CAPÍTULO XXI
Madame Pratolungo regresa a Dimchurch
Llegué a Londres durante la última semana que iba a pasar Lucilla en la residencia de su tía, y esperé en la ciudad hasta que llegó el día de acompañarla de regreso a Dimchurch.
En cuanto se vio que era demasiado tarde para que Oscar se arriesgase a su temido encuentro con Lucilla en presencia de personas desconocidas, sus cartas adquirieron con toda naturalidad un tono más alegre. Ella estaba de nuevo más animada, pobrecilla, cuando nos volvimos a encontrar, y la vi encantada de tenerme de nuevo a su lado. Disfrutamos a conciencia de los pocos días que nos quedaban en Londres y nos hartamos de música, de óperas y conciertos. Me entendí a las mil maravillas con su tía hasta que llegó el último día, cuando sucedió algo que me delató y me llevó a reconocer cuáles eran mis convicciones políticas.
La consternación de la anciana señora cuando descubrió que yo tenía la innegable esperanza de que llegara un día en que se hiciera realidad el exterminio de los reyes y los curas, así como una redistribución general de la propiedad en todo el mundo civilizado, es imposible de expresar con palabras. En esa ocasión hice temblar a otro aristócrata. También me cerré para el resto de mis días la puerta de la casa de la señorita Batchford, ¡mas no importa! Se acerca el día en que todos los Batchford de la humanidad no tendrán siquiera una puerta que cerrar. Toda Europa se va acercando cada vez más al programa de Pratolungo. ¡Animaos, hermanos míos sin tierras, hermanas sin dinero depositado en el banco! Todavía hemos de resarcirnos de la infamia de los ricos. ¡Viva la República!
A principios del mes de abril Lucilla y yo nos marchamos de la metrópolis y regresamos a Dimchurch.
A medida que nos acercábamos a la casa rectoral, a medida que Lucilla comenzó a ponerse colorada y a dar muestras de un nerviosismo manifiesto y de impaciencia por reunirse con Oscar, la intranquilidad que tan fácilmente había descartado yo cuando estaba en Italia poco a poco encontró el camino de vuelta a mi ser. Fue mi imaginación, no la suya, la que comenzó a forjarse imágenes, pasmosas imágenes de Oscar, en las que se había transformado en una de las cabezas de Medusa, tan terrible que los ojos de ningún mortal eran capaces de mirarla. ¿Dónde nos recibiría? ¿A la entrada del pueblo? No. ¿En la cancela de la casa rectoral? No. ¿En la quietud del jardín, en la parte trasera de la casa? ¡Sí, seguro! Allí estaba esperándonos… a solas.
Lucilla se arrojó en sus brazos con un chillido extasiado. Yo me quedé detras y los observé.
¡Ah, con qué viveza recuerdo, en el instante en que ella lo abrazó, el primer sobresalto que me sacudió al ver sus dos caras tan juntas! La droga había hecho su efecto. Vi la blanca mejilla de Lucilla inocentemente apoyada contra el tono cárdeno, casi del todo azul negruzco, de su piel decolorada. ¡Cielos, con qué crueldad subrayó aquel primer abrazo el contraste existente entre el Oscar que yo dejé al marcharme y el Oscar en que se había transformado para entonces! Apartó su mirada de Lucilla para mirarme a mí con una callada apelación en los ojos, sin dejar de estrecharla entre sus brazos. Su mirada me relató su pensamiento con tanta elocuencia como si él lo hubiera expresado con todas las letras. «Usted, que ama a Lucilla, dígame: ¿llegaremos algún día a cometer la crueldad de contarle esto?».
Me acerqué para darle la mano. En ese mismo instante Lucilla se apartó súbitamente de él, depositó la mano sobre su hombro y pasó la mano derecha rápidamente sobre su rostro.
Por un momento pensé que se me paraba el corazón. Su milagrosa sensibilidad al tacto había detectado el color oscuro de mi vestido el día en que nos conocimos. ¿Le valdría en esta ocasión con la misma fidelidad que entonces?
Lucilla hizo una pausa tras haber pasado los dedos sobre la cara de Oscar, y contuvo la respiración debido a la absoluta atención que puso en percibir lo que tan solo había rozado, que yo por mi parte recordaba tan bien; acto seguido pasó por segunda vez la mano sobre el rostro, se paró a considerar lo que su sentido le indicaba y se volvió hacia mí.
—¿Qué le dice a usted su cara? —me preguntó—. A mí me dice que tiene algo en mente. ¿Qué será?
¡Por el momento, estábamos a salvo! El odioso medicamento, al alterar la coloración, no había afectado a la textura de la piel. Tal como su sentido del tacto la dejó al despedirse de él, así se la había encontrado a su regreso.
Sin darme tiempo a contestar, fue Oscar quien respondió por sí mismo.
