CAPÍTULO XX

Vuelta al bueno de mi padre

La promesa que le di no iba a exponerme a la molestia de tener que montar guardia durante bastante tiempo para evitar que se produjeran accidentes. Con tal de pasar con bien los próximos cinco días, podríamos sentirnos seguros ante el futuro. En el último día del año, para cumplir las estipulaciones del testamento, Lucilla estaba obligada a irse a Londres para pasar los tres meses de rigor en casa de su tía.

En ese breve intervalo que transcurrió antes de su partida, abordó en dos ocasiones el peliagudo asunto.

En la primera ocasión me preguntó si sabía yo qué medicamento estaba tomando Oscar. Alegué mi ignorancia y pasé cuanto antes a tratar otros asuntos. En la segunda ocasión todavía dio un paso más en su camino hacia el descubrimiento de la verdad. Me preguntó si sabía yo cómo se efectuaba físicamente la curación. Como ya estaba informada de que los ataques eran debidos a ciertos trastornos cerebrales, estaba impaciente por saber si el tratamiento médico tenía alguna probabilidad de afectar a la cabeza del paciente. Esta pregunta (a la que como es lógico no pude yo contestar) se la formuló a los dos médicos. Advertidos por Oscar con anterioridad, los dos la tranquilizaron al decirle que el proceso de curación actuaba de forma general y no tendría ningún efecto en la cabeza del paciente. A partir de ese momento quedó satisfecha su curiosidad. Tenía otros asuntos de interés en los cuales pensar antes de abandonar Dimchurch, así que no volvió a incidir en esta espinosa cuestión.

Se dispuso que yo acompañase a Lucilla a Londres.

Oscar tenía previsto seguirnos cuando su salud le permitiera emprender el viaje. En calidad de prometido de Lucilla tenía derecho a entrar en casa de su tía mientras Lucilla residiera bajo su techo. En cuanto a mí, se me admitió gracias a la intercesión de esta. Se negó a pasar tres meses separada de mí. La señorita Batchford contestó por escrito con gran cortesía y me ofreció su hospitalidad durante el día. No disponía en su casa de una segunda habitación para huéspedes, de modo que acordamos que yo dormiría en una casa de huéspedes próxima a su domicilio. En esa misma casa de huéspedes se acomodaría Oscar cuando los médicos dieran el visto bueno a su traslado a Londres. Si las cosas iban por buen camino, se consideraba probable que la boda pudiera celebrarse al término de los tres meses que pasaría Lucilla en el domicilio de la señorita Batchford.

Tres días antes de la fecha prevista para la partida, todos estos planes se fueron al garete al menos en la medida en que a mí me afectaban.

Recibí carta de París, una carta con malas noticias. Mi ausencia había producido el peor efecto de los posibles en el bueno de mi padre. Nada más verse libre de mi influencia se había vuelto completamente intratable. Mis hermanas me aseguraban que la abominable mujer de cuyas garras lo había rescatado terminaría al fin y, a la postre por casarse con él a menos que yo volviera a aparecer de inmediato en la escena. ¿Qué cabía hacer? No cabía hacer nada, salvo cogerse una rabieta, apretar los dientes, lanzar toda clase de objetos en la soledad de mi habitación y volver cuanto antes a París.

Lucilla se comportó de manera encantadora. Cuando comprobó lo enojada y afligida que estaba yo, reprimió toda manifestación de disgusto por su parte y mostró la más fiel y afectuosa consideración hacia mis sentimientos.

—No deje de escribirme a menudo —me dijo la encantadora criatura—, y vuelva a mi lado en cuanto le sea posible.

Fue su padre quien la acompañó a Londres. Dos días antes de su partida me despedí de la rectoría y de Browndown, y de nuevo me puse en camino rumbo a París por la ruta de Newhaven y Dieppe.

