecido por la noche, como hacían los fantasmas de los cuentos con los visitantes de sus castillos. Pero el faro no era ningún castillo escocés, ni nunca había tenido ningún fantasma. Y además, a él, que era su nieto, nunca se le había aparecido; ¿por qué iba a venir cada noche a charlar con una forastera desconocida? Cabía una tercera posibilidad.

—Seguro que hay una explicación racional a todo esto. Seguro que, cuando se lo contemos a mi padre, él nos dirá que sí que estaba rota. Todo tiene un porqué.

—Hay cosas que tienen más de un porqué. De hecho, hay cosas que tienen muchos porqués —dijo muy seria Valeria—. Además, hay otra cosa.

—¿Qué? —preguntó William, confuso.

—El otro día, cuando te pregunté su nombre, ¿te acuerdas?

—Sí, recuerdo que me preguntaste el nombre de mi abuelo.

—«Erlend Nilsen», dijiste. —Él asintió con la cabeza—. Pues bien, yo ya lo sabía.

—Lo habrías visto escrito en algún lugar.

—No. No está escrito en ningún lugar del faro que yo haya visto. Lo comprobé después.

—¿Entonces?

—Él me lo había dicho la noche anterior. Se presentó, me estrechó la mano y me dijo algo así como: «Me llamo Erlend Nilsen y soy el viejo farero».