CAPÍTULO XXXIX
Lucilla aprende a ver
A la mañana siguiente me rondaron ciertas reflexiones que no fueron precisamente bienvenidas. En la posición en que me encontraba respecto a Lucilla había algo que me producía un grave azoramiento, un elemento que no se me había manifestado cuando Nugent y yo nos despedimos en la cancela de la rectoría.
Browndown estaba desierto. En ausencia de los dos hermanos, ¿qué iba a decirle yo a Lucilla cuando el falso Oscar no se presentara a la cita que tenía con ella aquel mismo día?
¡En qué laberinto de mentiras nos había metido a todos aquella primera y fatal omisión de la verdad! Nos habíamos visto arrastrados a un engaño tras otro, y un desastre tras otro había sido el justo resultado: y, ahora que me veía en la obligación de lidiar a solas con las durísimas necesidades de nuestra situación, no me quedaba al parecer más remedio que seguir engañando a Lucilla. Estaba harta y avergonzada de todo ello. A la hora del desayuno me negué a tratar más el asunto, no sin antes haber averiguado que Lucilla no contaba con recibir a su visita hasta la tarde. Después del desayuno pasamos un rato tocando el piano. Cuando ella se cansó de la música y comenzó de nuevo a hablar de Oscar, me puse el sombrero y me impuse un encargo de índole doméstica (de los que por lo común se confiaban a Zillah) con el único propósito de salir de la casa y de aplazar hasta el último instante la odiosa necesidad de seguir diciendo mentiras. El tiempo estuvo de mi parte. Amenazaba lluvia, y por ese motivo se abstuvo Lucilla de acompañarme.
El recado me llevó hasta una granja que se encontraba por el camino de Brighton. Después prolongué mi paseo aunque ya empezaba a llover. No llevaba ninguna prenda que pudiera estropearse, y en mi estado de ánimo prefería de lejos un vestido mojado que volver en seguida a la casa rectoral.
Tras haber recorrido una milla, la soledad del camino se alivió gracias a la inesperada aparición de un carruaje abierto que procedía de Brighton. Llevaba echada la capota para proteger de la lluvia al pasajero. Este se asomó al cruzarse conmigo e hizo que se detuviera el carruaje poco más allá, con un grito que reconocí al instante, pues era la inconfundible voz de Grosse. Nuestro galante oculista insistió, a la vista del mal tiempo, en que me refugiara inmediatamente a su lado para regresar con él a la casa.
—Qué inesperado placer —dije—. Pensé que había usted dispuesto que no vería a Lucilla hasta el fin de semana.
Grosse me fulminó con su mirada a través de las lentes, con una dignidad y una seriedad propias incluso del mismísimo señor Finch.
—¿Quiere que le diga una cosa? —dijo—. Aquí tiene usted, a su lados, a un cirujano óptico perdido del todo. Pronto he de morir. Y que pongan en mi lápidas, a usted se lo pido, que la enfermedad que mató a este hombres alemán fue… la adorable señorita Finch. Cuando estoy lejos de ella, le ruego que me comprenda, que mucho es lo que lo necesito, me pongo a sudar de angustia por la joven señorita. Esa especie de metomentodos y arreglaentuertos de los dos hermanos de ustedes son como una perpetua ampollas que me hubiera salido en la mente. En vez de roncar en paz la noche enteras en mi grata cama de Inglaterra, me pongo a dar vueltas y revueltas despiertos por completo, preocupado por la señorita Finch. Aquí me tiene hoy, antes de tiempo, y ¿por qué? ¿Por probar sus ojos, pensará usted? Mi buina señora, nada de esos. No son sus ojos los que me preocupan. Sus ojos saldrán con bien. Es usted y los demás de este sitio de la casa rectoral. Me ponen ustedes nervioso, ansioso por mi pacientes. Mucho me temo que alguno de ustedes dejen que esos dos metomentodos de los dos hermanos encuentren maneras de llegar a sus bellos oídos, y que le pongan del revés su linda cabecita cuando no esté yo cerca para evitarlo. ¿La van a dejar ustedes cómoda y en paz otros dos meses más? Ach, Gott! Si al menos pudiera estar bien seguros de eso, podría dejar que esos débiles ojos que tiene se curasen por sí solos, y volvería así a Londres sin otro quehacer.
