CAPÍTULO XLVI
El vapor italiano
El diario de Lucilla habrá dicho al lector todo lo que Lucilla podía decir. Permítaseme hacer de nuevo acto de presencia en estas páginas. ¿Puedo incluso decir lo que decía el payaso preferido de ustedes los ingleses, cada vez que reaparecía en sus bárbaras pantomimas? «Hola, aquí estoy de nuevo: ¿cómo están ustedes?»[6]. No, creo que mejor será no decir tal cosa. Ese payaso es una de sus instituciones nacionales. Más vale que ningún extranjero se meta con esta misteriosa fuente de diversión que los ingleses tienen subida a un pedestal.
Llegué a Marsella, si mal no recuerdo, el 15 de agosto.
No cuento ni mucho menos con que el lector sienta el menor interés por el bueno de mi padre. Pasaré por alto a esta venerable víctima de las afables desilusiones del corazón, al menos con la rapidez que el debido respeto y el afecto me permitan. El duelo (confío en que el lector recuerde el duelo) se había librado con pistolas, pero la bala no había sido extraída del cuerpo de mi padre cuando yo me reuní con mis hermanas junto al lecho del herido. Estaba delirando y no me reconoció. Dos días después, el cirujano que se ocupaba del caso procedió a la extracción de la bala. Experimentó una franca mejoría después de esto, pero volvió a recaer. Solo el 1 de septiembre pudimos concebir la esperanza de que siguiera entre nosotras.
En aquella fecha dispuse de la tranquilidad de ánimo suficiente para pensar de nuevo en Lucilla y para recordar el cortés requerimiento de la señora Finch, que no en vano me pidió que le diera noticias mías mientras estuviera en Marsella.
Escribí una carta breve a la húmeda señora de la rectoría, para relatarle (solo que con más detenimiento) lo que he relatado aquí. Mi principal motivo con esta carta, y lo confieso, era obtener por medio de la señora Finch alguna información sobre Lucilla. Tras enviar la carta por correo atendí a otro deber que había postergado mientras mi padre estuvo en peligro de muerte. Fui a visitar a la persona que me había recomendado mi abogado para que se ocupara de la búsqueda de Oscar, tal como decidí al marcharme de Londres. Dicha persona estaba en relación con la policía, pues era (si es que puedo expresarlo de este modo en inglés) una especie de superintendente privado que carecía de reconocimiento oficial, aunque gozaba en secreto de la confianza del cuerpo.
Cuando tuvo conocimiento del tiempo que había transcurrido sin descubrir ni la más leve huella del fugitivo, adoptó una actitud de gran seriedad y declaró con toda honradez que mucho dudaba de que pudiera retribuir la confianza que yo había depositado en él, pues no creía poder ser de alguna utilidad. Al comprobar, sin embargo, que yo estaba de todo corazón dispuesta a hacer el esfuerzo que fuese necesario, me hizo una última pregunta.
—Todavía no me ha descrito a dicho caballero. ¿No tendrá por casualidad algún rasgo notable en su apariencia personal?
—Hay algo sumamente notable, señor —respondí.
—Por favor, descríbamelo con toda exactitud.
Describí el color de piel de Oscar. Mi excelente superintendente dio muestras de renovado ánimo al escucharme. Era un caballero vestido con suma elegancia, que tenía los principescos modales de un gran señor. Fue todo un privilegio tener la ocasión de conversar con él.
—Si ese hombre desaparecido ha pasado por Francia —dijo— con un rostro tan llamativo como el suyo, existe una posibilidad de que lo encontremos. Comenzaré las indagaciones preliminares por la estación de ferrocarril, la oficina que expende los billetes para los barcos de vapor y el puerto. Sabrá usted los resultados mañana mismo.
Volví al lecho del bueno de mi padre, por el momento satisfecha.
Al día siguiente, mi superintendente me hizo el honor de visitarme.
—¿Hay noticias, señor? —le pregunté.
—Ya hay noticias, señora. El responsable de la oficina de los vapores recuerda perfectamente haber expendido un billete a un desconocido que tenía la cara de un tono terriblemente azulado. Por desgracia, su memoria no es igual de buena para otros asuntos. No es capaz de recordar con precisión ni el nombre del desconocido ni el lugar al que se embarcó. Sabemos que ha debido dirigirse o bien a uno de los puertos de la costa de Italia, o bien a otro puerto situado más a Oriente. Por el momento, eso es todo lo que sabemos.
—¿Y qué debemos hacer a continuación? —le pregunté.
—Con su permiso, me propongo enviar una descripción personal de este caballero, por telégrafo, a los distintos puertos de la costa italiana. Si no recibimos respuesta afirmativa, probaremos después en los puertos de Oriente. Este es el modo de indagación que me permito someter a su consideración. ¿Da su consentimiento para que procedamos de este modo?
Le di cordialmente mi aprobación y aguardé a los resultados con toda la paciencia a la que fui capaz de recurrir.
