CAPÍTULO XLVIII

Camino del final. Segunda etapa

A pesar de haberme levantado tan temprano, me encontré con que Oscar se había levantado incluso antes que yo. Se había marchado de la rectoría y había importunado el sueño matinal del señor Gootheridge para pedirle la llave de Browndown.

A su regreso a la rectoría se limitó a decir que había ido a ocuparse de distintas pertenencias suyas que estaban todavía en la casa vacía. Su mirada y su actitud al darme esta breve explicación resultaron a mi juicio más insatisfactorias que nunca. No hice comentario alguno; al observar que llevaba su chaqueta de viaje mal abotonada, se la enderecé. Se la estaba abrochando cuando mi mano tocó el bolsillo de su pechera. Dio un respingo y un paso atrás, como si hubiera en el bolsillo algo que no deseaba darme a conocer. ¿Sería algo que trajo de Browndown?

Nos fuimos engorrosamente acompañados por el señor Finch, que insistió en pegarse a Oscar como una lapa, y tomamos el primer expreso, que nos llevó directamente a Londres. Comparando los horarios de los trenes nada más llegar a la estación, vimos que disponíamos del tiempo justo para hacer una visita a Grosse antes de tomar el ferrocarril a Sydenham. Una vez resuelta a no decirle nada a Oscar sobre las malas noticias que afectaban a la vista de Lucilla, al menos hasta que hubiese visto antes al alemán, le di la mejor excusa que se me ocurrió y dejé a los dos caballeros en la sala de espera de la estación.

Me encontré a Grosse condenado a descansar en su sillón, con el pie gotoso envuelto en hojas de col fresca. Entre el dolor y la angustia, tenía la mirada más asilvestrada que nunca, y su inglés macarrónico también resultaba más grotesco que en ninguna otra ocasión. Cuando me presenté en la puerta de su habitación, presa del frenesí de la impaciencia, me amenazó incluso con el puño en alto.

—¡Buin día, maldita sea! —rugió—. ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde está Finch?

Le dije dónde creía que se encontraba Lucilla. Grosse se volvió a un lado y agitó el puño en dirección a una botella que había sobre la repisa de la chimenea.

—Coja esa botellas de la chimenea —dijo— y los lavaojos que tiene al lado. No se me pare aquí con sus chacharetas, caramba. ¡Váyase! ¡Salve sus ojos! ¡Mire! Esto tiene que hacer. La cabeza se la echa para atrás, ¡así! —Me ilustró la posición que debía adoptar echando la cabeza para atrás con tal fuerza que se le agitó el pie gotoso y soltó un alarido de dolor. Siguió sin embargo a lo que estaba, fulminándome con la mirada desde detrás de sus lentes—. La cabeza se la echa para atrás. Me llena los lavaojos y les da la vuelta, ¡así! sobre sus ojos abiertos. Se los empapa a fondo y sin miedo, se los empapa buino con mi solución. Le digo que los empape, uno primero y otro luego más después, y si chilla no le importe. Luego me la trae corriendo. Por el amor de Dios, me la trae sin demora. Si la tiene que atar de pies y manos, me la trae así. ¿A qué se me para ahora esta mujer? ¡Vaya, vaya! ¡Váyase!

—Antes de marcharme deseo hacerle una pregunta sobre Oscar —dije.

Agarró el almohadón en que apoyaba la cabeza con la evidente intención de agilizar mi marcha arrojándomelo a la cara. Saqué el horario de trenes, pues me pareció la mejor arma de defensa que tenía a mano.

—Véalo usted mismo —dije—, y comprobará que si no espero aquí debo esperar todavía un rato en la estación.

No sin ciertas dificultades se convenció de que era imposible viajar de Londres a Sydenham antes de una determinada hora, y que al menos disponía yo de diez minutos que bien podía dedicar a conversar con él. Cerró sus ojos centelleantes y recostó la cabeza en el sillón, totalmente agotado después de su propio estallido de emociones.

—Da igual cómo vayan las cosas —dijo—, que una mujer siempre ha de menear bien la lengua. Buino. Menee usted la suya.