—No pasa nada, cariño —dijo—. Hoy tengo los nervios un poco destemplados, y el alborozo de verte de nuevo ha podido más que yo. Nada más.
Ella meneó la cabeza con impaciencia.
—No —dijo—, eso no puede ser todo. —Le palpó el corazón—. ¿Por qué te late tan deprisa? —Le tomó de la mano—. ¿Por qué la tienes tan fría? Venga, dímelo. Y lo sabré, ¡vaya si lo sabré! Venga, vayamos dentro.
En ese momento tan embarazoso, el más tedioso de los hombres resultó ser de pronto el hombre más bienvenido entre los vivos. Apareció por el jardín el rector para recibir a su hija. Envuelta por los abrazos paternales del reverendo Finch, asediada por su voz prodigiosa, Lucilla fue efectivamente silenciada, y a la fuerza cambiamos de tema de conversación. Oscar me llevó hasta un lugar en el que ella no me escuchara, aprovechando que Lucilla no podía prestarle toda su atención.
—La he visto —me dijo—. Se quedó usted horrorizada nada más verme. Y tuvo un gran alivio al ver que por el tacto ella no llegó a saber nada. Ayúdeme a no dejar que sospeche nada al menos durante otros dos meses, y será usted la mejor amiga que ningún hombre haya tenido jamás.
—¿Dos meses? —repetí.
—Así es. Si en dos meses no se reproducen los ataques, el doctor considerará que mi recuperación ha sido completa. Al final de ese plazo, Lucilla y yo podremos casarnos.
—Amigo Oscar, ¿está usted considerando la posibilidad de cometer un fraude con Lucilla?
—¿Qué quiere decir?
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Sabe usted muy bien qué quiero decir! ¿Le parece honorable engañarla primero para que se case con usted y confesarle después de qué color tiene usted la cara?
Suspiró con amargura.
—Si se lo confieso, será inmenso el horror que sienta hacia mí. ¡Míreme! ¡Míreme! —dijo, y elevó sus horrendas manos, desesperado, hacia su cara azul.
Yo estaba decidida a no ceder ni siquiera ante eso.
—¡Pórtese como un hombre! —dije—. Reconózcalo con valentía. ¿Por qué va a casarse ella con usted? ¿Por una cara que nunca podrá ver? ¡No! Porque su corazón de usted es uno con el suyo. Confíe en su natural buen sentido; confíe, mejor aún, en el amor tan devoto que usted le ha inspirado. Ella verá su estúpido prejuicio a la luz de la verdad cuando perciba que es ese prejuicio el que trata de separarla de usted.
—¡No! ¡No, no! Recuerde la carta que envió a su padre. La perderé para siempre si se lo digo ahora.
Lo tomé por el brazo y lo conduje encarecidamente hacia Lucilla, que ya intentaba desembarazarse de su padre. Ya la notaba anhelante de oír de nuevo la voz de Oscar.
Él se negó con gran obstinación. Empecé a sentirme enojada. En un instante más podría haber dicho o hecho algo de lo que tal vez me hubiese arrepentido después, de no haber sido por una interrupción que me impidió despegar los labios.
En el jardín se presentó otra persona que resultó ser el criado de Browndown, que traía en mano una carta para su señor.
—Acaba de llegar, señor —dijo el hombre—, en el correo de la tarde. Lleva el sello de «entrega inmediata», por eso pensé que debía traérsela aquí.
Oscar tomó la carta y miró el remite.
—¡Es carta de mi hermano! —exclamó—. ¡Es carta de Nugent!
Abrió la carta y se le escapó un grito de alborozo que llevó a Lucilla inmediatamente a su lado.
—¿De qué se trata? —le preguntó con impaciencia.
—¡Nugent vuelve! ¡Nugent vendrá a vernos en el plazo de una semana! ¡Oh, Lucilla! ¡Mi hermano viene a instalarse conmigo en la casa de Browndown!
La tomó en sus brazos y la beso, embelesado por la noticia que acababa de recibir. Ella logró desasirse sin decir palabra. Volvió su pobre semblante ciego a un lado y a otro, buscándome a mí.
—¡Estoy aquí! —le dije.
Con rudeza y enojo me tomó del brazo. Vi pintarse en su cara la tristeza y los celos a medida que me arrastraba hacia la casa. Nunca había sonado la voz de Oscar, a los oídos de Lucilla, tan feliz como acababa de sonar en ese momento. Nunca había sentido Lucilla el corazón de Oscar en sus labios tal como lo sintió cuando la besó arrebatado por la alegría que le inspiraba el regreso de Nugent.
—¿Me oye desde aquí? —susurró cuando abandonamos el césped y notó la gravilla bajo sus pies.
—No, ya no. ¿Qué ocurre?
—¡Aborrezco a su hermano!