EPÍLOGO

Últimas palabras de madame Pratolungo

Han pasado doce años desde los acontecimientos que me he ocupado de relatar en estas páginas. Me encuentro ante mi escritorio y contemplo perezosamente todas las hojas escritas que ha ido llenando la tinta de mi pluma, mientras me pregunto si queda algo por añadir antes de dar la labor por concluida.

Queda más por añadir, aunque no es mucho.

Oscar y Lucilla reclaman primero mi atención. Dos días después de ser devueltos el uno al otro en Sydenham se casaron en la parroquia de dicho lugar. Fue una boda mortecina. Salvo el señor Finch, nadie estaba realmente alegre. Nos despedimos en Londres. Los recién casados regresaron a Browndown. El rector se quedó un par de días en la ciudad, donde aprovechó para visitar a algunas amistades suyas. Yo volví junto al lecho de mi padre, para acompañarle en su viaje de Marsella a París, como le había prometido.

Por lo que alcanzo a recordar, estuve dos semanas en el extranjero. Entretanto, recibí amables cartas desde Browndown. Una de ellas me anunció que Oscar había tenido noticias de su hermano.

La carta de Nugent no era larga. Estaba fechada en Liverpool y le anunciaba que se embarcaba rumbo a América dos horas después. Se había enterado de que zarpaba una nueva expedición a las regiones del Ártico, una expedición que por entonces se estaba ensamblando en los Estados Unidos, con el objetivo de descubrir el mar del Polo, que al parecer se hallaba entre las islas Spitzbergen y Nova Zembla. En seguida se le había ocurrido que semejante expedición ofrecería un campo totalmente nuevo a sus estudios como paisajista en busca de los aspectos más sublimes de la Naturaleza. Decidió presentarse voluntario y enrolarse con los exploradores del Ártico. Ya había conseguido el dinero necesario para el equipaje vendiendo los únicos objetos de valor que poseía, sus joyas y sus libros. Si le hacía falta más, no dejaría de pedírselo a Oscar. En todo caso, prometía volver a escribir más adelante, antes de que la expedición se pusiera en marcha. Y así, al menos de momento, se despedía afectuosamente de su hermano y de su hermana. Cuando más adelante tuve ocasión de repasar esta carta con mis propios ojos, no descubrí absolutamente nada que hiciera la menor referencia al pasado, ni nada que apuntase al estado de ánimo y a la salud de quien la había escrito.

Regresé a nuestro recóndito pueblo de la cordillera sur de Inglaterra y ocupé una habitación que Lucilla me había hecho preparar personalmente en Browndown.

Encontré a los recién casados muy tranquilos, y tan felices en su unión como puedan llegar a serlo un hombre y una mujer. Sospecho que de vez en cuando la ausencia de Nugent se dejaba sentir en ellos con tristeza, igual que en mí. Tal vez por esto Lucilla me pareció más apaciguada que cuando era soltera. Sin embargo, mi presencia algo la ayudó a recuperar el ánimo de antaño, y la rápida llegada de Grosse tuvo una influencia considerable en apoyo de mis esfuerzos.

Tan pronto le permitió su gota ponerse en pie, el médico se presentó con su instrumental en Browndown, deseoso de probar un nuevo experimento en los ojos de Lucilla.

—Si mi operación hubiera fracasado —le dijo—, no habría vuelto a molestarla. Pero mi operación no ha fracasado; es usted la que ha fracasado, pues no ha sabido cuidar esos bellos ojos que yo le di.

Con estas palabras le suplicó encarecidamente y trató de convencerla para que le permitiera intentar una nueva operación. Ella se negó en redondo, y la discusión que tuvieron la soliviantó lo indecible.

En más de una ocasión, después de aquello, Grosse trató de hacerla cambiar de opinión. Fue en vano. Las disputas que libraron resonaron por toda la casa. Lucilla recuperó su antigua alegría al refutar los grotescos argumentos y los intentos de persuasión de nuestro valioso alemán. A mí, cuando en una o dos ocasiones traté de hacerla razonar, me contestó de otro modo, pues se limitó a repetir las palabras que me había dicho en Sydenham: «Mi vida vive en mi amor. Y mi amor vive en mi ceguera». Es, pues, oportuno añadir que el señor Sebright y otra autoridad médica competente que consultó con él afirmaron sin titubeos que Lucilla estaba en lo cierto. Habida cuenta de las circunstancias, el señor Sebright opinó que el éxito de la operación de Grosse nunca pudo ser más que temporal. Su colega, tras examinar los ojos de Lucilla en una época posterior, estuvo completamente de acuerdo con él. ¿Quién podría afirmar cuál de las partes estaba en lo cierto, si Grosse o esos dos médicos? El lector conoció a Lucilla siendo ciega; siendo ciega tendrá la última noticia de ella. Y si siente inclinación a lamentarlo, hará bien en recordar que lo único realmente esencial era lo que poseía. Su vida era feliz. Téngase esto en cuenta, y no olvide que las condiciones de la felicidad del lector no tienen por qué ser, y menos a la fuerza, las mismas condiciones de la felicidad de Lucilla.

En la época acerca de la cual escribo ahora llegó la segunda carta de Nugent. Estaba escrita en vísperas de partir rumbo a los mares del Polo Norte. Hubo una frase que nos conmovió hondamente. «¿Quién sabe si alguna vez he de ver de nuevo Inglaterra? Si algún día tenéis un hijo, Oscar, ponle mi nombre, aunque solo sea por mí».

