CAPÍTULO XII

El señor Finch huele dinero

Un motivo de alarma doméstica retrasó por espacio de unas cuantas horas nuestro paseo a Browndown.

La anciana nodriza, Zillah, había enfermado aquella noche. Tan poco la aliviaron los remedios que pudimos aplicarle que, por la mañana, fue necesario llamar a un médico. Este vivía a cierta distancia de Dimchurch, y a su llegada tuvo que enviar a un propio a que recogiera en su casa los medicamentos apropiados al caso. A resultas de estos retrasos era ya casi la una de la tarde cuando los remedios del médico empezaron a surtir efecto y la nodriza se sintió suficientemente restablecida para permitir que nos fuéramos y la dejásemos al cuidado de los criados.

Nos habíamos vestido para dar el paseo (Lucilla estuvo lista muchísimo antes que yo) y tan solo habíamos llegado a la cancela del jardín, camino de Browndown, cuando al otro lado de la tapia oímos la voz de un hombre, afinada en una soberbia gama de barítono, que pronunciaba estas palabras:

—Créame, mi estimado señor; le aseguro que no surgirá la menor dificultad. Tan solo tendré que remitir el cheque a mis banqueros en Brighton.

Lucilla se sobresaltó y me sujetó por el brazo.

—¡Mi padre! —exclamó con absoluto asombro—. ¿Con quién estará hablando?

La llave de la cancela estaba en mi poder.

—¡Qué voz tan imponente tiene su padre! —dije al sacar la llave del bolsillo. Abrí la cancela. Allí, frente por frente a nosotras, en el mismo umbral y cogidos del brazo, como si se conocieran desde la infancia, estaban el padre de Lucilla y… ¡Oscar Dubourg!

El reverendo Finch dio comienzo a las presentaciones tomando a su hija afectuosamente en sus brazos.

—¡Mi queridísima niña! —dijo—. He recibido tu carta, tu interesantísima carta, esta misma mañana. En el momento mismo en que la leí, sentí que estaba en deuda con el señor Dubourg. En calidad de párroco de Dimchurch comprendí con absoluta claridad que era un asunto de mi incumbencia dar consuelo a un hermano que se encontraba sumido en la aflicción. Por así decir, sentí de veras un gran anhelo por estrechar la mano derecha de la amistad con este hombre que tanta adversidad y tan arduos pesares ha tenido que sufrir. Pedí prestado el carruaje de mi amigo y fui derecho a Browndown. Hemos mantenido los dos una larga y cordial conversación, Y me he traído al señor Dubourg a casa. Es preciso que sea uno más de la familia. Mi querida hija, el señor Dubourg debe ser uno más de la familia. Permíteme que te presente: mi hija primogénita, el señor Dubourg.

¡Y llevó a cabo la ceremonia de las presentaciones con la mayor gravedad del mundo, como si de veras creyese que Oscar y su hija se acababan de conocer!

Nunca había puesto yo los ojos en un hombre de aspecto más mezquino que ese rector. Apenas me alcanzaba al hombro. En lo sustancial, era tan míseramente flaco que parecía la viva imagen del hambre. En las calles de Londres habría amasado una fortuna con solo salir a mostrarse ante el público mal envuelto con sus ropas andrajosas. Tenía toda la cara picada de viruela. Llevaba el cabello corto e hirsuto, erizado como los pelos de una escoba. Sus ojillos entre blancuzcos y grises tenían un mirar inquieto, inquisitivo, indescriptiblemente irritante e incómodo. Su único motivo de distinción personal consistía en su espléndida voz de barítono, una voz que casi no tendría derecho a existir en la persona que la utilizaba. Hasta que una se acostumbraba a tan marcado contraste, había algo lisa y llanamente insufrible al oír la soberbia tonalidad que salía de un cuerpecillo tan despreciable. La famosa expresión latina contiene a fin de cuentas la mejor descripción que podría dar yo del reverendo Finch. En verdad que una voz y nada más[3].

