CAPÍTULO V
Visión del hombre a la luz de un candil
Apenas había luz suficiente para leer. Zillah encendió las velas y corrió las cortinas. Reinaba en la sala ese silencio que suele ser indicio de una profunda desilusión.
—¿Quién podrá ser? —repitió Lucilla por enésima vez—. ¿Por qué le habrá afligido que usted lo mirase? ¿Qué supone usted, madame Pratolungo?
La última frase que dedicaba la guía a Exeter se me había quedado grabada en la cabeza a consecuencia de la locución que contenía, y que yo no entendía del todo, por desconocer el funcionamiento de las sesiones del Tribunal Superior de justicia. Espero haber demostrado a estas alturas que poseo un dominio más que aceptable de la lengua inglesa. Sin embargo, mi experiencia es más bien escasa en lo tocante a frases consagradas a los usos legales. Pregunté qué sentido tenía aquello de las sesiones del Tribunal Superior de justicia y se me informó de que eran tribunales de carácter itinerante, en los que se juzgaba a los detenidos en diversos puntos de Inglaterra. De inmediato llegué a la suposición de que el desconocido era un criminal que se había fugado cuando iba a ser juzgado en Exeter por el Tribunal Superior de Justicia.
La valiosa y anciana Zillah se puso en pie de un salto, convencida de que había dado en el clavo, como dice el refrán inglés.
—¡La misericordia de Dios nos asista! —exclamó la nodriza—. ¡No he cerrado con candado la cancela del jardín!
Salió de la estancia a todo correr para defendernos de cualquier ladrón o asesino que nos rondara antes de que fuera demasiado tarde. Miré a Lucilla. Estaba reclinada en su sillón, con una sonrisa despectiva en su hermosa cara.
—Madame Pratolungo —comentó—, esa es la primera estupidez que le oigo decir desde su llegada.
—Espere un poco, querida —repliqué—. Usted misma ha declarado que nada sabe de ese hombre. Ahora comprendo que con eso quiere decir que no sabe nada… que a usted la satisfaga. Porque supongo que no habrá caído del cielo, ¿verdad? Es preciso saber cuándo tuvo lugar su llegada. También habrá que averiguar si llegó solo o acompañado. Asimismo, hay que descubrir dónde y cómo ha encontrado alojamiento en el pueblo. Antes de reconocer que mi suposición carece de todo fundamento y es errónea, quiero saber cuál es la impresión general que se tiene en Dimchurch a propósito de este caballero. ¿Hace cuánto que está aquí?
Al principio no pareció que Lucilla tuviera demasiado interés por la visión puramente práctica del asunto, al menos tal como yo se lo había planteado.
—Lleva aquí una semana —repuso sin inmutarse.
—¿Llegó igual que yo, por las colinas?
—Si.
—Acompañado por un guía, claro.
Lucilla se incorporó un punto en su sillón.
—Con su hermano —dijo—. Con su hermano gemelo, madame Pratolungo.
Fui yo la que se incorporó entonces en su sillón. La aparición de su hermano gemelo en esta historia era por sí sola una notable complicación. ¡Dos criminales huidos del Tribunal Superior de Justicia, no uno solo!
—¿Cómo llegaron hasta aquí?
—Eso no lo sabe nadie.
—Y, al llegar, ¿adónde se dirigieron?
—A Las Manos Cruzadas, la taberna que hay en el pueblo. El dueño le dijo a Zillah que su parecido lo dejó de una pieza. Era imposible saber cuál era uno y cuál era el otro tenían un parecido extraordinario incluso para ser gemelos. Llegaron a primera hora, cuando el salón estaba desierto. Hablaron los dos en privado, hablaron largo y tendido. Cuando dieron por terminada su conversación, llamaron al tabernero y le preguntaron si tenía una habitación libre. Seguramente habrá visto usted que Las Manos Cruzadas es una taberna, no una posada. El dueño tenía una habitación que le podía alquilar, pero era poco más que un cuchitril. No era, en todo caso, el cuarto más indicado para dar alojamiento a un caballero. A pesar de todo, uno de los hermanos lo aceptó.