—Me encuentro en una situación sumamente difícil —empecé diciendo—. Oscar vendrá conmigo a rescatar a Lucilla. En primer lugar, claro está, pondré todo mi empeño en que Nugent y él no se vean, a no ser que esté yo presente en la entrevista. Sin embargo, no estoy tan segura de lo que he de hacer en el caso de Lucilla. ¿Debo mantenerlos todavía separados, hasta que la haya preparado para ver a Oscar?

—Que vea al demonio en persona si quiere, señora —gruñó Grosse—, mientras usted me la traiga después directamente aquí. Si prepara previamente a Oscar, hará lo mejor que se puede hacer. Ella no requiere de preparativos. Está sobradamente decepcionada con él.

—¡Decepcionada con él! —repetí—. No le entiendo.

Se acomodó fatigosamente en su sillón y se refirió, en un tono más suave y más triste, a la conversación que había tenido con Lucilla en Ramsgate, de la que ya se ha dado cuenta en el diario. Por primera vez tuve yo la información debida sobre los cambios de sus sensaciones y sobre su manera de pensar, esto es, sobre lo que tan agudamente la había irritado y mortificado incluso. Conocí así la ominosa ausencia del antiguo cosquilleo de placer cada vez que Nugent la tomaba de la mano, o bien cuando paseaban a la orilla del mar; supe hasta qué extremo le había disgustado la apariencia externa de Nugent (cuando pudo ver sus rasgos con todo detalle) en comparación con la encantadora imagen ideal que se había formado de su amante durante los tiempos en que estuvo ciega: aquellos tiempos felices, como dijo ella misma, en que era conocida como la pobre señorita Finch.

—Sin duda —dije— todos aquellos sentimientos de antaño volverán a ella cuando vea a Oscar.

—No, nunca volverán a ella los sentimientos de antaño —repuso Grosse—. ¡Nunca, ni siquiera aunque viese a cincuenta Oscars!

Empezaba a asustarme, o a irritarme, no sabría decir qué. Solo sé que insistí en discutir con él.

—Cuando vea al hombre al que ama de verdad —seguí diciendo—, ¿acaso trata de decir usted que sentirá esa misma decepción…?

No pude ir más allá. Me hizo callar de pronto, sin ceremonias.

—¡Estúpidas mujer! —me interrumpió—. Sentirá más aún que la mismas. Ya le he dicho antes que sintió una enorme decepción cuando vio al hermano apuesto, el de la blanca tez, el del cabello rubio. Pregúntese usted misma cómo habrá de ser cuando vea al hermano feo de la cara azulada. ¡Se lo digo yo! ¡Pensará que su hombre de verdad es el peor impostor de los dos!

Indignada, lo contradije sin esperar a más.

—Tal vez su cara le produzca una decepción —dije—, eso lo reconozco. Pero ahí terminarán las decepciones. Su propia mano le dirá a Lucilla, cuando coja la de él, que esta vez no hay ningún impostor que la engañe.

—Su mano no le dirá nada, o no le dirá al menos más que la suya, señora mía. Yo no tuve la dureza de corazón necesaria para decírselo a ella cuando me lo preguntó. Por eso se lo digo a usted. Cállese la bocas un poco y escúcheme. Todos esos cosquilleos de placer que sintió en otros tiempos cuando él la tocaba son cosa, precisamente, de otros tiempos, del tiempo que ya ha pasado, ese tiempo en que su vista estaba en las yemas de sus dedos y no en sus ojos. Con esos finos, finísimos sentimientos de los tiempos en que estaba ciega ha de pagar ahora por el grande, nuevo privilegio de abrir los ojos al mundo. (¡Y es un precio que no parece excesivo!) ¿No lo comprende aún? Es una especie de trueque pactado entre la naturaleza y esta pobre muchachitas suya. Yo le quito los ojos, yo le doy un tacto finísimo. Yo le doy los ojos, yo le quito su finísimo tacto. ¡Bueno! Así de sencillo. Ya lo ve.

Yo estaba demasiado mortificada, demasiado triste para contestarle. A lo largo de todas las últimas penalidades que habíamos tenido que pasar, había contemplado con absoluta confianza la reaparición de Oscar; esta me parecía condición suficiente para restablecer la felicidad de Lucilla sin dudas de ninguna clase. ¿Qué había sido entonces de mis expectativas? Me senté en silencio, mirando el dibujo de la alfombra, deprimida. Grosse sacó el reloj.

—Sus diez minutos se han agotado —dijo.