Tenía yo la intención de recriminarle muy en serio el haber llevado a Lucilla a Browndown. Después de lo que me había dicho me di cuenta de que sería inútil intentar nada por el estilo, e incluso pensé que sería doblemente inútil albergar la esperanza de que me permitiera salir de mis dificultades diciéndole a ella la verdad.
—Usted es, claro está, el mejor juez —dije—, pero no tiene usted ni idea de lo que cuestan esas precauciones suyas a los infortunados que tienen la obligación de ponerlas en práctica.
Me miró un tanto irritado al oír estas palabras.
—Ya juzgará usted por sí misma —dijo— si vale o no la pena, cuestes lo que cuestes. Si el estados de sus ojos me satisface, la señorita Finch aprenderá hoy mismo a ver. Usted estará con nosotros, obstinada mujer, y juzgará por sí misma si conviene añadir sobresaltos y agitaciones al agotamiento y a la irritabilidad y al desconcierto que ha de padecer nuestra pobre señorita antes de aprender a ver, después de haber sido ciega durante toda su vida. Ahora basta ya de discusiones, vayamos a la casa rectoral. —Para cambiar de conversación, me hizo una pregunta a la que me pareció necesario responder con cautela—. ¿Cómo está mi buen muchacho, mi brillante e inteligente Nugent? —inquirió.
—Muy bien.
Me callé, pues no estaba ni mucho menos segura del terreno que iba a pisar.
—¡Ojo a lo que le digo! —siguió diciendo Grosse—. Mi brillante Nugent sabe tenerla tranquila y cómoda. Mi brillante Nugent vale lo que el restos de ustedes todos juntos. Insisto en que siga visitando a la joven señorita en la casa rectoral a pesar de lo que diga ese saco hinchado de palabra que es el padre de la señorita Finch. Digo completamente en serio que Nugent ha de seguir yendo a la casa.
Ya no tenía remedio la cosa. Me vi obligada a decirle que Nugent se había marchado de Browndown, que yo era precisamente la persona que le había obligado a partir.
Por un momento llegué a pensar en serio que el gran cirujano iba a utilizar su hábil mano para darme un buen tirón de orejas. No hay perversión gramatical que pueda dar buena cuenta de la complejísima jerga anglo-alemana con que vertió su furia sobre mi maltrecha cabeza. Baste con decir que a su juicio era de vital importancia la suplantación de Oscar por parte de Nugent, al menos mientras Oscar estuviera ausente, con vistas al éxito del tratamiento que pensaba administrar a la sensible e incluso excitable paciente que habíamos puesto bajo sus cuidados. En vano traté de asegurarle que el objeto de Nugent al abandonar Dimchurch era precisamente arreglar las cosas trayendo de nuevo a su hermano. Grosse se negó de plano a dejarse influir por ninguna consideración especulativa de semejante índole. Dijo (y juró en arameo) que mis intromisiones habían acabado interponiendo un gravísimo obstáculo en su camino, y que tan solo la ternura y el respeto que Lucilla le merecía le impedían dar al cochero la orden de volver por donde había venido y dejar que nos las apañásemos por nuestra cuenta como mejor supiéramos.
Cuando llegamos a la cancela de la rectoría se había sosegado un poco. Mientras cruzábamos el jardín, le recordé que yo había jurado que estaría presente cuando le fuera retirado el vendaje.
—¡Mucho cuidado! —dijo—. Ahora verá usted si es buino o es malo decirle que ha estrechado con sus bellos y blancos brazos al hermano que no era. Ya me dirá usted después si de veras se atreve usted a decirle, con toda sencillez y en un inglés bien claro, que «Carazul es su hombre».
Nos encontramos a Lucilla en la sala de estar. Grosse le informó sucintamente de que no tenía mayores ocupaciones pendientes en Londres y de que por eso mismo había decidido adelantar el día de su visita.
—Cualquiera tiene ganas de hacer algo, querida mía, en un día de lluvia tan molesta y tan mojada. A ver, enséñele a papá Grosse qué sabe hacer con sus ojos ahora que de nuevos los tiene a su disposición. —Dichas estas palabras, desató el vendaje y, tomándola por el mentón, le examinó los ojos primero sin ayuda de su lupa, luego con ella.
—¿Voy por buen camino? —preguntó Lucilla con suma ansiedad.