—¿Y qué fue del otro hermano?
—Se marchó aquel mismo día… aunque muy a su pesar. La despedida fue conmovedora. El gemelo que habló esta noche con nosotras insistió en que se despidieran. De haber sido por el otro, no habría accedido a separarse de él. Lloraron los dos…
—Fue mucho peor —dijo Zillah, que en ese momento regresó a la estancia—. He cerrado todas las puertas y ventanas de la planta baja a conciencia. Ahora, por mucho que lo intente le será imposible entrar en la casa.
—¿Peor que echarse a llorar los dos al despedirse? —pregunté.
—¡Se besaron! —dijo Zillah con un gesto de intenso desagrado—. ¡Dos hombres, fíjese usted! Extranjeros sin duda.
—Nuestro hombre no es extranjero —observé—. ¿No dijeron cómo se llamaban?
—El tabernero preguntó su apellido al que se hospedó en su casa —contestó Lucilla—. Dijo apellidarse Dubourg.
Este dato reforzó mi convicción de que mi suposición no era desacertada. Dubourg es en mi país un apellido tan corriente como Jones o Thompson en Inglaterra. Es el clásico apellido falso que daría un hombre al verse en aprietos estando entre nosotros. ¿Sería el criminal un compatriota mío? ¡No! En su acento, cuando nos habló, no había el menor rastro de extranjería. Era inglés de pura cepa, a mí no me cabía la menor duda. Sin embargo, había dado un apellido francés. ¿Habría insultado deliberadamente a mi país? ¡Sí! No contento con la mancilla de los innumerables crímenes que hubiera cometido, a la lista de sus atrocidades añadió nada menos que un insulto a mi patria.
—En fin —dije para reanudar el asunto—. Hemos dejado a ese rufián en el que nadie ha reparado muy cerca de la taberna. ¿Sigue alojado allí?
—¡Bendito sea Dios! —exclamó la anciana nodriza—. Se ha alojado en los alrededores. Ha alquilado Browndown.
Me volví hacia Lucilla.
—Pero Browndown será propiedad de alguien, ¿no? —dije, y aventuré otra suposición—. ¿Se lo ha alquilado el dueño sin ninguna referencia?
—Browndown pertenece a un caballero que reside en Brighton —contestó Lucilla—. Y la referencia que dio a dicho caballero le remitió a un nombre sobradamente conocido en Londres. Se trata, de hecho, de uno de los grandes comerciantes de la ciudad. Y aquí viene la parte más provocadora de todo el misterio. El comerciante dijo por escrito al caballero de Brighton que «he conocido al señor Dubourg desde su más tierna infancia; en las actuales circunstancias, tiene razones de sobra para desear vivir en el retiro más estricto. Respondo de su honradez, le garantizo que es hombre de honor y que no corre usted ningún riesgo al dejarle su casa en alquiler. Sin embargo, no dispongo de autorización para añadir nada más». Mi padre conoce al propietario de Browndown, y eso es exactamente lo que decían sus referencias al pie de la letra. ¿No le parece provocador? Al día siguiente le fue alquilada la casa por espacio de seis meses. Está pésimamente amueblada. El señor Dubourg ha ordenado que le envíen de Brighton varios enseres que deseaba tener consigo. Además del mobiliario, hoy mismo llegó de Londres un cajón de embalaje. Estaba claveteado de tal manera que fue preciso requerir ayuda del carpintero para proceder a su apertura, y el carpintero ha dicho que estaba repleto de finas láminas de oro y de plata, que iban acompañadas por una caja de herramientas cuyo uso resultó un misterio incluso para él. El señor Dubourg cerró todos estos artículos con llave en una habitación de la parte posterior de la casa y se guardó la llave en el bolsillo. Parecía encantado, pues incluso silbó una melodía, y luego dijo que «con esto nos arreglaremos». La dueña de Las Manos Cruzadas es la autoridad que nos ha informado de todos estos pormenores, pues es ella quien se ocupa de prepararle las pocas comidas que precisa, mientras su hija se encarga de hacerle la cama y todo lo demás. Las dos van a la casa por la mañana y regresan a la taberna por la tarde. No tiene ningún criado. De noche se queda a solas. ¿No le parece interesante? Es todo un misterio trasladado a la vida real. A todos nos tiene desconcertados.