No me moví, no le hice caso. Sus feroces ojos de nuevo prendieron en llamaradas tras sus monstruosas lentes.

—¡Váyase, váyase ya! —me gritó como si estuviera sorda—. ¡Sus ojos! ¡Sus ojos! Mientras aquí se me queda a chacharetear, sus ojos están en peligro. Con tanta preocupación y tanta llantina y tanta tontería de amor… ¡Le juro por mi solemne juramento que su vista estaba ya en peligro cuando yo la vi hace quince días o así! ¿O quiere que le arroje este almohadón en toda la cara entera? ¿No lo quiere? ¡Pues lárguese ya, lárguese, o se lo tiro a la de tres! ¡Lárguese y tráigala antes de esta noche!

Volví a la estación. De todas las mujeres con las que me crucé por las calles repletas de gente, dudo mucho que esa mañana hubiera alguna con más congoja que yo en el corazón.

Las cosas aún empeoraron porque mis compañeros de viaje (uno en la cantina, el otro paseando por el andén) recibieron mi versión sobre la entrevista con Grosse de una manera que me decepcionó gravemente y que incluso me desanimó. La inhumana presunción del señor Finch lo llevó a tomarse las tristes noticias como una especie de homenaje adicional a su propia capacidad de previsión.

—Recordará usted, madame Pratolungo, que desde el principio tomé yo una actitud resuelta en este asunto. Protesté en contra de los procederes de ese tal Grosse, pues implicaban una intervención puramente mundana en los caminos inescrutables de la Providencia. ¿Y con qué efecto? Mi influencia paterna fue repudiada; mi peso moral, por así decir, quedó totalmente descartado. ¡Ya ve usted con qué resultado! Tómeselo muy a pecho, mi querida amiga, que bien puede ser una advertencia para usted. —Suspiró con sonora complacencia y me dio la espalda para volverse a la señorita que atendía el mostrador de la cantina—. Quisiera otra taza de té, por favor.

La recepción que me dedicó Oscar cuando me lo encontré en el andén y le hablé del estado crítico en que se encontraba Lucilla fue todavía más desalentadora. No exagero si digo que incluso me alarmó.

—¡He aquí otra cosa más que se suma a la deuda que tengo contraída con Nugent! —dijo. Ni una palabra de simpatía, ni una palabra de pesar. Tan solo esa respuesta vindicativa, nada más.

Tomamos el tren de Sydenham.

De vez en cuando miraba yo a Oscar, que iba sentado frente a mí, por ver si algo cambiaba en él a medida que nos acercábamos al paradero de Lucilla. ¡No! El mismo silencio ominoso, como si estuviera poseído por una misma represión antinatural de sus sentimientos.

A excepción del momentáneo estallido que experimentó cuando el señor Finch depositó en sus manos la carta de Nugent la noche anterior, no se le había escapado desde que emprendimos viaje en Marsella ni la menor señal de lo que ocurría en su interior. Él, tan capaz de llorar por sus pesares con tanta facilidad y tan espontáneamente como una mujer, no había derramado una sola lágrima desde el día fatal en que descubrió que su hermano lo había suplantado, ese hermano que había sido el dios de su idolatría, el sagrado objeto de su gratitud y su amor. Cuando un hombre con el temperamento de Oscar se encierra en sus propios pensamientos durante varios días seguidos, cuando se fía únicamente de sus propios consejos y no pide la comprensión de los demás, cuando no pronuncia ni una sola queja, es muy mala señal. Hay fuerzas ocultas que empiezan a aumentar en su interior, y que lo romperán todo cuando afloren a la superficie, para bien o para mal, con un resultado imposible de prever y no menos imposible de paliar. Observando atentamente a Oscar, gracias a que iba cubierta por mi velo, sentí la horrible certeza de que el papel que iba a desempeñar en el terrible conflicto de intereses que nos aguardaba sería un papel que habría de recordar hasta el último día de mi vida.

Llegamos a Sydenham y nos dirigimos al hotel más próximo.

En el ferrocarril, como estábamos en compañía de otros viajeros, no habíamos podido hablar del método más seguro para abordar a Lucilla. Esta grave cuestión exigía entonces una decisión inmediata. Nos sentamos a discutirla en la habitación que habíamos reservado en el hotel.