—¡Excepcionalmente bien! Va usted, como dicen mis amigos de América, de primera. Ahora haga uso de sus ojos. Dedique una amorosa mirada al buino de Grosse antes que nada. A ver… ¡Vea, vea! ¡Vea!
No habría sido posible confundir con otra cosa el tono en que le habló. No solo estaba satisfecho con sus ojos: se sentía triunfal.
—¡Buino! —gruñó volviéndose hacia mí—. ¿Por qué no andará por aquí el señor Sebrights para echarle a esto un vistazo, eh?
Me aproximé anhelante a Lucilla. Todavía se notaba cierta veladura en sus ojos. También me fijé en que se le movían inquietos de un lado a otro, sin descanso y, en ocasiones, incluso de manera desatinada. Sin embargo, ¡qué brillantez! ¡Qué cambio! ¡Ya se notaba en ella la vida nueva de la belleza, que ese nuevo sentido le acababa de otorgar! Su sonrisa, siempre tan encantadora, había adquirido una nueva luminosidad en sus labios, y extendía toda su grácil fascinación sobre su rostro. Era imposible no sentir el deseo de besarla. Me adelanté para felicitarla, para abrazarla. Grosse dio un paso al frente y me detuvo.
—No —dijo—. Vaya hasta el otro extremo de la habitación, a ver si es capaz de ir hasta donde usted esté.
Al igual que cualquier otra persona, por no saber del asunto más que lo poco que sabía, yo no tenía ni idea del penoso desvalimiento con que trata de reafirmarse el sentido de la vista cuando lo acaba de recobrar una persona que ha sido ciega durante toda su vida. En tales situaciones, el esfuerzo de los ojos que tratan de aprender a ver es parecido al esfuerzo de las extremidades en un niño que aprende poco a poco a dar sus primeros pasos. De no haber sido por la curiosa forma de hablar que tenía Grosse, la escena de la que estaba a punto de ser testigo habría sido sumamente dolorosa de contemplar. Mi pobre Lucilla, en vez de colmarme de alegría, tal como yo supuse, podría haberme partido el alma y hecho llorar de amargura.
—¡Ahora! —dijo Grosse mientras ponía una mano sobre el brazo de Lucilla y me señalaba a mí con la otra—. Ahí está. ¿Puede dirigirse hacia ella?
—¡Pues claro que puedo!
—¡Le apuesto lo que quiera a que no! Dieces de mil libras contra una moneda de a seis peniques. ¡Vamos, vamos! ¡Inténtelo!
Lucilla respondió con un gesto desafiante y dio tres apresurados pasos al frente. Desconcertada y aterrada, se detuvo de golpe al tercer paso, antes de haber recorrido ni siquiera la mitad del camino que la separaba de mí.
—Pero si la he visto y estaba aquí —dijo señalando al suelo, al punto mismo en que ella se encontraba, y apelando a la compasión de Grosse—. La vuelvo a ver ahora… ¡y no sé dónde está! Está tan cerca que tengo la sensación de que me toca los ojos, y sin embargo… —dio otro paso más y aferró con ambas manos el aire—, sin embargo, no consigo acercarme lo suficiente para tocarla. ¡Oh! ¿Qué será esto? ¿Qué puede ser?
—Es sencillo. Significa… que le toca pagarme los seis peniques —dijo Grosse—. ¡He ganado la apuesta!
A Lucilla le dolió que él se riera de ese modo, y lo manifestó con una obstinada sacudida de cabeza y los labios fruncidos en señal de enojo.
—Espere un poco —dijo—. No me va a ganar con tanta facilidad. ¡Todavía he de alcanzarla!
En un momento más vino derecha hacia mí… con la misma facilidad con que podría haber llegado yo hasta ella solo con intentarlo.
—¡Otra apuesta! —grito Grosse, que seguía detrás de ella y se dirigía obviamente a mí—. Veintes de mil libras esta vez contra cuatro peniques de nada. Ha cerrado los ojos para llegar hasta usted. ¡Eh! ¿Que no?
¡Era cierto! ¡Se había cegado a propósito! Con los ojos cerrados era capaz de medir con toda exactitud la distancia que, con los ojos abiertos, era manifiestamente incapaz de calcular. En vista de que los dos lo habíamos detectado, la pobrecilla se sentó con un suspiro de desesperación.
—¿Y ha valido la pena —me dijo con tristeza— sufrir la operación para llegar a esto?