—Madame Pratolungo sin duda, ¿verdad? —prosiguió volviéndose hacia mí—. Encantado de conocer a la juiciosa compañera y amiga de mi hija. Debe ser usted una más de la familia, igual que el señor Dubourg. Permítame presentarla: madame Pratolungo, el señor Dubourg. Esta es el ala antigua de la casa rectoral, estimado señor. Hemos hecho algunas obras de restauración… A ver, déjeme pensar… ¿Cuánto hace? Sí, creo que fue antes del penúltimo parto de la señora Finch. —Pronto descubrí que el señor Finch calculaba el tiempo transcurrido de acuerdo con los partos de su esposa—. El interior le resultará sin duda muy curioso e interesante. ¡Lucilla, hija mía! Ya ve, señor, que la Providencia ha tenido a bien que mi hija padezca de ceguera. ¡Inescrutables son los caminos de la Providencia! Lucilla, esta es tu ala de la casa, así que toma del brazo al señor Dubourg y condúcenos tú al interior. Haz los honores, mi niña. Madame Pratolungo, permita que le ofrezca mi brazo. Lamento no haber estado presente cuando llegó usted, para haberla recibido debidamente en la rectoría. Considérese, se lo ruego, como de la familia. —Calló y bajó su voz prodigiosa hasta emitir una suerte de gruñido confidencial—. ¡Deliciosa persona el señor Dubourg, ya lo creo! No sabría explicarle cuán complacido estoy con él. ¡Y qué triste y lamentable historia la suya! Cultive la amistad del señor Dubourg, mi querida señora. Como favor personal, le ruego que cultive la amistad del señor Dubourg.

Lo dijo con lo que me pareció una hondísima ansiedad; más aún, lo subrayó apretándome afectuosamente la mano.

He conocido a muchas personas de gran audacia a lo largo de mi vida. Sin embargo, la soberbia audacia del reverendo Finch —su manera de insistir nada menos que delante de nuestras narices en que había sido él quien había descubierto a su vecino antes que nadie, y en que Lucilla y yo éramos absolutamente incapaces de entender y apreciar a Oscar sin que él nos prestara su ayuda— no tenía parangón en mi experiencia. Me pregunté a qué podría deberse su conducta en este asunto, tan inesperada para Lucilla como para mí, y qué podía significar. El conocimiento que de él tenía y que había obtenido a través de su hija, junto con el recuerdo de lo que le oímos decir cuando aún estaba al otro lado de la tapia, me llevó a pensar que tan solo podía tratarse de una cosa: dinero.

Nos reunimos en la sala de estar.

Entre todos nosotros, la única persona que estaba de veras a sus anchas era el señor Finch. En ningún momento dejó a solas a su hija con su invitado. «Hija mía, muéstrale esto al señor Dubourg; muéstrale aquello, o lo de más allá. Señor Dubourg, mi hija posee tal cosa, mi hija posee tal otra». Así estuvo pavoneándose por toda la estancia. Oscar parecía un tanto amilanado por las abrumadoras atenciones de su nuevo amigo. Por lo que acerté a ver, Lucilla estaba irritada, en secreto, por verse autorizada por su padre a prestar a Oscar aquellas atenciones que sin duda habría preferido ofrecerle por decisión propia y por su natural instinto. En cuanto a mí, empezaba a estar harta de la condescendiente cortesía con que nos obsequiaba el diminuto sacerdote de la voz tonante. Fue un alivio para todos nosotros que en medio de su exhibición llegara un mensaje relacionado con ciertos asuntos domésticos, un mensaje de la señora Finch, por medio del cual requería la inmediata presencia de su esposo en el ala de la casa que ocupaba la casa rectoral.

Obligado a dejarnos, el reverendo Finch hizo su discurso de despedida, para lo cual tomó la mano de Oscar, en una especie de custodia paternal, entre sus propias manos. Habló con tan sonora cordialidad que la porcelana y los ornamentos de cristal del chiffonier de Lucilla de hecho tintinearon a modo de acompañamiento de sus atronadoras notas de bajo.

—Venga a tomar el té, mi querido señor. Sin ceremonias. Hoy mismo, a las seis. Hemos de animarnos unos a otros, señor Dubourg. Una compañía animada, un poco de música. Lucilla, mi niña querida, tocarás alguna pieza para el señor Dubourg, ¿verdad? Madame Pratolungo hará lo propio si yo se lo solicito, estoy seguro. Hasta el aburrimiento de Dimchurch convertiremos en motivo de agrado para nuestro nuevo vecino, seguro que sí. ¿Cómo lo dice el poeta? «Clavada a un lugar no es la felicidad sincera; no se la encuentra en ningún lugar, si no está en todos a la vez». ¡Qué reconfortante! ¡Qué verdadero! En fin, buenos días; buenos días.

La cristalería siguió tintineando. Las piernas marchitas y magras del señor Finch se lo llevaron de la sala.

En el momento en que nos dio la espalda, las dos asaltamos a Oscar con la misma pregunta. ¿Qué había ocurrido en la entrevista que mantuvo con el reverendo Finch?

Todos los hombres son incompetentes por igual cuando se trata de satisfacer a las mujeres, máxime si se tiene en cuenta que las cuestiones entre uno y otro sexo son cuestiones de pequeño detalle. En la posición en que se encontraba Oscar, una mujer habría sido capaz de relatarnos no solo la conversación entera con el rector, sino también cada uno de los insignificantes incidentes que la hubieran ilustrado. Tal como fueron las cosas, solo pudimos extraer de nuestro insatisfactorio interlocutor un elemental resumen de la conversación. Nosotras tuvimos que colorearla y rellenar los huecos que quedaron en blanco.