—Pues hay que ser muy raro, querida, para armar todo un misterio con un asunto tan simple como este —dije.
—¿Simple? —repitió Lucilla con asombro.
—¡Desde luego! Las láminas de oro y plata y las extrañas herramientas, la vida retirada y el hecho de despedir a las criadas cuando cae la noche… Todo apunta hacia la misma conclusión. Creo que mi suposición es correcta. El hombre es un criminal que se ha fugado de la justicia, y su crimen consiste en acuñar moneda falsa. Ha sido descubierto en Exeter pero ha conseguido escapar, y ahora se dispone a empezar aquí de nuevo con sus actividades delictivas. Si por casualidad necesito cambiar mi dinero en moneda fraccionaria, le aseguro que no pienso cambiarlo aquí.
Lucilla se recostó de nuevo en su sillón. Vi que, en lo referente al señor Dubourg, con su actitud me daba por perdida, pues daba por sentado que yo estaba terca e incorregiblemente equivocada.
—¡Un acuñador de moneda falsa cuya honorabilidad recomienda personalmente uno de los primeros comerciantes de Londres! —exclamó—. En Inglaterra hacemos de vez en cuando cosas muy excéntricas, de acuerdo, pero nuestra locura nacional tiene su límite, madame Pratolungo, y me temo que a ese límite ha llegado usted. ¿Nos dedicamos un poco a la música?
Lo dijo en un tono un tanto cortante. El señor Dubourg era el héroe de su romántica novelería. Le contrarió, le ofendió muy seriamente mi intento por rebajarlo en su estima.
No obstante, yo persistí en la desfavorable impresión que me había forjado. Entre nosotras, tal como quizás debí decirle, la cuestión que se dirimía era puramente una cuestión de creer o no creer en el comerciante de Londres. A su juicio, la riqueza era garantía suficiente de su integridad. En mi opinión (y hablo como una buena socialista), esa misma circunstancia estaba claramente en su contra. Un capitalista es en cierto modo un ladrón, tal como un falsificador de moneda lo es de otra manera distinta. Que el capitalista recomiende al falsificador o que el falsificador recomiende al capitalista. Tanto en un caso como en otro (por aprovechar el estilo de una excelente obra teatral inglesa), las personas honradas son los blandos almohadones sobre los que reposan y engordan estos bellacos. A punto estuve de exponer esta amplia y liberal visión de las cosas a Lucilla, e incluso la tuve en la punta de la lengua, pero, por desgracia, me fue muy fácil ver que la pobre niña estaba del todo contagiada por los prejuicios propios de la clase social en que vivía. ¿Cómo iba yo a tener el valor necesario para correr el riesgo de que surgiera entre nosotras un grave desacuerdo ya en nuestro primer día? No: era preciso evitarlo. Di un beso a la hermosa muchacha ciega y juntas nos sentamos al piano. Dejé para otra oportunidad más conveniente la tarea de hacer una buena socialista de Lucilla.
Igual habría sido si hubiésemos dejado el piano sin abrir. La música fue un fracaso.
