CAPÍTULO XL
Huellas de Nugent
—¡Madame Pratolungo!
—¿Herr Grosse?
Se guardó el pañuelo en el bolsillo y dio la espalda a la ventana, ya recuperado de su pasajera alteración. Tenía la cajita del rapé en la mano.
—Ahora que lo ha visto con sus propios ojos —dijo, dando un golpe enfático en la caja—, ¿se atreverá a decir a esa dulce muchachitas cuál de los dos es el que se ha ido y la ha abandonado para siempre?
No es fácil encontrar el límite de la obstinación de las mujeres, sobre todo si los hombres esperan que sean ellas quienes reconozcan que se han equivocado. Después de lo que había visto ya no me atrevía a decírselo. Igual que él. Lo que sucede es que persistí en mi obstinación y no quise reconocerlo… al menos por el momento.
—¡Mucho cuidado! —siguió diciendo—. Cuando me la sacudan con un sustos, o cuando me la acaloren con la rabias, o cuando me la hieran con la penas, todo le afectará por igual a esos débiles ojos que ahora tiene son tan nuevecitos y tan débiles todavía que he de pedirle una vez más que me prepare una cama para pasar aquí la noche, y así veré mañana si no los he forzado más de la cuentas. Ahora, por última vez se lo pregunto: ¿tiene usted de veras el abominable valor de ir a decirle la verdad?
Por fin había encontrado mi limite Me vi obligada a admitir (por más que de todo corazón me desagradara hacerlo) que por el momento no tenía elección, y que a la fuerza debía ocultar misericordiosamente la verdad. Una vez llegué a tal punto, traté de que me aconsejara a continuación la mejor manera de explicarle a Lucilla la ausencia de Oscar. Él se negó (por ser un hombre) a reconocer la menor necesidad de darme (por ser mujer) consejo sobre un asunto que era pura evasiva y pura excusa.
—No he vivido todos estos años en el mundo sin haber aprendido algo —dijo—. Cuando se trata de andar pisando cáscaras de huevos y de contar mentirijillas las mujeres no tienen nada que aprender de los hombres. ¿Le apetece venir conmigo a dar un paseítos por el jardín? Tengo todavía otra cosas que decirle, y tengo hambre y sed al mismo tiempo… de esto.
Me mostró «esto» que resultó ser una pipa. Salimos de la sala y dimos una vuelta por el jardín.
Una vez solazado con la primera bocanada de tabaco, me sobresaltó al anunciarme que tenía la intención de llevarse a Lucilla de Dimchurch a una localidad de la costa. Al hacer tal cosa actuaría llevado por dos motivos: primero el motivo médico de fortalecer su físico; segundo el motivo personal de alejarla de todos los descubrimientos dolorosos que así quedarían fuera de su alcance, al igual que las habladurías de la casa rectoral y del mismo pueblo. Grosse tenía en muy baja estima al señor Finch y a su casa. Su desagrado y su desconfianza del rector en particular no tenían límite: tachó al Papa de Dimchurch de mero simio con la lengua larga, y aseguró que tenía la misma capacidad que un mono para hacer travesuras queriendo o sin querer. Ramsgate era la localidad de la costa en la que había pensado. Estaba a una distancia razonable de Dimchurch, y suficientemente cerca de Londres para permitirle visitarla con la debida frecuencia Lo único que necesitaba era mi cooperación en el nuevo plan. Si estaba yo en condiciones de encargarme de cuidar a Lucilla, él en persona hablaría con el simio de la lengua larga. De este modo, podríamos partir hacía Ramsgate antes del fin de semana.
¿Había alguna razón que me impidiera llevar a cabo el plan que me propuso?
No, nada me lo impedía. Aparte de Lucilla mí único motivo de preocupación —el bueno de mi padre— llevaba ya algún tiempo felizmente sin darme quebraderos de cabeza. Las cartas de mis hermanas, desde Francia me traían una tras otra las mismas buenas noticias. Mi reverdecido padre había descubierto por fin que ya no estaba en la flor de la edad. Se había resignado y había dejado en manos de los jóvenes, no sin patéticas muestras de pesar todos los asuntos de amoríos y duelos. Asaeteado por las pasiones pasadas este hombre querido e inocente había encontrado un buen puerto donde refugiarse de las espadas, las pistolas y los especímenes del otro sexo en dos actividades tan apacibles como eran coleccionar mariposas y tocar la guitarra. Era completamente libre para dedicarme a Lucilla por entero, y con toda franqueza me alegré de la perspectiva que se abría ante mí. A solas con ella, lejos de la casa rectoral (en donde siempre existiría el peligro de que las habladurías llegaran a sus oídos), podía fiarme de mis recurso, para protegerla de todo el daño en el presente, y para guardarla para Oscar en el futuro. De todo corazón accedí al plan que me propuso Grosse. Cuando nos despedimos en el jardín él se dirigió al ala de la casa que ocupaba el rector para anunciarle, en calidad de médico, la decisión que había tomado; yo, por mi parte, volví junto a Lucilla para darle las mejores excusas que pudiera inventar a fin de explicar la ausencia de Oscar y prepararla para nuestra inminente partida de Dimchurch.