No estaba de humor (tal como se dice en inglés) para andarme con minucias, así que decidí llamar a las cosas por su nombre cuando llegó el momento de controlar este nuevo estallido de mi reverdecido padre. En el acto insistí en que era necesario alejarlo de París, de modo que opté por llevármelo de viaje por buena parte del continente. No hice el menor caso a sus abrazos paternales, fui sorda a sus nobles sentimientos. Él aseguró que sin duda moriría en el camino. Cuando ahora lo recuerdo, me maravilla mi propia crueldad. «En route, papa!», le dije. Hice sus maletas y nos fuimos a Italia.

Estuvo enamorado en diversos intervalos de tal bella viajera, de tal otra, durante todo el trayecto de París a Roma. (¡Qué maravilloso viejecito!) Nada más llegar a Roma, ese semillero de los peores enemigos de la humanidad, me ocupé de administrar un correctivo moral que extinguiera el ardor del autor de mi existencia. La Ciudad Eterna alberga trescientas sesenta y cinco iglesias y (digamos) tres millones y sesenta y cinco cuadros. Insistí en que lo viera todo, tanto las iglesias como los cuadros, ¡a la avanzada edad de setenta y cinco años! Los efectos sedantes que resultaron de mi empeño fueron exactamente los que yo había previsto. Dejé estupefacto al bueno de mi padre con las iglesias y los cuadros, y solo después le puse a prueba con una mujer de mármol. Se quedó dormido ante la Venus del Capitolio. Cuando vi semejante escena, me dije que por fin había cumplido mi propósito: por fin estaba debidamente reformado el donjuán.

La correspondencia de Lucilla, al principio animada, adquirió paulatinamente un tono más desalentado.

Habían pasado seis semanas desde que se marchó de Dimchurch, y las cartas de Oscar seguían sin expresar la menor esperanza de que pudiera reunirse con ella en Londres. Su recuperación progresaba a buen paso, aunque no tan deprisa como había supuesto su médico. Puestos a pensar francamente en lo peor, incluso cabía la posibilidad de que el médico no le diera permiso para marchar de Browndown antes de que llegara el momento en que Lucilla regresara a la rectoría. En tal caso, él solo podía encarecerle que tuviera paciencia y que no olvidara que, si bien ganaba terreno poco a poco, todavía estaba en proceso de mejora. En semejantes circunstancias, Lucilla se sentía lógicamente contrariada y abatida. Nunca (me escribió), desde su adolescencia, nunca había pasado en compañía de su tía una temporada tan triste como la que estaba pasando ahora.

Al leer esta carta, instantáneamente hubo algo que me olió a chamusquina.

Yo mantenía con Oscar una correspondencia casi tan asidua como con Lucilla. En su última carta vi que contradecía abiertamente la última carta que envió a su prometida. Al escribirme a mí declaraba que avanzaba a grandes pasos hacia su restablecimiento. Con el nuevo tratamiento comenzaban a espaciarse los ataques, que empezaban asimismo a ser cada vez más breves. Así las cosas, a Lucilla le había enviado una versión más bien pesimista de los acontecimientos, y a mí me había enviado en cambio un informe prometedor.

¿Qué podía estar pasando?

La siguiente carta que recibí de Oscar aclaró mis dudas.

Le dije en mi última carta —me escribió— que había comenzado la decoloración de mi piel. La tez que usted en otro tiempo tuvo la bondad de admirar en voz alta ha desaparecido ya para siempre. Ahora tengo un lívido color ceniza, tan parecido a la muerte que a veces yo mismo me sobresalto al verme en el espejo. En el plazo de unas seis semanas más, según los cálculos del doctor, esta coloración se oscurecerá hasta adquirir un tinte azul negruzco, y será entonces cuando «la saturación» (como él la llama) esté completa.

Lejos de sentir cualquier pesar inútil por haber tomado la decisión de someterme al medicamento que me produce este feo efecto, me siento más agradecido a mi nitrato de plata de lo que podría expresar con ninguna palabra. Si me preguntase usted por la extraordinaria exhibición de filosofía que así despliego, podría contestarle en dos palabras. Durante los últimos diez días no he sufrido un solo ataque. Si quiere que se lo diga de otro modo, afirmaré que durante los últimos diez días he vivido en el paraíso. Afirmo que de muy buena gana habría dado un brazo o una pierna con tal de alcanzar esta bendita paz de espíritu, la embriagadora confianza en el futuro (pues de eso se trata, nada menos) que siento ahora.