Pasó el día siguiente sin novedades. Mi desdichado padre se recuperaba con gran lentitud. La vil mujer que había ocasionado el desastre (y que se había dado a la fuga con su antagonista) estaba presente a todas horas en su ánimo, alterándolo y manteniéndolo postrado. ¿Cómo se consiente que una desdichada con tal capacidad de destrucción, un monstruo inmisericorde, traidor y devorador, con simple forma femenina, esté a sus anchas fuera de la cárcel? A las pobres tigresas que solo comen cuando tienen hambre, y que solo de ese modo pueden atender a sus cachorros, se las encierra en una jaula, y en cambio se deja suelta a otra bestia mucho más peligrosa, protegida además por la ley. ¡Ah, qué fácil es comprobar que son los hombres quienes hacen las leyes! Mas no importa. Las mujeres ya empiezan a dar la cara. Solo habrá que esperar un poco. Esas tigresas que andan por la vida sobre dos piernas lo pasarán muy mal cuando nosotras lleguemos al Parlamento.
El día 4 me escribió el superintendente. ¡Nuevas noticias de nuestro Oscar desaparecido!
El hombre azul había desembarcado en Génova y había tomado un ferrocarril con destino a Turín. Se realizaron nuevas indagaciones por telégrafo en el mismo Turín. Entretanto, y en el hipotético supuesto de que la persona desaparecida regresara a Inglaterra por Marsella, una serie de hombres experimentados y provistos de una descripción personal del desaparecido fueron apostados en diversos lugares públicos, a fin de que revisaran a todos los viajeros que llegaran por tierra o por mar, y de que me avisaran en caso de que llegara el viajero que buscábamos. Una vez más, el principesco superintendente sometió este plan a mi consideración y aguardó a que le diera mi aprobación, como en efecto hice, aparte de añadir toda mi admiración como parte del trato.
Pasaron los días, y el bueno de mi padre todavía andaba a caballo entre la mejora manifiesta y el empeoramiento.
Mis hermanas se hundieron, las pobrecillas, bajo el peso de tanta preocupación. Todo recayó sobre mis hombros, como de costumbre. Día tras día, mis perspectivas de regresar, a Inglaterra se iban volviendo más y más lejanas. No me llegó ni una sola línea de la señora Finch. Y esto fue suficiente para trastornarme y llevarme a dudar. Prácticamente no apartaba a Lucilla ni un solo instante de mis pensamientos. Mis preocupaciones me apremiaban una y otra vez a correr el riesgo de escribirle, pero una y otra vez se interponía un mismo obstáculo. Después de lo ocurrido entre nosotras me resultaba imposible escribirle directamente sin recuperar previamente el lugar que antes ocupaba en sus afectos. Y esto era algo que solo podría llevar a cabo entrando en una serie de particularidades que, por más que me inclinara en sentido contrario, todavía era cruel e incluso peligroso revelarle.
En cuanto a la posibilidad de escribir a la señorita Batchford, ya había puesto a prueba la paciencia de la anciana antes de marcharme de Inglaterra. Si lo intentase de nuevo, sin tener mejor excusa que mis propias inquietudes para llevar a cabo una segunda intromisión en su intimidad, era harto probable que aquella monárquica recalcitrante arrojase mi carta a la chimenea, y que tratase a su republicana remitente con el desprecio de su silencio. Grosse era la tercera y más bien la última persona de la que podía esperar alguna información. Sin embargo —¿debo confesarlo?—, no sabía yo qué podía haberle dicho Lucilla sobre nuestro distanciamiento, y mi orgullo (ruego al lector que recuerde mi condición de extranjera empobrecida) se me revolvía ante la sola idea de exponerme a una posible repulsa por su parte.
Sin embargo, el día 11 comencé a tener una sensación tan punzante de la incertidumbre que me atenazaba, amén de tan dolorosas dudas sobre lo que pudiera estar haciendo Nugent en mi ausencia, que resolví la situación escribiendo a Grosse. Según mis cálculos —y el diario pondrá de manifiesto que no erré en mis suposiciones— era cuando menos posible que Lucilla únicamente le hubiese dado cuenta del triste cometido que exigía mi presencia en Marsella, y que no le hubiera dicho nada más. Acababa de abrir mi escritorio cuando entró nuestro medico en la sala y anunció con gran alborozo que por fin podía responder de la plena recuperación del bueno de ni padre.
—¿Puedo entonces regresar a Inglaterra? —pregunté con ansiedad.
—No, no tan de repente. Sigue siendo usted su enfermera predilecta; deberá acostumbrarle poco a poco a la idea de que se va a marchar. Si lo hiciera bruscamente, podría producirle una recaída.
—No haré nada con brusquedad. Dígame solamente cuándo no habrá el menor peligro de que me vaya.
—Digamos que dentro de una semana.
—¿El 18?
—El 18.
Cerré el escritorio. Al cabo de unos cuantos días podía tener la seguridad de encontrarme en Inglaterra, casi al mismo tiempo en que llegara una respuesta de Grosse a Marsella. En semejantes circunstancias, mejor iba a ser esperar hasta hallarme en condiciones de hacer indagaciones por mi cuenta, con toda seguridad y con absoluta independencia. Comparando las fechas se verá que, si hubiese escrito al oculista alemán, mi carta habría llegado demasiado tarde. Era día 11, y Lucilla se había marchado de Ramsgate, con Nugent, el día 5.