—¿Que se ha ido, y sin venir a despedirse? ¡Se ha ido sin escribirme siquiera!
Esta fue su primera impresión cuando hice todo lo posible para explicarle de forma inofensiva la ausencia de Oscar. Tal como había supuesto, había sabido tomar el camino más corto y más simple para salir del paso, y para ello me limité a invertir la verdad. Dicho de otro modo, le dije que Nugent se había metido en algún grave embrollo en el extranjero y que a Oscar lo habían llamado para que acudiera de inmediato en su ayuda, sin más tardanza. En vano traté de recordarle la conocida aversión que tenía Oscar a las despedidas; en vano le expresé que la urgencia del asunto no le había dejado más alternativa que la de confiarme a mí sus excusas y sus adioses; en vano prometí incluso en su nombre que le escribiría tan pronto tuviera oportunidad de hacerlo. Ella me escuchó sin ninguna convicción. Cuanta más perseverancia ponía yo en tratar de explicársela, más perseverancia ponía ella en insistir sobre la inexplicable falta de respeto que había cometido Oscar. En cuanto a nuestro próximo viaje a Ramsgate, no logré de ninguna manera interesarla. Al final, desesperada, renuncié.
—Seguramente, Oscar habrá dejado al menos una dirección a la que podré escribirle ¿no es así? —me dijo.
Tan solo pude contestar que, como no estaba seguro de sus movimientos por el extranjero, no pudo dejarnos una dirección.
—Esto es más irritante de lo que usted se imagina —añadió al poco—. Creo que Oscar tiene miedo de llevar a mi presencia a su desgraciado hermano. Su cara azul me asustó nada más verlo, ya lo sé. Pero lo cierto es que ya lo he superado. Ya no siento en modo alguno el absurdo terror que me inspiraba ese pobre hombre cuando estaba ciega. Ahora que he podido ver por mí misma cómo es, la verdad es que siento mucha pena por él. Quise decírselo a Oscar; quise decirle que incluso podría traer a su hermano a vivir con nosotros si así lo deseaba; quise impedir, como al final ha ocurrido, que se aparte de mí cuando desea estar con su hermano. Me están utilizando ustedes de una manera que se me hace muy difícil del soportar, y tengo mis propias razones para quejarme.
Mientras hablaba de manera tan mortificante, sentí sin embargo cierto consuelo. La piel decolorada de Oscar ya no iba a ser el terrible obstáculo que era hasta entonces, tal como yo temía, en el intento de restablecer su posición ante ella. Yo estaba sumamente necesitada de todo el consuelo que suponía esta reflexión. Por parte de Lucilla no existía una hostilidad abierta hacia mí, pero sí noté una frialdad que me pareció más dolorosa que la hostilidad misma.
A la mañana siguiente desayuné en la cama y me levanté a mediodía, a tiempo de despedirme de Grosse antes de que regresara a Londres.
Se mostró muy animado en lo relativo a su paciente. Tenía los ojos mucho mejor de lo previsto, a pesar del duro ejercicio a que había sometido el día anterior. El reconfortante aire de Ramsgate era lo que se necesitaba para completar con éxito el resultado de la operación. El señor Finch comenzó a expresar algunas objeciones, todas ellas a raíz de los gastos que entrañaba nuestra marcha. Sin embargo, con una hija que era dueña de sus propios actos y que disponía de su propia fortuna, estas objeciones poco podían importar. Al día siguiente, o dos días después como mucho, debíamos emprender viaje a Ramsgate. Prometí escribir a nuestro buen cirujano tan pronto nos hubiéramos acomodado allí; por su parte, él se comprometía a visitarnos inmediatamente después.
—Que haga uso de sus ojos al menos durante dos horas al día —dijo Grosse al despedirnos—. Que haga con ellos lo que quiera, con la única excepción de hojear un libro o empuñar una pluma, al menos hasta que yo vaya a Ramsgate. Es maravilloso estupendo ver cómo van adelantes esos bellos ojos que tiene. La próxima vez que vea al buin señor Sebrights, ¡eh! ¡Que aires me daré yo con ese hombre impecables respetables!