Existe sin embargo un inconveniente que me impide disfrutar incluso ahora de esta perfecta tranquilidad. ¿Cuándo ha existido en este mundo un placer ajeno a la posibilidad de que el dolor aceche oculto en él?

Últimamente he descubierto una peculiaridad de Lucilla que para mi es totalmente nueva, y que me ha causado una desagradable impresión. La confesión que me proponía hacerle sobre el cambio de mi apariencia personal ahora se ha tornado una cuestión de una dificultad muchísimo más seria de lo previsto cuando hablamos usted y yo del asunto aquí en Browndown.

¿Había descubierto usted que la mayor de sus antipatías es una antipatía puramente imaginaria a las personas de tez oscura y a los colores oscuros, cualesquiera que sean? Este extraño prejuicio es resultado, supongo yo, de un mórbido desarrollo de su invidencia, sin duda tan inexplicable para ella como para los demás. Sea o no explicable, lo cierto es que está en ella. Lea el extracto que sigue, tomado de una de sus cartas a su padre, que su propio padre me mostró, y verá cómo no le extraña saber que me echo a temblar al pensar en el momento en que yo mismo haya de decirle lo que he hecho.

Es así como escribe Lucilla al señor Finch:

«Mucho lamento decir que he tenido una pequeña riña con mi tía. Ya está todo arreglado, aunque es cierto que después de lo ocurrido apenas pueda decir que seamos tan buenas amigas como éramos antes. La semana pasada hubo aquí una cena; entre los invitados se encontraba un caballero hindú (convertido al cristianismo) por el que mi tía ha tomado un gran aprecio. Mientras me ayudaba a vestirme la doncella, tuve el infortunio de preguntarle si había visto alguna vez al hindú, y al saber que sí lo había visto, tuve un infortunio aún mayor al pedirle que me explicase cómo era. Según su descripción se trata de un hombre muy alto y muy delgado, de tez oscura y olivácea y ojos negros muy brillantes. Mi maligna imaginación comenzó a funcionar en el acto sobre esta espantosa combinación de oscuridades. Por más que intentase resistirme, mentalmente me figuré al hindú como una especie de monstruo con forma humana. Habría dado medio mundo a cambio de poder excusarme y no tener que bajar al salón. En el último instante me mandaron llamar y me presentaron al hindú. En el instante en que lo sentí aproximarse, mis tinieblas se poblaron de demonios. Me tomó de la mano. Traté por todos los medios de dominarme, pero la verdad es que no pude evitar estremecerme y alejarme en el momento en que me tocó. Las cosas todavía empeoraron más cuando tomó asiento a mi lado en la mesa del comedor. En menos de cinco minutos tuve a mi alrededor a un montón de seres alargados, sinuosos, de ojos negros; sentí que continuamente aumentaba su número y que, a medida que más eran, más se acercaban a mí. Terminé por verme obligada a levantarme de la mesa. Cuando todos los invitados se hubieron marchado, mi tía se mostró furiosa conmigo. Reconocí que mi conducta había sido extremadamente irracional. Al mismo tiempo, le pedí que procurase disculparme. Le recordé que era invidente desde que tenía un año de edad, y que en realidad no tenía ni la menor idea de cómo eran las personas, salvo por las imágenes que de ellas me formaba en la imaginación gracias a las descripciones de los demás y gracias al conocimiento que adquiría yo mediante el sentido del tacto. Le rogué que tuviera a bien recordar que, en mi situación, la imaginación tiende a jugarme malas pasadas, que no tengo yo vista con la que ver ni ojos que me muestren, tal como les muestran a quienes pueden ver, cuándo me he formado una falsa imagen de las cosas o de las personas. Fue todo en vano. Mi tía no admitió que hubiera disculpa alguna a mi comportamiento. Me irritó tanto su injusticia que hube de recordarle una antipatía que ella tiene, una antipatía tan ridícula como la mía, que es su aversión a los gatos. Mi tía, que sin embargo puede ver que los gatos son inofensivos, se echa a temblar y palidece a pesar de todo si hay un gato en la misma habitación que ella. Si se compara mi horror insensato a las personas de tez oscura con su insensato horror a los gatos, ¿cuál de las dos tiene derecho a enojarse con la otra?».