Durante todo este tiempo solo tuvimos una pequeña noticia que nos compensara de nuestras indagaciones acerca de Oscar. Y esta pequeña noticia no me pareció que mereciera credibilidad.
Se nos dijo que alguien lo había visto en un hospital militar —en el hospital de Alejandría, en el Piamonte, me parece—, trabajando a las órdenes de los cirujanos como asistente de los heridos que habían sobrevivido a la famosa campaña franco-italiana contra Austria. (Téngase en cuenta, si no es mucho pedir, que escribo sobre sucesos acaecidos en el año de 1859, y que la paz de Villafranca se firmó en julio de aquel año.) Trabajar como enfermero en un hospital me pareció una ocupación que estaba en absoluto desacuerdo con el temperamento y el carácter de Oscar, de modo que insistí en considerar esa información algo erróneo o incluso falso.
El día 17 tuve por fin el pasaporte en regla y ya había hecho la mayor parte de mi equipaje, preparándome para emprender mi viaje de vuelta a Inglaterra al día siguiente.
Por grande que fuera el esmero con que traté de acostumbrarlo a la idea, mi pobre padre se mostró tan inamoviblemente reacio a permitir que le abandonara que me vi obligada a optar por una suerte de compromiso. Le prometí que, una vez resuelto el asunto que exigía mi presencia en Inglaterra, volvería de inmediato a Marsella y haría con él el trayecto de regreso a su casa de París tan pronto como se encontrase en condiciones de viajar. Con esta condición me dio su permiso. Pese a que no nadaba yo en la abundancia, preferí de lejos hacer el viaje dos veces y menguar de este modo los exiguos fondos de mi bolsillo, antes que seguir por más tiempo sin saber qué estaba ocurriendo en Ramsgate… o en Dimchurch, según fuera el caso. Una vez libre mi ánimo de toda preocupación relacionada con mi padre, no supe qué me atormentaba más, si mi deseo de hacer las paces con mi amiga y hermana o mis vagos temores por los males que pudiera haber ocasionado Nugent aprovechando mi ausencia. Una y mil veces me pregunté si la señorita Batchford habría enseñado mi carta a Lucilla. Una y mil veces me pregunté si habría tenido yo el feliz privilegio de mostrar a Nugent tal como era en realidad, y a fin de cuentas guardar así a Lucilla para Oscar.
Por la tarde del 17 salí sola a tomar el aire y a mirar los escaparates de los comercios. Da igual quién sea, de alta o baja cuna, hermosa o más bien fea, porque una mujer siempre encuentra alivio mirando escaparates.
No llevaba ni siquiera cinco minutos en la calle cuando me encontré a mi principesco superintendente.
—¿Alguna noticia? —le pregunté.
—No, todavía no.
—¿Todavía? —repetí—. ¿Es que entonces espera noticias?
—Estamos a la espera de un vapor italiano que llegará a puerto antes del anochecer —dijo el superintendente—. Quién sabe lo que podría ocurrir.
Con una exquisita reverencia se despidió. No sentí el menor alborozo al contemplar la yerma perspectiva que se abría ante mí con esas últimas palabras. Habían llegado muchísimos vapores a Marsella sin traer ninguno la menor noticia del desaparecido, tantos que yo ya daba una mínima trascendencia a la llegada del barco italiano. Sin embargo, no tenía nada mejor que hacer, deseaba pasear, y pensé que no me sentaría mal ir hasta el puerto y ver la llegada del navío.
El navío estaba en la rada cuando llegué al muelle.
Encontré al hombre que habíamos contratado para inspeccionar a los viajeros puntualmente apostado en su sitio. Gracias a su influencia pudo saltar por encima de las irritantes leves y reglamentaciones de Francia, que impedían toda libertad de movimiento dentro de los límites establecidos al respecto, y me procuró un sitio en la sala de aduanas, a través de la cual estaban obligados a pasar todos los pasajeros del barco. Acepté su cortés invitación sencillamente porque me alegré de poder tomar asiento y descansar en un lugar tranquilo después del paseo. No tenía ni siquiera la menor sombra de una idea, y ni siquiera imaginaba que algo pudiera sacar en claro de mi visita a la rada.
Al cabo de un buen rato comenzaron a llegar los pasajeros a la aduana. Cuando miraba con languidez a la primera media docena de desconocidos, noté que alguien me tocaba en el hombro. Me di la vuelta y me encontré con nuestro hombre: en un estado de indescriptible excitación, me pedía que no perdiera yo la compostura.
Como estaba muy tranquila, me quedé mirándole extrañada.
—¿Por qué?
—¡Está aquí! —exclamó—. ¡Vea!