Grosse se reunió con nosotras al otro extremo de la sala.
—Cada cosa a su debido tiempo —dijo—. Paciencia, tenga paciencia y ya verá cómo esos desvalidos ojos que tiene usted han de aprenderlo todo. ¡Buino! Ahora mismo pienso empezar a enseñarles. Usted tiene sus propios conceptos, ¿verdad?, sobre tal y cual color. Cuando estaba usted ciega, ¿cuáles pensaba usted que serían sus colores preferidos, en el supuesto de que pudiera ver? Dígamelo, vamos.
—Primero el blanco —contestó—. Luego, el escarlata.
Grosse se paró a pensar.
—El blanco lo entiendo, claro —dijo—. El blanco es el color preferido de cualquier, joven señorita. Pero… ¿y el escarlata? ¿Es que acertaba a ver los escarlatas cuando estaba ciega?
—Casi —contesto Lucilla—. Si eran suficientemente brillantes… A veces tenía la sensación de que algo pasaba ante mis ojos cuando me enseñaban un objeto escarlata.
—En estos casos de cataratas es constantemente el escarlata el que están a punto de ver. Tiene que haber un razón de esto —musitó Grosse para sí—, y, yo le pienso encontrar. —Prosiguió haciendo preguntas a Lucilla—. ¿Y el color que más detesta… cuál es?
—El negro.
Grosse asintió con un gesto.
—Ya me lo parecía —dijo—. Siempre detestan el negro. Y de este también tiene que haber un razón… Y yo he de encontrarle.
Una vez expresada esta resolución, se aproximó al escritorio y sacó una hoja de papel de uno de los cajones, así como un secante semicircular de tela roja que estaba sobre la bandeja. Después, miró a su alrededor, volvió contoneándose hasta el otro extremo de la sala y agarró el sombrero de fieltro negro con que había hecho el viaje desde Londres. Puso en fila el sombrero, el papel y el secante. Antes de hacerle la siguiente pregunta, Lucilla señaló el sombrero con un gesto de desagrado.
—Quite eso de ahí —dijo—. No me gusta.
Grosse me hizo callar sin darme tiempo a decir nada.
—Espere un poco —me dijo al oído—. No es tan maravilloso como usted cree. Todos estos ciegos, cuando ven por primera vez, tienen todos el mismo odios por las cosas oscuras. —Se volvió a Lucilla—. A ver —le dijo—. ¿Está su color favoritos entre estos tres objetos?
Lucilla pasó por delante del sombrero con gesto de desprecio; miró el secante, lo tomó y lo dejó donde estaba; miró la hoja de papel, la cogió con la mano, titubeó… y volvió a cerrar los ojos.
—¡No! —exclamó Grosse—. No lo pienso tolerar. ¿Cómo se atreve a cerrar los ojos en mi presencia? ¿Cómo se puede? Yo le devuelvo la vista y usted me cierra los ojos. Ábralos… o la pondré en un rincón, cara a la pared, como se hace con las niñas que no se portan bien. ¡Sus colores favoritos! ¡Venga, venga, venga!
Lucilla abrió los ojos muy de mala gana y de nuevo miró el secante y la hoja de papel.
—Aquí no veo nada que de veras brille tanto como mis colores favoritos —dijo.
Grosse alzó la hoja de papel e insistió sin misericordia.
—¿Qué? ¿Es que es más blanco que esto?
—¡Cincuenta mil veces más blanco!
—Buino. ¡Ahora, atención! Esta hoja de papel es blanca. —Cogió el pañuelo que llevaba en el bolsillo de su propio vestido—. Este pañuelo también es blanco. Son blanquísimos los dos. Primera lección, pues, mi querida señorita. Aquí tengo en mis propias manos sus colores favoritos cuando usted estaba ciega.