Cuando el alemán se marchó y me dejó a solas con Lucilla, pensé con ansiedad cómo pasaría el resto del día.
Con enorme sorpresa por mi parte, no solo me recibió con las disculpas que me debía por su comportamiento del día anterior, sino que se mostró incluso completamente resignada a la temporal ausencia de Oscar, si bien le dolía no poder contar con su compañía. Fue ella, no yo la que dijo que en el fondo no podía haber escogido momento más oportuno para marcharse, pues todavía se encontraba en la humillante fase en que era incapaz de distinguir entre lo redondo y lo cuadrado. Fue ella, no yo la que acogió el viajecito a Ramsgate como un placentero cambio en su vida, tan aburrida por otra parte, pues ese cambio la ayudaría a sobrellevar mejor la ausencia de Oscar. En breve, si de hecho hubiera recibido carta de Oscar, cosa que habría aliviado sus preocupaciones, sus palabras y su apariencia difícilmente habrían estado en mayor contraste con las palabras y la apariencia del día anterior.
Si no hubiera percibido yo ninguna otra alteración en ella, aparte de esta notable mejoría, mi relato de lo acontecido ese día terminaría aquí, y sería el relato de una felicidad sin tacha.
No obstante, lamento decir que me queda algo poco agradable que añadir. Mientras Lucilla me pedía disculpas, cosa que hizo con la satisfactoria sensatez de la que acabo de dar cuenta, me pareció entrever un curioso y latente azoramiento en su actitud, totalmente distinto a cualquier azoramiento que alguna vez se hubiera interpuesto en nuestra relación. Mas extraño aún me resultó que, a la primera ocasión en que entró Zillah en la estancia, mientras estaba yo en ella, el azoramiento de Lucilla se reflejase (cuando me dirigió la palabra la anciana) en el rostro y en la actitud de la propia nodriza.
Sin embargo, vi con claridad que podía extraer una conclusión de lo que había visto: las dos me estaban ocultando algo, y a las dos les avergonzaba lo que estaban haciendo.
En algún pasaje de estas páginas, y no hace demasiado, he dicho que no soy por naturaleza una mujer que tenga por costumbre sospechar con facilidad de los demás. Por esta misma razón cuando esa suspicacia se me impone de manera irreprimible —tal como entonces sucedió—, suelo llegar al extremo opuesto. En el caso que nos ocupa, decidí concentrarme en la persona de la que más podía sospechar, con tanta más premura por haber sido tan lenta a la hora de sospechar de él en el pasado. «De un modo u otro —me dije—, Nugent Dubourg está detrás de todo esto».
¿Acaso estaba comunicándose con ella en privado, en nombre de Oscar y haciéndose pasar por él?
Esa simple idea me llevó a precipitarme, y le anuncié que me había fijado en el cambio que sin la menor duda se había obrado en ella.
—¡Lucilla! —dije—. ¿Ha ocurrido algo?
—¿Qué quiere usted decir? —me preguntó con frialdad.
—Me parece ver que algún cambio… —comencé a decir.
—No la entiendo —respondió, y se alejó de mi nada más decirlo.
No insistí. Si la íntima relación que teníamos hubiera sido menos estrecha, menos afectuosa, tal tez le hubiera expresado abiertamente lo que me estaba rondando por la cabeza. En cambio, ¿cómo podía decirle yo a Lucilla que me estaba engañando? Eso habría supuesto el fin de nuestra relación fraterna, el fin de nuestra amistad. Cuando desaparece la confianza entre dos personas que se aman, desaparece a la vez todo lo demás. A partir de ese momento, se encuentran en la misma situación que si fueran dos desconocidos, y han de observar las normas de etiqueta. Cualquiera que tenga cierta delicadeza de ánimo comprenderá por qué acepté el remedio que ella me había administrado y por qué no dije nada más.
Fui yo sola al pueblo. Arreglando las cosas a fin de no dar pie a la menor sospecha, logré mantener con Goodheridge, en la posada, una breve conversación a propósito de Nugent, y hablé asimismo con el criado de Browndown. Si Nugent hubiera regresado en secreto a Dimchurch uno de los dos tenía que haberlo visto casi con toda certeza. Ninguno de los dos sabía nada de él.
De todo esto deduje que no había intentado comunicarse con ella personalmente ¿Lo habría intentado entonces con más astucia y más seguridad, es decir, por carta?