Señaló a los pasajeros que aún llenaban la sala. Miré hacia donde me indicaba, y en el instante perdí la cabeza y solté un chillido que atrajo hacia mí todas las miradas. ¡Sí! Allí estaba su pobre, querida cara decolorada. ¡Allí estaba Oscar en persona, pasmado y boquiabierto al verme!
Le quité de la mano la llave de su baúl y se la di a nuestro hombre, que se ocupó de someterlo a la inspección de los aduaneros y de llevarla después al lugar en que yo me alojaba. Tomé a Oscar del brazo con toda mi fuerza y pasé entre el gentío que llenaba la sala; a las puertas del muelle detuve un taxi. A mi alrededor, las personas que se fijaron en mi excitación no dejaron de murmurar compasivamente: «¡Es la madre del hombre azul!». ¡Qué idiotas! Debieran haberse percatado, pienso yo, de que solo tengo edad suficiente para ser su hermana mayor.
Una vez al abrigo del vehículo pude respirar de nuevo tranquila, y le compensé por todas las angustias que me había causado dándole un beso. Podría haberlo besado mil veces. El asombro lo había convertido en una criatura totalmente alelada y pasiva, que estaba por completo a mi merced. Tan solo repetía débilmente, una y otra vez, la misma pregunta:
—¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto?
—¡Significa que tiene usted amigos, desdichado, que son lo bastante idiotas como para tenerle tan gran aprecio que nunca renunciarán a usted! —dije—. Y yo soy una de esos idiotas. Mañana mismo nos vamos a Inglaterra los dos, y allí podrá comprobar si Lucilla no es una idiota más.
Esta referencia a Lucilla le devolvió a la cordura. Comenzó a formular las preguntas que con toda naturalidad se le ocurrieron en semejantes circunstancias. Como yo por mi parte también tenía muchas preguntas en reserva, le indiqué sucintamente qué me había llevado a Marsella y qué había hecho, mientras estuve en esa ciudad, para tratar de descubrir el lugar en que se ocultaba.
Cuando me preguntó a continuación, no sin una breve lucha consigo mismo, qué podía decirle de Nugent y de Lucilla, no puedo ni debo negar que vacilé antes de contestarle. Sin embargo, bastó un momento de consideración para recordar las complicaciones y los contratiempos que nos habían sobrevenido a resultas de ocultar la verdad, y le dije a Oscar con toda franqueza lo que ya he referido aquí, empezando por mi entrevista nocturna con Nugent en Browndown y terminando con mis medidas de precaución para proteger a Lucilla mientras vivía al cuidado de su tía.
Tuve un gran interés en comprobar qué efecto producían en él estas revelaciones.
Mi observación me llevó a formarme dos conclusiones. La primera, que el tiempo y la ausencia no habían producido el menor cambio en el amor que el pobre sentía por Lucilla. La segunda, que nada, salvo una prueba absolutamente irrefutable, iba a inducirle aceptar la desfavorable opinión que me merecía la personalidad de su hermano. En vano declaré que Nugent había abandonado Inglaterra con el pretexto de ir en su busca y que en realidad dejó en mis manos, tal como demostraba nuestro encuentro, el intento de localizarlo. Admitió de inmediato que no había visto a Nugent y que no había tenido noticias de él. No obstante, la confianza que tenía en su hermano seguía siendo inalterable.
—Nugent es la viva imagen del honor —repitió una y otra vez, sin cesar, mirándome de soslayo y dándome así a entender que mi franca opinión sobre su hermano le había dolido y ofendido.
Apenas había tenido tiempo de percatarme de ello cuando llegamos a mi alojamiento. Parecía reacio a entrar conmigo en la casa.
—Supongo que tendrá usted alguna prueba que demuestre lo que acaba de afirmar sobre Nugent —dijo mientras se detenía en la entrada—. ¿No ha escrito usted a Inglaterra desde que se encuentra aquí? ¿No ha recibido respuesta?
—He escrito a la señora Finch —respondí—, y no he recibido su respuesta.
—¿No ha escrito a nadie más?
Le expliqué en qué situación me encontraba con la señorita Batchford, así como mis vacilaciones en escribir a Grosse. El rescoldo del resentimiento que tenía contra mí, que había estado medio oculto desde que le hablé de su hermano y de Lucilla, por fin prendió en llamaradas.
—Estoy en total desacuerdo con usted —estalló con gran enojo—. Tergiversa usted a Lucilla y tergiversa a Nugent. Lucilla es incapaz de decir nada en contra de usted, y menos a Grosse; Nugent es igualmente incapaz de llevarla por el mal camino, a pesar de lo que usted supone. ¡Qué horrible ingratitud atribuye al uno! ¡Qué horrible vileza al otro! La he escuchado con toda la paciencia de que he sido capaz, y estoy profundamente agradecido por el interés que ha puesto usted en mí, pero se me hace imposible seguir a su lado. Madame Pratolungo, ¡sus sospechas son inhumanas! No aporta nada que se parezca ni de lejos a una prueba que respalde esas sospechas. Voy a ordenar que me traigan mi equipaje, si usted me lo permite, y emprendo viaje a Inglaterra en el siguiente tren. Después de todo lo que me ha dicho, no puedo darme ni un descanso hasta que averigüe personalmente la verdad por mis propios medios.