—¡Eso! —exclamó Lucilla mientras señalaba el pañuelo y la hoja de papel, con un gesto de completa decepción. Él los dejó sobre la mesa. Ella volvió a acariciar el secante y el sombrero y se volvió para mirarme. Grosse, que estaba a la espera de ensayar todavía otro experimento, dejó que fuera yo quien le respondiese. En uno y otro caso, el resultado había sido el mismo, igual que en el caso de la hoja de papel y el pañuelo. El escarlata no era ni la mitad de rojo y el negro ni la centésima parte de negro de lo que su imaginación le había llevado a suponer en los tiempos en que estuvo ciega. Sin embargo, en lo referente a este último color (el negro), sintió ciertos motivos para arrimarse. Le había afectado de forma desagradable (tal como le había afectado la visión de la cara del pobre Oscar), aunque en realidad no lo hubiera identificado con el color que tanto le repugnaba. Hizo un esfuerzo, la pobrecilla, por reafirmarse en contra del inmisericorde cirujano y maestro—. ¡Pero si lo odié nada más verlo!
Mientras lo dijo, trató de arrojar el sombrero a una silla que estaba junto a ella, pero lo arrojó en cambio muy por encima del respaldo, contra la pared, a más de un metro y medio del lugar al que había apuntado.
—¡Soy una boba sin remedio! —exclamó. Se puso roja como la grana de pura mortificación—. ¡No dejen que Oscar me vea! ¡No soporto siquiera la idea de ponerme en ridículo delante de él! Y ya viene… —añadió a la vez que se volvía hacia mí para implorarme—. Invéntese alguna excusa para que no me vea hasta más avanzado el día.
Le prometí que encontraría una excusa, tanto más a mi favor, pues vi de pronto una inesperada ocasión para tratar de reconciliarla en cierta medida (al menos mientras estuviera aprendiendo a ver) con el vacío que se había producido en su vida a raíz de la ausencia de Oscar.
De nuevo se dirigió a Grosse.
—¡Prosiga! —dijo con impaciencia—. Enséñeme a dejar, de ser una idiota… o póngame de nuevo el vendaje y hágame ciega de nuevo. ¡Mis ojos no me valen de nada! ¿Me oye? —exclamó furiosa, sujetándole por sus anchos hombros y zarandeándolo con todas sus fuerzas—. ¡Mis ojos no me valen de nada!
—¡Basta, basta! —exclamó Grosse—. Si no mantiene la calma, pequeña escupefuegos, no le voy a enseñar nada. —Tomó la hoja de papel y el secante y, obligándola a sentarse, colocó muy juntos ambos objetos sobre su regazo—. ¿Sabe usted una cosa? —prosiguió—. ¿Sabe usted qué quiere decir cuando se dice que un objeto es cuadrados, o cuando se dice que es redondos?
En vez de contestarle, apeló indignada a mi opinión.
—¿No es monstruoso —preguntó— oírle hacer semejante pregunta? ¿Que si sé distinguir lo redondo de lo cuadrado? ¡Qué crueldad, qué humillación! ¡No se lo digan a Oscar! ¡No se lo digan a Oscar, por favor!
—Si lo sabe —insistió Grosse—, no tendrá inconveniente en decírmelo. Observe esos dos objetos que tiene en el regazo. ¿Son los dos redondos, o son los dos cuadrados? ¿O acaso es uno redondos y el otro es cuadrados? Mire, mire y dígame.
Ella los observó… y no dijo nada.
—¿Y bien? —preguntó Grosse.
—¡Me desconcierta usted ahí de pie y mirándome así, con sus horribles lentes! —dijo ella sumamente irritada—. ¡Si no me mira, se lo diré inmediatamente!
Grosse se volvió hacia mí con su diabólica sonrisa y me indicó mediante una señal que no la perdiera de vista.
En el mismo instante en que le dio la espalda, Lucilla cerró los ojos y pasó sobre el papel y el secante las yemas de los dedos.
—Uno es redondo y el otro es cuadrado —respondió, y abrió los ojos con astucia, justo a tiempo de aprobar la inspección crítica de Grosse, en el momento en que este se volvía hacia ella.
Grosse tomó el papel y el secante y se los quitó de las manos; como había entendido a la perfección el engaño, los cambió por un platillo de bronce y un libro.
—¿Cuál es redondos? ¿Y cuál es cuadrados? —preguntó sosteniendo ambos objetos ante ella.
Lucilla miró primero uno y luego el otro, claramente incapaz, con la sola ayuda de sus ojos, de responder a esa pregunta.
—Ya, ya veo que todavía la desconcierto, ¿verdad? —dijo Grosse—. Será que no puede cerrar los ojos, mi adorable señorita Finch, mientras yo la estoy mirando. ¿Es eso?