Esa era la cita de la carta de Lucilla a su padre. Después de esta, Oscar reanudaba la suya de esta manera:

Me pregunto si por fin me comprenderá cuando le diga que al escribir a Lucilla he pintado el estado de mi caso de la peor de las maneras. Esta es la única disculpa que puedo aducir por no haber ido a verla a Londres. Cansado como estoy de nuestra larga separación, no consigo animarme a correr el riesgo de verla en presencia de desconocidos que al instante se percatarían de mi terrorífico color de piel, y que sin duda me delatarían ante ella. ¡Piense en sus estremecimientos, piense en que ella se apartase espeluznada de mí cuando yo tomara su mano! ¡No, no! Debo elegir yo cuándo ha de llegar mi propia oportunidad, en la tranquilidad de este lugar, para decirle lo que (supongo) debo decirle, con tiempo de sobra para preparar su ánimo para la revelación, si es que ha de llegar el momento, y sin que ninguna persona, salvo usted, llegue a ser testigo de los primeros y mortificantes efectos del terrible sobresalto y del quebranto que sin duda he de causarle.

Únicamente me queda por añadir, antes de despedirme de usted, que le escribo estas líneas en la más estricta confidencialidad. Me ha prometido usted no hacer mención de mi afeamiento a Lucilla, a no ser que yo le dé permiso. Ahora más que nunca le pido que cumpla esa promesa. Las pocas personas que aquí me rodean han jurado guardar mi secreto igual que usted. Si realmente es inevitable que ella llegue a conocer la verdad, debo ser yo quien se la revele, y habré de hacerlo a mi manera y cuando lo estime conveniente.

«Si es que ha de llegar el momento», «si realmente es inevitable»… Al ver esas expresiones en la carta de Oscar me di por enterada de la situación, pues comprendí que el joven ya había empezado a consolarse con una idea enloquecida y engañosa, esto es, la idea de que fuese posible ocultar a Lucilla de manera permanente la fealdad del cambio físico que se había obrado en él.

De haber estado yo en Dimchurch, no me cabe la menor duda de que habría empezado a sentirme seriamente inquieta ante el curso que, al parecer, habían tornado los acontecimientos.

Sin embargo, la distancia tiene un extraño efecto al alterar la manera acostumbrada que tiene cada cual de pensar en los asuntos de casa. Al encontrarme en Italia, y no en Inglaterra, descarté de mi ánimo las aversiones de Lucilla y los escrúpulos de Oscar, pues tanto unas como otros se me antojaron indignos de una seria consideración. Tarde o temprano, me dije, el tiempo haría que esos dos conflictivos jóvenes recobrasen la cordura. De ello se seguiría su matrimonio, y así habría terminado todo. Entretanto, continué agasajando al bueno de mi padre con las Sagradas Familias y las iglesias. ¡Pobrecito! ¡Cómo bostezó ante los cuadros de los Carracci, ante las cúpulas de Roma! ¡Con qué fervor me prometió que jamás volvería a enamorarse, con tal de que yo a cambio lo llevara de vuelta a París!

Emprendimos el viaje de vuelta uno o dos días después de recibir la carta de Oscar. Dejé a mi padre debidamente reformado y dispuesto a dar descanso a sus ancianos huesos en su propia butaca, tal vez todavía capaz de concebir un platónico enamoramiento con una dama de su propia edad, pero capaz en el fondo (yo al menos lo creía firmemente) de bien poca cosa más. «¡Ah, hija mía, déjame descansar! —dijo cuando me despedí de él—. ¡Y nunca más vuelvas a enseñarme una iglesia o un cuadro, nunca más, mientras yo siga vivo!».