¡Este fue el resultado de todas las molestias que me había tomado para localizar a Oscar Dubourg! Poco importa ahora cuánto dinero invertí en su búsqueda; no soy tan rica como para despreocuparme por el dinero. Baste con pensar en las molestias y el afán. De haber sido yo un hombre, muy en serio pienso que podría haberlo derribado de un golpe. Como solo soy una mujer, le dediqué una reverencia y lo zaherí con mis palabras.
—Como usted quiera, señor mío —dije—. He hecho todo lo posible por estar a su servicio, y usted, a cambio, se pelea conmigo y me deja así. ¡Váyase! No es usted el primer imbécil que se pelea con su mejor amigo.
Ya fueran las palabras, ya fuera la reverencia, ya fuera lo uno con lo otro, lo cierto es que se avino a razones. Me pidió disculpas y las acepté. Y me pareció excesivamente ridículo, cosa que me puso de nuevo de un humor excelente.
—Es usted un muchacho estúpido —le dije mientras lo tomaba por el brazo y me encaminaba a la escalera—. Cuando nos conocimos en Dimchurch, ¿le parecí yo una mujer suspicaz, o una mujer inhumana? ¡Respóndame a eso!
Me respondió con toda franqueza.
—Me pareció usted un dechado de amabilidad y de bondad. Sin embargo, creo que es natural que desee alguna confirmación… —Se calló y volvió bruscamente a la carta que yo había enviado a la señora Finch. El silencio de la esposa del rector le alarmaba—. ¿Cuánto tiempo hace que la escribió?
—La escribí el 1 de este mes —repuse.
Adoptó un aire pensativo. Subimos en silencio el siguiente tramo de la escalera. En el rellano me detuvo y tomó de nuevo la palabra. No podía quitarse de la cabeza mi carta sin contestar.
—La señora Finch suele perder todo lo que se puede perder —dijo—. ¿No le parece probable que, teniendo en cuenta sus costumbres, le haya contestado y que, al ir a buscar su carta para escribir correctamente la dirección, descubriese que a su carta le había ocurrido como al pañuelo o a la novela, o a tantas otras cosas más, y que no haya sido capaz de encontrarla?
Hasta ese punto, semejante posibilidad parecía muy propia del carácter de la señora Finch. Me di cuenta de que así era, pero yo estaba demasiado preocupada para extraer la inferencia lógica. Lo que dijo Oscar a continuación me iluminó sobre el asunto.
—¿No ha ido a ver la Lista de Correos? —preguntó.
¿En qué estaría yo pensando? ¡Por supuesto! Había perdido mi carta, seguramente había dado la vuelta entera a toda la casa en su busca, y el rector habría acallado el tumulto ordenando a su esposa que me escribiera a la Lista de Correos. ¡Qué extraño me pareció que hubiésemos cambiado de lugar! En vez de pensar con claridad yo en favor de Oscar, era Oscar quien pensaba con total claridad por mí. ¿No resulta increíble mi rematada estupidez? Recuerde el lector qué gran peso y qué angustia tuve que soportar durante mi estancia en Marsella. ¿Es posible que alguien piense en todo cuando está tan afligido como estaba yo? No, ni siquiera alguien tan inteligente como el propio lector habría sido capaz de tenerlo todo en cuenta. Tal como suele decirse, si «hasta el mismo Homero se echa a veces una cabezada», ¿cómo no iba a pasarle lo propio a madame Pratolungo?
—Nunca se me había ocurrido pensar en la Lista de Correos —le dije a Oscar—. Si no le importa que volvamos sobre nuestros pasos, podemos preguntar ahora mismo.
Estuvo totalmente de acuerdo. Bajamos de nuevo a la calle. Por el camino a la oficina de correos, aproveché la primera oportunidad que tuve y le pedí a Oscar que me diera cuenta de sus andanzas.
—He satisfecho su curiosidad en la medida de mis posibilidades —dije mientras caminábamos por las calles cogidos del brazo—. Ahora, ¿qué le parece si satisface usted la mía? La única información que me ha llegado de usted es que se le vio en un hospital militar en Italia. Lógicamente, no será verdad…
—Es totalmente cierto.
—¿Usted en un hospital militar, atendiendo a los soldados?
—Eso es exactamente lo que he hecho.
No tuve palabras para manifestar mi asombro. Tan solo pude pararme en seco y mirarlo boquiabierta.
—¿Era esa la ocupación en que pensaba cuando se marchó de Inglaterra? —le pregunté.