Ella se volvió a poner colorada… y luego pálida. Empecé a temer que comenzara a llorar sin poder contenerse. Grosse la manipuló a la perfección. El tacto de ese áspero, feo, excéntrico caballero de cierta edad, era sin duda el tacto más perfecto que he conocido nunca.
—Cierre los ojos —le dijo para tranquilizarla—. Esta es la manera adecuada de aprender. Cierre los ojos y coja los objetos con sus manos, y dígame cuál es redondos y cuál es cuadrados, dígamelo a su manera.
Lucilla se lo dijo sin dudar.
—¡Buino! Abra los ojos y vea por sí misma que es el platos lo que tiene en la mano derecha y el libros en la izquierda. ¿Lo ve? ¡Buino otra vez! Déjelos en la mesa. A ver qué vamos a hacer…
—¿Puedo intentar escribir? —preguntó ansiosa—. Me muero de ganas de ver si puedo escribir con los ojos, no con el dedo.
—¡No! ¡Y dieces de mil veces no! Prohíbo la lectura, prohíbo la escritura al menos de momento. Venga conmigo a la ventana. ¿Qué tal le valen esos molestísimos ojos suyos de lejos?
Mientras ensayábamos nuestros experimentos con Lucilla, el tiempo había vuelto a mejorar. Las nubes dejaban pasar el sol; los grandes trechos azules del cielo se iban ensanchando a cada paso; las sombras se desplazaban grandiosas sobre las laderas de las colinas, barridas por el viento. Lucilla levantó las manos admirada, incapaz de hablar, cuando el alemán abrió la ventana y la colocó de cara frente al paisaje.
—¡Oh! —exclamó—. ¡No me digan nada! ¡No me toquen siquiera! ¡Déjenme disfrutarlo! Aquí no hay desilusiones. ¡Nunca jamás había pensado, nunca había soñado siquiera con algo ni la mitad de hermoso!
Grosse me miró y me la señaló en silencio. Se había puesto muy pálida y temblaba de pies a cabeza, abrumada por el éxtasis glorioso ante la belleza espectacular del cielo y de la tierra, que en ese momento se ofrecían a su vista por vez primera. Comprendí qué había querido indicarme el cirujano al señalármela. «Vea —quiso decir—, vea con qué criatura tan delicadamente compuesta hemos de lidiar. ¿Es acaso posible pecar por exceso de cuidado al manejar un temperamento tan sensible como este?». Comprendiéndole de sobra, yo también me eché a temblar nada más pensar el futuro. Todo dependía de Nugent, y Nugent me había dicho con sus propios labios que ni siquiera él se fiaba de sí mismo.
Fue un gran alivio para mí que Grosse la interrumpiera. Lucilla rogó casi de rodillas que se le permitiera seguir un poco más en la ventana, pero él no accedió. Entonces la muchacha voló al instante al otro extremo.
—Esta es mi sala de estar y yo soy dueña de mis actos —dijo enojada—. Insisto en hacer lo que me plazca.
Grosse tenía su respuesta preparada.
—Haga usted lo que le plazca; fatigue esos débiles ojos, y mañana, cuando trate de mirar por la ventana, no será capaz de ver nada de nada. —Esta respuesta la aterrorizó y en el acto se avino a razones. Con sus propias manos ayudó a colocarse el vendaje de nuevo.
—¿Puedo volver a mi habitación? —preguntó con la sencillez de una niña—. He visto cosas tan hermosas… que quiero pensar ellas a solas.
El médico concedió el deseo de su paciente. Todo cuanto la indujera a descansar, él sin duda lo veía con buenos ojos.
—Si viene Oscar —me susurró al pasar a mi lado camino de la puerta—, no deje de decírmelo. ¡Y mucho cuidado! No le hable de los errores que he cometido. —Calló un instante, como si estuviera pensando—. No me entiendo —dijo—. Nunca había sido tan feliz, nunca en toda mi vida. ¡Y tengo ganas de llorar! —Se volvió hacia Grosse—. Venga aquí. Hoy ha sido usted muy bueno conmigo. Le voy a dar un beso. —Apoyó levemente ambas manos sobre los hombros, le besó la mejilla arrugada; me dio un pellizco en la cintura… y nos dejó a solas. Grosse se volvió bruscamente hacia la ventana e hizo uso de su enorme pañuelo de seda con un propósito que (mucho me temo) no le había dado desde hacía muchos años.