Volví a la rectoría. Poco faltaba para la hora que había convenido con Lucilla, ahora que esa responsabilidad descansaba sobre mis hombros, para que hiciera uso de sus ojos. Al retirarle el vendaje me fijé en una circunstancia que vino a confirmarme la conclusión a la que ya había llegado yo. Evitó adrede mirarme a los ojos. Reprimí lo mejor que pude el dolor que me causó este nuevo descubrimiento y repetí las palabras de Grosse, prohibiéndole que tratase de hojear un libro o de empuñar una pluma hasta que él la viera de nuevo.
—No es necesario que me prohíba tales cosas —dijo.
—¿Es que ya lo ha hecho? —inquirí.
—Miré un libro de grabados —contestó—, pero no pude distinguir nada. Todas las líneas se me entremezclaban unas con otras y no distinguía nada.
—¿Y ha intentado escribir? —le pregunté a continuación. Debo decir que me dio vergüenza tenderle esa trampa, aunque la grave necesidad de averiguar si había mantenido correspondencia con Nugent posiblemente me hubiera servido de disculpa.
—No —contestó—. No he intentado escribir.
Cambió de color cuando me respondió. Será de todos modos preciso reconocer que, cuando hice esa pregunta, yo estaba demasiado excitada para recordar algo que sin duda hubiese recordado en una situación más sosegada. Ella no tenía ninguna necesidad de utilizar la vista, ni siquiera si realmente mantenía una correspondencia que deseara ocultarme. Zillah había tenido por costumbre leerle sus cartas antes de que yo llegara a la casa rectoral; y ella misma era capaz de escribir breves billetes (como ya mencioné antes) palpando el papel con los dedos. Además, como había aprendido a leer al tacto (es decir, si los caracteres estaban en relieve) cuando aprendió a escribir, por más que su vista estuviera suficientemente recuperada para permitirle distinguir objetos de pequeño tamaño, nada, salvo la práctica insistente, le habría servido a la hora de escribir.
Todas estas consideraciones, aunque no se me ocurrieron en ese momento, se me ocurrieron más avanzado el día, y en cierto modo me hicieron cambiar, de opinión. El cambio de color que percibí en sus mejillas lo interpreté como una muestra externa de sus propias sospechas, sospechas de que yo tuviera un motivo muy preciso al interrogarla. Por lo demás, las dudas que me inspiraba Nugent no se disiparon. Por más que me esforzase, era incapaz de apartar de mi ánimo la idea de que me estaba engañando, de que de un modo u otro se las había ingeniado no solo para comunicarse con Lucilla, sino también para persuadirla de que me mantuviera a mí en la más completa ignorancia de lo que él hubiera hecho.
Dejé para el día siguiente cualquier intento de hacer nuevas averiguaciones.
A última hora de la noche tuve el repentino impulso de interrogar a Zillah. Reflexionando un poco más, me abstuve. Por la experiencia que tenía del carácter de la nodriza, supe que se refugiaría en la negación más completa, y que acto seguido daría cuenta de lo ocurrido a su señora. Conocía a Lucilla lo suficiente para saber (después de todo lo que había pasado) que nos pelearíamos. Bastante mal cariz tenían de por sí las cosas, como para empeorarlas de ese modo. Decidí que por la mañana vigilaría con atención la oficina de correos, del pueblo, así como los movimientos de la enfermera.
A la mañana siguiente llegó una carta del extranjero, pero era para mí.
La dirección estaba escrita de puño y letra por una de mis hermanas. Habitualmente nos escribíamos cada dos o tres semanas. Ni siquiera había transcurrido una semana desde la carta anterior. ¿Qué podía ser? ¿Buenas noticias o malas noticias?
Abrí la carta.
Dentro encontré un telegrama en el que se me anunciaba que mi pobre y querido padre había sido gravemente herido en Marsella. Mis hermanas ya habían acudido a su lado: me imploraban que las siguiera sin la menor tardanza. ¿Será previsto relatar esta terrible calamidad? Comienza, por supuesto, con una mujer y una fuga. Termina, cómo no, con un joven y un duelo. ¿No lo he dicho con anterioridad? El bueno de mi padre era sumamente susceptible, y era un hombre muy valiente ¡Ay, ay de mí! la misma historia de siempre. Existe un proverbio inglés que viene que ni pintado: «Tanto va el cántaro a la fuente…». Etcétera. Corramos un tupido velo. Quiero decir, en fin, que terminemos este capítulo.