—No pensaba en nada cuando me fui de Inglaterra —respondió—, salvo el propósito que le confié a usted. Después de lo ocurrido, tenía que irme porque se lo debía a Lucilla y a Nugent. Abandoné Inglaterra sin que me importase adónde ir. Por casualidad fue el tren a Lyón el primero que salía cuando llegué a París. Tomé ese primer tren. En Lyón vi por casualidad, en un periódico francés, un reportaje sobre el sufrimiento de los hombres malheridos después de la batalla de Solferino. Me invadió ese impulso, presa de mi propia desdicha, de ayudar en sus miserias a otros hombres que sufrían. En todos los demás sentidos había malgastado yo mi vida. El único uso realmente digno al que podía dedicarme era el de hacer el bien en la medida de mis posibilidades, y allí podía hacerlo. Me las ingenié para conseguir las cartas de presentación necesarias en Turín. Con ayuda de esos documentos pude ser de cierta utilidad, bajo el mando de los cirujanos y enfermeras, en el cuidado de los pobres mutilados y tullidos. También hice alguna aportación de mis propios recursos para ayudarlos a empezar de nuevo a ganarse la vida.
Con esas palabras sencillas y viriles me relató su historia.
Una vez más sentí, como ya había sentido antes, que en el carácter de este joven inocente se escondían no pocas reservas de fuerza que habían pasado completamente desapercibidas a mi observación superficial. Al elegir su vocación vi claramente que había seguido la convención moderna en casos como el suyo. La desesperación tiene sus propias modas, igual que la manera de vestir. La desesperación antigua (sobre todo la del género de Oscar) llevaba a los hombres a ser soldados o a entrar en un monasterio. La desesperación moderna los lleva a ser enfermeros; así cicatrizan las heridas, se fortalece el físico, y uno se cura —o no— de esa útil e ingrata manera. Ciertamente, Oscar no había descubierto ninguna novedad; había actuado únicamente guiado por la moda. No obstante, entendí que eran necesarios un gran coraje y una considerable resolución para superar los obstáculos que evidentemente tuvo él que superar, así como insistir sin cejar en el empeño, una vez adoptada esta vía de acción. Había empezado discutiendo con él, y ahora me faltaba muy poco para acabar respetándolo. No tenía duda: había valido la pena, a fin de cuentas, guardar a Lucilla para un hombre como él.
—¿Me permite que le pregunte adónde se dirigía cuando nos encontrarnos en el puerto? —proseguí—. ¿Se ha marchado de Italia porque ya no había demasiados soldados heridos que curar?
—Ya no había trabajo para mí en el hospital al que me habían destinado —dijo—. Y con la población ajena al hospital, ente los pobres y los afligidos, existían ciertas dificultades por ser yo extranjero y protestante. Podría haber superado estos obstáculos sin demasiadas complicaciones ya que el italiano es un pueblo esencialmente bondadoso y amable. Hubiera bastado con proponérselo. Sin embargo, se me ocurrió que mi deber era atender a mis compatriotas. La miseria que pide alivio a gritos en todo Londres no tiene parangón en ninguna ciudad de Italia. Cuando nos encontramos, iba rumbo a Londres para poner mis servicios a disposición de cualquier clérigo de un barrio depauperado que aceptara la ayuda que en mi mano estuviera brindarle. —Hizo una pausa, vaciló, y añadió en voz baja—: Ese era uno de mis objetivos al regresar a Inglaterra. Me parece de elemental honestidad reconocerle que también tenía otros motivos.
—¿Motivos relacionados con su hermano y con Lucilla? —sugerí.
—Sí. ¡No me interprete mal! No vuelvo a Inglaterra para retractarme de lo que le dije a Nugent. Sigo dejándole en libertad para defender su causa ante Lucilla, y que lo haga él en persona. Sigo resuelto a no afligirme ni tampoco a causarles a ellos la menor aflicción regresando a Dimchurch. No obstante, siento un anhelo que nada logra apagar, y es el anhelo de saber cómo han terminado las cosas entre ellos. ¡No me pida que le diga nada más! A pesar del tiempo transcurrido, todavía se me rompe el corazón al hablar de Lucilla, había aspirado a verla a usted en Londres, para que me contase de sus propios labios lo que tanto anhelaba yo saber. Juzgue por sí misma cuáles eran mis esperanzas cuando vi su rostro, y perdone mi amarga decepción cuando descubrí que no tenía ninguna noticia que darme y sobre todo cuando me habló de Nugent como lo hizo. —Calló de pronto y me apretó el brazo con afecto—. ¿Y si estuviéramos en lo cierto sobre la carta de la señora Finch? —añadió—. ¿Y si estuviera esperándola en correos?
—¿Y bien?
—Esa carta tal vez contenga las noticias que más deseo saber.
Lo detuve allí mismo.
—De eso yo no estoy tan segura —respondí—. No sé qué es lo que tanto desea usted saber.
Dije estas palabras con un propósito bien claro. ¿Qué noticias eran las que tanto deseaba? A pesar, de todo lo que me había dicho, mi propio instinto me respondió: desea saber, a ciencia cierta que Lucilla sigue estando soltera. Mi objetivo al hablar como le hablé no era otro que tentarle a que me contestase, y me confirmara esta opinión. Sin embargo, evadió la respuesta. ¿Fue esto una confirmación en sí misma? Sí, a mi juicio lo fue.
—¿Me dirá usted qué contiene esa carta? —preguntó, pasando por alto, ya se ve, lo que acababa de decirle.