Toqué lo mejor que supe. De Mozart a Beethoven, de Beethoven a Schubert, de Schubert a Chopin. Ella escuchó con su mejor voluntad, dispuesta a dejarse agradar. Me dio las gracias una y otra vez. Cuando la invité, intentó ejecutar una composición que conocía bien de oído. ¡No! El abominable Dubourg, una vez ocupado el lugar principal en su estado anímico, se resistía a desalojarlo. Ella lo intentó, lo intentó con denuedo, pero no consiguió nada. La voz del hombre aún resonaba en sus oídos, y esa era la única música que aquella noche podía adueñarse de su atención. Ocupé su lugar y me puse a tocar de nuevo, pero de pronto me sujetó la mano sobre el teclado.
—¿Esta Zillah ahí? —susurró. Le respondí que Zillah se había ido. Apoyó su encantadora cabecita sobre mi hombro y lanzó un histérico suspiro—. No puedo quitármelo de la cabeza —estalló—. ¡Por primera vez en mi vida, qué desdichada me siento! ¡No! Soy feliz por vez primera en mi vida. ¡Ay! ¿Qué pensará usted de mí? Ni siquiera sé lo que me digo… ¿Por qué le incitó usted a que nos hablase? De no haber sido por usted, tal vez, jamás hubiera oído yo su voz. —Irguió la cabeza con un leve estremecimiento y recobró la compostura. Una de sus manos vagó sin rumbo por encima de las teclas, acariciándolas sin tocarlas casi—. ¡Su encantadora voz! —Calló de nuevo. Su mano cayó del teclado y me tomó la mía—. ¿Será esto el amor? —dijo a medias para sí, a medias para que yo la oyese.
Siendo como soy una mujer respetable, vi con toda claridad en qué consistía mi deber: mi deber no era otro que decirle una mentira.
—No es nada, querida, no es nada. Tan solo un exceso de excitación y demasiada fatiga —dije—. Mañana volverá a ser usted la de siempre, mi joven señorita. Esta noche tan solo ha de ser mi niña. Venga, permítame acompañarla a la cama.
Cedió a mi propuesta con un suspiro de cansancio. Qué adorable la encontré con su bonito camisón, arrodillada junto a su cama, inocente y afligida criatura, rezando sus oraciones nocturnas.
Permítaseme reconocer, así es, que soy una mujer un tanto precipitada en el odio y en el amor. Cuando aquella noche me despedí de ella, difícilmente habría sentido más interés ni más ternura por ella, ni siquiera aunque de veras hubiera sido hija mía. A buen seguro, el lector habrá conocido a personas como yo —a no ser que sea el lector una persona sumamente adusta, desde luego—, y me refiero a esas personas que le habrán hablado de manera harto confidencial sobre sus asuntos más privados, ya sea durante un encuentro en un vagón de ferrocarril o bien en la mesa contigua de un restaurante. Yo por mi parte creo que seguiré entablando una súbita amistad casi con cualquier desconocido hasta el día en que me muera. ¡Infame Dubourg! Si aquella misma noche hubiera estado en mi mano ir a Browndown, me habría gustado hacerle lo que una criada mexicana que tuve (en la etapa centroamericana de mi vida) hizo a su marido cuando estaba embriagado, y conste que el marido era una suerte de buhonero que traficaba con látigos y bastones. Una noche le cosió la sábana en que dormía con un hilo resistente, aprovechando que él roncaba a pierna suelta y dormía la mona. Acto seguido, de un rincón sacó todas las mercaderías con que comerciaba y le rompió encima todos los artículos que tenía en venta, hasta dejarlo dentro de la sábana hecho papilla de la cabeza a los pies.
Al no tener a mi disposición este recurso, me senté en mi dormitorio a reconsiderar, caso de que el asunto de Dubourg siguiera su curso, qué era lo que debía hacer yo a continuación.
He dicho antes que Lucilla y yo pasamos la tarde sin nada mejor que hacer que hablar de nosotras tal como acostumbran las mujeres. El lector comprenderá mejor qué curso tomaron mis acciones si previamente relato los principales detalles que me comunicó Lucilla en lo tocante a la singular posición en que se encontraba ella en casa de su padre.