Según su propia confesión, Oscar había reconocido debidamente la amabilidad de su visitante y abrió su corazón al simpático rector, aparte de haber situado al precavido sacerdote y al excelente hombre de negocios en posesión de un completísimo conocimiento de todos sus asuntos personales. A cambio, el reverendo Finch le habló con la mayor franqueza. Trazó un triste panorama de la pobreza en que vivía en Dimchurch, aunque no dejó de calificarlo de legado eclesiástico; le habló también con tanto sentimiento de la deteriorada condición en que se encontraba la antigua e interesante iglesia que el pobre y simple Oscar, tan afligido como entusiasmado por la piedad, sacó del bolsillo su chequera y suscribió sobre la marcha una donación para el fondo de reparaciones de la antigua torre redonda. Aún estaban los dos ocupados con el asunto de la torre y de la donación cuando nosotras abrimos la cancela del jardín y los dejamos pasar. En cuanto oí su relato comprendí los motivos que habían impulsado a actuar a nuestro reverendo amigo tan a fondo como si hubieran sido los míos. Vi con absoluta claridad que el rector le había tomado a Oscar la justa medida en el aspecto financiero, y que en su fuero interno quedó satisfecho, y que pensó que si fomentaba en los dos jóvenes el cultivo de una mutua amistad, algún dinero (por emplear su propia expresión) podría obtenerse de ello. Tal como pensé, había puesto en primer lugar el asunto de «la torre redonda» más que nada por sondear el panorama; a su debido tiempo seguiría con una apelación de naturaleza más personal al bolsillo bien surtido del buen Oscar. En resumidas cuentas, fue en mi opinión tan agudo (no sin antes haber estudiado el carácter de su amigo) como para prever un incremento de sus ingresos, y no una disminución, caso de que las relaciones entre Oscar y su hija desembocaran en el matrimonio.

Que Lucilla llegara por su cuenta a la misma conclusión que yo es algo que no podría aventurarme a afirmar con un mínimo de certeza. Tan solo podré referir que pareció incómoda o molesta incluso a medida que tuvo conocimiento de los hechos, y que aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para descartar a su padre como tema de conversación.

En cuanto a Oscar, a él le bastaba con haber conseguido una posición segura como amigo de la casa. Se despidió de nosotras sumamente animado. Cuando se dijeron adiós Lucilla y él los miré con atención. Ella le estrechó la mano, yo misma la vi. Al paso al que iban las cosas, comencé a preguntarme si el reverendo Finch no aparecería a la hora del té con sus ropajes ceremoniales para oficiar la celebración del matrimonio de su hija con aquel hombre que «tan arduos pesares ha tenido que sufrir» y que tan buen amigo suyo era, entre la primera y la segunda taza de té.

En la reunión social que tuvimos por la tarde no sucedió gran cosa que sea digna de comentario.

Lucilla y yo (no puedo abstenerme de anotarlo) nos habíamos vestido las dos con nuestras mejores galas, en honor de la ocasión. A modo de contraste, la señora Finch nos sirvió el té a la perfección. Había hecho un esfuerzo inmenso; estaba a medio vestir. Su traje de noche constaba de una antigua falda de seda verde (con restos de los anteriores bebés visibles para cualquier ojo mínimamente avezado) y su sempiterna chaqueta de basta lana azul de oveja merina. «Es que pierdo todo lo que tengo —me susurró la señora Finch al oído—. Este vestido tiene su corpiño se lo puedo asegurar, pero no aparece por ninguna parte». La prodigiosa voz del rector no calló un solo instante; el hombrecillo, pomposo y convincente, habló y habló y habló por los codos en un tono de bajo cada vez más profundo, hasta que las tazas mismas posadas sobre la mesa se estremecieron bajo el influjo de su voz tonante. Los niños de mayor edad, admitidos a participar en semejante festejo familiar, comieron hasta hartarse, miraron y bostezaron hasta más no poder y se fueron a la cama. Oscar se entendió de maravilla con todos. La señora Finch se mostró muy interesada en él nada más saber que tenía un hermano gemelo, aunque también la sorprendió y la decepcionó saber que su madre había empezado a tener hijos con ellos dos y con ellos dos había terminado. En cuanto a Lucilla, permaneció sentada y sumida en su callada felicidad, absorta en el deleite inagotable que le producía el mero hecho de oír la voz de Oscar. Al escuchar la voz amada, halló una diversidad de expresiones semejante a la que el resto de nosotros hallamos al contemplar el rostro de la persona amada. Más avanzada la velada oímos música, y por vez primera pude oír con qué encanto tocaba Lucilla. Era una intérprete musical innata, dotada de una delicadeza y una sutileza, de un tacto tal como tienen pocos de los más grandes virtuosos. Oscar estaba fascinado. En una palabra, la velada fue un éxito.