—Sí, por supuesto, si es que usted lo desea —respondí, aunque no estaba del todo satisfecha de la falta de confianza que así me mostraba.
—¿Sin que importe lo que diga esa carta? —siguió. Era evidente que dudaba de mí.
Volví a responder que sí. Una sola palabra, nada más.
—Supongo que sería pedir demasiado —insistió— que me permitiera leer, la carta con mis propios ojos…
Como bien sabe el lector, a estas alturas, no tengo yo el temperamento de una santa. Retiré con presteza mi brazo del suyo y lo miré de arriba abajo con lo que el pobre Pratolungo solía llamar «mi mirada romana».
—¡Señor Oscar Dubourg! Diga con toda sencillez que no se fía usted de mí…
Protestó, por supuesto, y afirmó que no era cierto… Pero no produjo en mí el menor efecto. Repase mentalmente el lector los insultos, preocupaciones, quebraderos de cabeza y ansiedades que me habían importunado a cada paso en compensación por el interés de amiga que me había tomado yo por el bienestar de ese hombre. Y si es un esfuerzo demasiado grande el que pido, tenga entonces la bondad de recordar la nota de despedida que me dejó Lucilla en Dimchurch, seguida en ese momento por una manifestación igualmente enojosa de la desconfianza que me tenía Oscar. Y no olvide que recientemente había pasado yo una dura prueba junto al lecho de mi padre. Creo que así comprenderá y sin duda reconocerá que cualquier talante más dulce incluso que el mío se habría agriado en semejantes circunstancias.
No respondí una sola palabra a las protestas de Oscar. Tan solo me puse a rebuscar con vehemencia en el bolsillo de mi vestido.
—Tenga —le dije al abrir el tarjetero—, esta es mi dirección en esta ciudad. Y aquí tiene mi pasaporte, si es que lo desea.
Le obligué a tomar en sus manos mi tarjeta y mi pasaporte. Miró ambos papeles con total desvalimiento, asombrado.
—¿Y qué he de hacer con esto? —preguntó.
—Llevarlo a la Lista de Correos. Si hay una carta a mi nombre remitida desde Dimchurch, le doy mi autorización para que la abra. Léala antes de que llegue a mis manos, y tal vez de ese modo se dé por satisfecho.
Afirmó que no estaba dispuesto a hacer tal cosa y trató de devolverme mis documentos por la fuerza.
—Le ruego que no se abstenga —le dije—. He terminado con usted y con sus asuntos. A mí la carta de la señora Finch no me importa nada. Si de veras se encuentra en la Lista de Correos, no me tomaré la molestia de ser yo quien la solicite. ¿Qué me pueden importar a mí las noticias de Lucilla? ¿Qué me importa a mí que esté casada o no? Me vuelvo junto a mi padre y mis hermanas. Decida usted si desea o no la carta de la señora Finch.
Esto zanjó el asunto. Él se fue con mis documentos a la oficina de correos, y yo volví a mi alojamiento.
Al llegar a mi habitación, todavía defendía la resolución que le había expresado a Oscar en la calle. ¿Por qué iba a abandonar a mi pobre y anciano padre para volver a Inglaterra y mezclarme con los asuntos de Lucilla? Después del modo en que se despidió de mí, ¿tenía yo alguna perspectiva razonable de que me recibiera de forma civilizada? Oscar ya estaba de camino a Inglaterra; que Oscar se cuidase de sus propios asuntos, y que los tres (Oscar, Nugent y Lucilla) se peleasen todo lo que quisieran. ¿Qué tenía yo que ver, la viuda de Pratolungo, con tan fraudulenta maraña familiar? ¡Nada! Hacía un día caluroso a pesar de la estación del año en que estábamos; la viuda de Pratolungo, sabia mujer donde las haya, decidió ponerse cómoda. Abrió su baúl, se quitó la ropa de viaje, se puso una bata de andar por casa, dio una vuelta por la habitación y, si el lector se hubiese tropezado con ella en ese momento, no le habría arrendado yo la ganancia, por descontado.
(¿Qué pensará el lector, a estas alturas, acerca de mi coherencia? ¿Cuántas veces he cambiado de parecer sobre Lucilla y Oscar? Basta con echar las cuentas desde el día en que me fui de Dimchurch. ¡Debo de ser la viva imagen de la perpetua contradicción! ¡Y qué improbable resulta que actúe yo de esta manera tan ilógica! El lector, jamás ha cambiado de parecer bajo la influencia de las circunstancias o de su propio temperamento. No, el lector es lo que se suele llamar un personaje coherente. ¿Y yo? Oh, yo solo soy un ser humano, y tengo la dolorosa conciencia de que no tengo nada que hacer dentro de un libro.)
En una media hora, apareció la criada con un paquetito para mí. Lo había dejado un desconocido con acento inglés y una cara que daba miedo. Había anunciado su intención de pasar más tarde a visitarme. La criada, una gordezuela saltarina, se echó a temblar al repetirme el mensaje y preguntó si estaba enemistada con el hombre de la cara terrible.
