La hidrofobia de Valeria
A Valeria le daba miedo el agua y no se sabía por qué. No el agua de beber o la de ducharse, esa no, que la chica era muy limpia y se ponía en remojo todos los días. Lo que le daba miedo era estar dentro del agua. En la piscina o incluso en la bañera cuando era pequeña. De chiquitina, cada noche, cuando Mercedes la bañaba, Valeria lloraba como una posesa, empezaba a patear dentro del agua con tal fuerza y tal desgarro que ponía todo perdido, y parecía que por el cuarto de baño hubieran pasado todos y cada uno de los caballos del ejército de Atila. Mercedes pensaba que la hidrofobia de la niña tal vez se debiera a algún trauma infantil que tuviera que ver con el momento en el que había perdido a toda su familia. Pero claro, eso era algo que no podría saberse nunca: Mercedes no creía ni en la hipnosis ni en el psicoanálisis como métodos de investigación de la mente humana. Como terapia práctica, dedidió mandar a Valeria a clases de natación desde que cumplió los cuatro años.
Cada martes y cada jueves, Valeria había ido a la piscina durante casi once años. Y cada vez, tenía que inspirar profundamente tres veces y decirse antes de zambullirse: «No pasa nada. No pasa nada. No pasa nada. Estar dentro del agua es lo más natural del mundo. Estar dentro del agua es lo más natural del mundo. Estar dentro del agua es lo más natural del mundo. Me lo voy a pasar muy bien y no me va a dar miedo. Me lo voy a pasar muy bien y no me va a dar miedo. Me lo voy a pasar muy bien y no me va a dar miedo». Y así, a fuerza de repetirlo, se lo acababa creyendo. Creencia que le duraba el mismo tiempo que la clase de natación, ya que en la siguiente sesión tenía que repetir lo mismo. Y así todos los martes y jueves durante once años. Su madre estaba convencida de que la terapia había funcionado, porque la chica no decía ni mu sobre la ceremonia ritual previa a su entrada en el agua.
Cuando Mercedes le preguntaba «¿qué tal la piscina?», ella se limitaba a decir: «muy bien, mamá, hoy he hecho veinte largos, cinco en cada estilo. Dice el profe que voy progresando adecuadamente». «¿No ves como es estupendo nadar? ¿A que ya no te da miedo?». Y Valeria callaba y sonreía como había hecho la primera vez que comprobó que el monito amarillo gruñía cuando le apretaba la tripa. Y su madre se creía que a Valeria ya no le daba miedo el agua. Se lo creía porque era lo mejor que podía hacer por dos razones: para estar tranquila, y para mantener su autoestima como psicoterapeuta.
Por eso, cuando Mercedes organizó las vacaciones en el faro, estaba convencida de que su hija estaría encantada. Y por eso mismo, Valeria no lo estuvo tanto.
Las veces, contadas, que fueron a la playa cuando Valeria todavía era una niña, casi siempre se quedaba en la arena haciendo castillos con sus fosos y sus torres en forma de cono truncado. Se acercaba al agua solamente para llenar el cubo de plástico rojo y seguir jugando. A lo sumo, se quedaba sentada en la orilla, con el flotador puesto por si acaso, y dejaba que las minúsculas olas que le llegaban, le mojaran las piernas y, como mucho, le llegaran hasta el culito. Pero nunca se metió dentro de aquella masa infinita de agua que, seguro, seguro, si se le levantaba la piel, dejaba ver toda suerte de monstruos marinos, y de mujeres con cola de pez. Y es que, durante su infancia, a Valeria le aterraba la idea de despertarse una mañana convertida en sirena. Es decir, en un ser que no se sabe muy bien si es una chica o una pescadilla con escamas y todo. A Valeria le daba dentera solo de pensarlo.