Cuando nuestro invitado procedió a despedirse, me las ingenié para decirle en privado lo que deseaba decirle acerca de la soledad en que habitaba allá en Browndown.

Las dudas que me inspiraba la seguridad de Oscar en su casa aislada, que ya he descrito tal como me las inspiró el descubrimiento de los dos rufianes que acechaban junto a la pared, aún seguían ocupando un lugar importante en mi ánimo. Aún me urgían a que lo apremiase para que tomara precauciones de alguna clase, antes de que los preciosos metales que había enviado a Londres fueran fundidos a su gusto y volvieran a estar en su poder. Me proporcionó la oportunidad que yo estaba esperando al mirar su reloj y pedir disculpas por haber prolongado tanto su visita, hasta una hora que en el medio campestre era terriblemente tardía: la medianoche.

—¿Le estará esperando su criado? —pregunté como si desconociera su modo de ordenar su situación doméstica.

Extrajo del bolsillo una llave grande y tosca.

—Este es el único criado que tengo yo en Browndown —dijo—. A las cuatro o a las cinco de la tarde, las posaderas han hecho todo lo que requiero de ellas. Después, en la casa no queda nadie más que yo.

Nos estrechó la mano. El reverendo Finch lo escoltó hasta la puerta. Salí sigilosa mientras terminaban de despedirse y alcancé a Oscar cuando ya avanzaba solo por el jardín.

—Me hace falta tomar un poco de aire fresco —dije—. Le acompañaré hasta la cancela.

Comenzó por hablar directamente de Lucilla. Le sorprendí al volver bruscamente al asunto de su situación en Browndown.

—¿A usted le parece sensato —pregunté— pasar la noche a solas en una casa tan aislada como la suya? ¿Por qué no contrata a un criado?

—Detesto a los criados que no conozco de nada —repuso—. Prefiero con mucho estar a solas.

—¿Cuándo espera que le sean devueltas sus láminas de oro y plata?

—Dentro de una semana, poco más o menos.

—¿Qué valor diría usted que tienen, quiero decir en dinero, al menos aproximadamente?

—Aproximadamente… unas setenta u ochenta libras.

—Así pues, dentro de una semana —dije— tendrá usted objetos por valor de setenta u ochenta libras de su propiedad y los tendrá en Browndown. Se trata de objetos que un ladrón tan solo tendría que fundir y acrisolar para no temer que nadie sospeche del modo en que hayan llegado a sus manos.

Oscar me hizo callar y me miró alarmado.

—Pero… ¿en qué está usted pensando? —preguntó—. No hay ladrones en un lugar tan primitivo como este.

—Hay ladrones en otros lugares —contesté—. Y siempre es posible que vengan por aquí. ¿Ha olvidado usted a aquellos dos hombres a los que sorprendimos haraganeando en Browndown ayer mismo?

Sonrió. Yo tan solo le había recordado una asociación humorística, nada más.

—No fuimos nosotros quienes los sorprendieron —replicó—. Fue aquella curiosa niña. ¿Qué le parece si me llevo a Jicks a dormir a mi casa, para que cuide de mí?

—No le estoy hablando en broma —repliqué—. En toda mi vida jamás me había encontrado con dos villanos de peor catadura. Tenía usted la ventana abierta cuando me estaba hablando de la necesidad de volver a fundir las láminas. Es posible, pues, que sepan igual que yo que su oro y su plata le serán devueltos al cabo de un tiempo.

—¡Qué imaginación tiene usted! —exclamó—. Ve usted a un par de desaliñados excursionistas llegados de Brighton, que se han extraviado hasta llegar a Dimchurch, y los transforma al instante en un par de ladrones aunados en una conspiración para robarme y asesinarme. Desde luego, usted y mi hermano Nugent se llevarían a las mil maravillas. Tiene una imaginación portentosa, exactamente igual que la suya.

—Haga caso de mi consejo —le respondí con toda seriedad—. No siga durmiendo en Browndown sin tener a alguien que le acompañe en esa casa.

Seguía estando sumamente animado. Me besó la mano y me dio las gracias a su manera, voluble y un tanto exagerada, por el interés que me había tomado por él.

—¡De acuerdo! —dijo cuando ya abría la cancela—. Me llevaré a alguien a la casa. Me llevaré un perro.

Nos despedimos. Le había dicho lo que tenía en mente. Más no pude hacer. Al fin y al cabo, tal vez su visión de las cosas fuese acertada, tal vez yo estuviera en un error.