Dentro de esta carta adjuntaba otra carta personal dirigida a mí. Era la confesión a la que he aludido en las notas que he incluido como comentarios y apostillas al diario de Lucilla. Estas fueron las palabras que añadió al final: «Ahora ya lo sabe usted todo. Perdóneme si es que puede. No he salido de todo esto sin sufrir; recuérdelo». Tras servirme de su narración, como el lector ya sabe, lo he quemado todo… todo, salvo esas últimas líneas.

Muy de tanto en tanto tuvimos dos veces noticias de la expedición gracias a los barcos balleneros. Luego pasó un largo y espantoso intervalo en el que nada supimos del navío. Por fin se recibió la terrible noticia de que la expedición había extraviado su rumbo. Se confirmaron después estas noticias; pasó todo un año y no hubo ni rastro de los desaparecidos.

Iban bien provistos, y existía la esperanza generalizada de que podrían resistir. Se envió una expedición de rescate, pero fue en vano. Se los buscó incluso tierra adentro. Se ofrecieron recompensas a los balleneros, pero nadie reclamó jamás una de esas recompensas. Llevamos luto por Nugent; la tristeza se adueñó de la casa. Pasaron otros dos años antes de que se descubriese el destino de la expedición. Un barco ballenero que había perdido el rumbo topó con el navío desmantelado, perdido en medio de la banquisa. Las últimas frases de su capitán serán las que relaten la historia.

*** Lo que quedaba del barco iba a la deriva por un canal de agua cuando lo avistamos. No tardó en frenar su avance un iceberg. Con algunos marinos, bajamos al bote y remamos hasta los restos del naufragio.

No se veía ni una alma en el puente, que estaba cubierto por la nieve. Los saludamos, pero no hubo respuesta. Miré por uno de los ojos de buey cubiertos por el hielo que se abrían a popa, y vi a duras penas la silueta de un hombre sentado ante una mesa. Golpeé el grueso cristal, pero el hombre no se movió. Abordamos los restos del barco y abrimos la escotilla para bajar a los camarotes. El hombre que había visto estaba ante nosotros, al extremo del camarote. Le hablé, pero no respondió. Lo miré más de cerca y toqué una de sus manos, que estaba posada sobre la mesa. Con indecible asombro reconocí que era un cadáver congelado.

Sobre la mesa, ante él, estaba la última entrada de la bitácora de a bordo.

«Diecisiete días llevamos apresados por el hielo. Ayer se apagó el fuego. El capitán trató de encenderlo, pero no lo consiguió. El cirujano y dos marinos han muerto de frío esta mañana. Los demás los seguiremos pronto. Si alguna vez nos encuentra alguien, ruego a esa persona que envíe…».

Llegada a ese punto, la mano que empuñaba la pluma había caído sobre el regazo del hombre. La mano izquierda aún estaba encima de la mesa. Entre los dedos congelados encontramos un largo rizo de cabello de una mujer, cuyos dos extremos estaban atados con sendas cintas azul celeste. Los ojos abiertos del cadáver seguían clavados en él.

En la libreta de bolsillo encontramos su nombre. Era Nugent Dubourg. Publico su nombre en mi relato, por si acaso llegara a conocimiento de sus allegados.

El examen del resto del navío, y la comparación de la fecha de la bitácora, demostró que los oficiales y la tripulación llevaban muertos más de dos años. Las posiciones en que los encontramos congelados, junto con aquellos nombres que fue posible encontrar, aparecen detallados en la lista que adjunto.***

Ese «rizo de cabello de una mujer» está ahora en poder de Lucilla. Cuando muera, ha pedido ser enterrada con él. ¡Pobre Nugent! ¿No somos todos unos pecadores? Recordemos lo mejor de él y olvidemos todo lo malo, como yo misma he querido hacer.

A decir verdad, me demoro todavía en este escrito, reacia a abandonarlo. ¿Qué más queda por decir? Oigo a Oscar, que martillea sus láminas de metal y silba contento mientras trabaja. En otra habitación, Lucilla está enseñando a su hija menor a tocar el piano. Sobre mi mesa hay una carta de la señora Finch, remitida desde una de nuestras colonias más remotas; allí es obispo el señor Finch, que así ha visto colmada su gloria en este mundo. Lanza sus filípicas a los «nativos» con gran contento de su corazón; a los maravillosos nativos por suerte les gustan sus sermones. «Jicks» se encuentra como pez en el agua entre los miembros aborígenes de la comunidad de fieles de su padre: hay ciertos temores de que la árabe errante de la familia Finch acabe casándose con «el jefe de la tribu». La señora Finch, y conste que no espero que el lector lo crea, se encuentra una vez más embarazada. El hijo mayor de Lucilla, que se llama Nugent, acaba de entrar y se ha quedado junto a mi escritorio. Me ha mirado con sus ojos azul brillante; su cara redonda y sonrosada expresa una manifiesta condena de lo que estoy haciendo. «Tía —me dice—, hoy ya has escrito bastante. Anda, ven a jugar».

El chiquillo tiene razón. Debo dejar a un lado mi manuscrito y abandonar al lector. Mi excelente estado de ánimo se abate un tanto a la hora de la despedida. Me pregunto si el lector también lo lamenta. ¡Ah, nunca lo sabré! Bueno, son muchas las bendiciones con que cuento para mi consuelo ahora que doy por terminadas mis relaciones con él. Tengo unas cuantas almas amables que me aman, y, ¡obsérvese!, mantengo intactos mis principios políticos y los defiendo con la misma firmeza de siempre. El mundo se va convirtiendo a mi manera de pensar: el programa de Pratolungo, amigo mío, va ganando terreno a pasos agigantados. ¡Viva la República! ¡Adiós!

Fin