Abrí el paquete. Contenía mi pasaporte y, cómo no, la carta de la señora Finch. ¿La habría abierto? ¡Sí! No había sido capaz de resistir la tentación. Por si fuera poco, había escrito un par de líneas a lápiz: «En cuanto me encuentre en condiciones de verla, le suplicaré que me perdone. Todavía no me atrevo a presentarme ante usted. Lea la carta y entenderá el porqué».
Abrí la carta. Estaba fechada el 5 de septiembre. Pasé por encima de las primeras frases sin prestar demasiada atención: gracias por mi carta, felicidades por la pronta recuperación de mi padre, información sobre las encías del bebé y sobre el último sermón del rector, más información sobre alguien que la señora Finch estaba convencida de que me interesaría y me deleitaría… ¡¡¡Qué!!! «El señor Oscar Dubourg ha vuelto y se encuentra ahora con Lucilla en Ramsgate».
Arrugué la carta en una sola mano. Nugent había justificado mis peores presagios sobre lo que haría durante mi ausencia. ¿Qué pensaba el verdadero Oscar Dubourg de su hermano, al leer esa frase en Marsella? Todos somos mortales, todos somos perversos. Esto es una monstruosidad, pero es cierto. Viví un instante triunfal.
Pasado ese momento de perversidad, volví a ser buena. Es decir, me avergoncé de mi reacción.
Alisé la carta y busqué con impaciencia alguna noticia sobre la salud de Lucilla. Si las noticias eran favorables, la carta que dejé al cuidado de la señorita Batchford ya debía de estar en poder de Lucilla; debía de haber expuesto la abominable impostura de Nugent, que había suplantado a su hermano; debía de haberla guardado, así pues, para Oscar. En tal caso, todo iría bien de nuevo (y mi querida Lucilla lo reconocería) gracias a mí.
Después de contarme las noticias de Ramsgate, la señora Finch comenzaba a desbarrar. Acababa de descubrir (como había supuesto Oscar) que había perdido mi carta. Conservaría la suya, decía, hasta el día siguiente con la esperanza de encontrarla. Si no lo conseguía, probaría suerte con la Lista de Correos de acuerdo con la sugerencia (no del señor Finch, ahí me equivoqué), sino de Zillah, que tenía parientes en el extranjero, y que también había hecho uso algunas veces de la Lista de Correos. Así seguía perorando la señora Finch, con su desaseada caligrafía de letras grandes y redondas, hasta el pie de la tercera página.
Le di la vuelta. La caligrafía era ahora más desaseada que nunca; había dos grandes borrones en el papel, su estilo adquiría tintes débilmente histéricos. ¡Dios del cielo! ¡Qué tuve que leer cuando por fin descifré el final! Véalo el lector por sí mismo; aquí están sus palabras:
Han pasado unas cuantas horas, ya es la hora del té, ¡ay! mi querida amiga, a duras penas consigo sujetar la pluma de tanto que tiemblo, no se lo creería usted, la señorita Batchford acaba de llegar a la rectoría, trae la terrible noticia de que Lucilla se ha dado a la fuga con Oscar, no sabemos el porqué, no sabemos adónde, solo que se han marchado solos los dos, una carta de Oscar explica a la señorita Batchford todo eso y nada más, ¡oh! le ruego que vuelva en cuanto pueda, el señor Finch se lava las manos en este asunto, la señorita Batchford se ha marchado de la casa rectoral enfurecida con él, estoy terriblemente agitada y hasta he tenido que darle al señor Finch el bebé, que está llorando hasta ponerse morado. Afectuosamente suya,
AMELIA FINCH
Todos los arranques de rabia que hubiera tenido yo con anterioridad, a lo largo de mi vida, no fueron nada en comparación con la rabia que me devoró cuando leí la cuarta página de la carta de la señora Finch. ¡Nugent se había burlado de mí y de todas mis precauciones! ¡Nugent había arrebatado a Lucilla a su hermano de la manera más vil y con toda impunidad! Tiré por la borda todo mi comedimiento femenino. Me senté con las piernas de cualquier manera, como un hombre. Me metí las manos en los bolsillos de la bata. ¿Que si lloré? Tan solo se lo diré al lector al oído, y no pienso ir más allá. Blasfemé.
No tengo ni idea de cuánto me duró el ataque. Solo recuerdo que me distrajo el ruido de alguien que llamaba a la puerta. Abrí con furia y me encontré con Oscar en el umbral.
En su cara noté una expresión que me tranquilizó de inmediato. En su voz resonó un tono que hizo aflorar las lágrimas a mis ojos.
—Debo partir hacia Inglaterra dentro de dos horas —dijo—. ¿Me perdonará, madame Pratolungo, antes de que me vaya?
No dijo nada más. Y sin embargo… Si lo hubiera visto el lector, si le hubiera oído decirlo, habría estado tan dispuesto como yo no solo a perdonarle, sino a ir incluso hasta el fin del mundo con él. Eso es lo que le habría dicho, y eso es lo que le dije yo.
Al cabo de otras dos horas íbamos los dos en el tren, camino de Inglaterra.