CAPÍTULO XLV

El diario de Lucilla: conclusión

4 de septiembre (continuación). Al llegar a la sala, Grosse me hizo sentar en una silla próxima a la ventana. Se inclinó y me observó de cerca, se retiró y me miró de lejos; extrajo del bolsillo su lupa y dedicó una larga exploración a mis ojos; me tomó el pulso; me soltó la mano como si le desagradase y, volviéndose a la ventana, guardó silencio, sin reparar siquiera en nadie más de los que estaban en la habitación.

Mi tía fue la primera en hablar a pesar de las circunstancias tan poco alentadoras.

—¡Señor Grosse! —dijo cortantemente—. ¿Es que hoy no tiene nada que decirme sobre su paciente? ¿Encuentra usted a Lucilla…?

Se volvió de pronto dando la espalda a la ventana y la interrumpió sin ninguna ceremonia.

—¡La encuentro hecha una pena, casi como al principios! —barbotó a la vez que subía de tono—. ¡O peor! Cuando dije que la trajeran aquí, insistí en que me la cuidasen como oro en paños. «Me la cuiden con esmero y sin que se altere», eso dije yo. ¿Fue así? Pues no me la han cuidado con esmero y sin que se altere. Hay alguna cosa que la tiene a la pobrecita del revés. ¿Qué será? ¿Quién será? —Miró con ademán de ferocidad de un lado a otro, de Oscar a mi tía y de mi tía a Oscar, y luego se volvió hacia mí; me puso sus recias manos sobre los hombros y me contempló con una rara mezcla de compasión y de cólera en el rostro—. Mi niña está melancólicas, mi niña está enfermas —siguió diciendo—. ¿Dónde está nuestra buina madame Pratolungo, eh? ¿Qué me dices de la buina señora, mi chiquilla, desde la última vez que te vi? Dijiste que se había ido a ver a su buen padre. Pues hay, que mandarle un telegramas. Hay que decirle que quiero que esté aquí madame Pratolungo.

Al oír repetido el nombre de madame Pratolungo, la señorita Batchtord se puso en pie y pareció medir unos cuantos centímetros más que de costumbre.

—Señor mío —dijo—, ¿acaso debo entender que su extraordinario modo de expresarse tiene por objeto reprocharme mi conducta con mi sobrina?

—Ha de entender, señora mía, esto otro. A pesar del buin aire de mar, señorita, su sobrina está tan preocupada que se le nota enfermas, mustias. La envío a este sitios para que se le ponga la cara sonrosada y para que me engorde un poco. ¿Y cómo me la encuentro? Me la encuentro con que no se me sonrosa y no me engorda. Esta notoriamente pálida y ojerosa. Con este espléndido aires de mar, solamente puede estar pálida y ojerosa por una sola razón. Se está preocupando por algo, por lo que sea. ¿Son boinas esas preocupaciones para sus ojos? ¡Maldición, maldición! ¡Eso es lo peor que hay para sus ojos! Si esto es todo lo que sabe hacer, señora mía, llévesela de aquí. Está malgastando su dinero en este alojamiento.

Mi tía me interpeló entonces con toda su grandeza de talante.

—Habrás de comprender, Lucilla, que me resulta completamente imposible aceptar esta clase de lenguaje si no es de una manera bien sencilla: pienso retirarme de la sala. Recibiré sus disculpas y sus explicaciones solamente por escrito.

Con estas altaneras palabras, que pronunció con su énfasis más severo, la señorita Batchford todavía creció otros tres o cuatro centímetros de estatura y se marchó majestuosamente de la sala.

Grosse ni siquiera prestó atención a la dama ofendida: se metió las manos en los bolsillos y miró por la ventana una vez más. Al cerrarse la puerta, Oscar abandonó la esquina en la que se había sentado, no con demasiada elegancia, nada más entrar en la sala.

—¿Es necesaria mi presencia aquí? —preguntó.

Grosse estaba a punto de responder a esta pregunta de manera incluso más desabrida, pero le hice callar con la mirada.

—Deseo hablar con usted —le susurré al oído.

Asintió y se volvió hacia Oscar.

—¿Vive usted en la casa? —le preguntó.

—No, me alojo en un hotel a la vuelta de la esquina.

—Pues váyase a su hotel y espere allí hasta que vaya a visitarle.

Con gran sorpresa por mi parte, Oscar se plegó sin rechistar a un trato tan perentorio. Se despidió de mí en silencio y salió de la estancia. Grosse acercó una silla a la mía y tomó asiento a mi lado, con ademán paternal y reconfortante, confidencial.

—Ahora, mi buina muchachitas —dijo—, veamos. ¿Qué es lo que tan preocupadas le tiene desde la última vez que vine a verla a esta casa? Ábrale todos sus secretos, cuénteselo todo al buen papá Grosse. ¡Vamos, vamos, empezar es lo primero!

Supongo que con mi tía y con Oscar se le había agotado el mal humor, pues me habló no ya con amabilidad, sino casi con ternura. Sus ojos feroces parecieron ablandarse tras sus lentes; me cogió la mano y me dio unas palmadas para darme ánimos.

Hay algunas cosas que han quedado escritas en estas páginas y que me fue, por supuesto, imposible confiarle. Hechas las necesarias salvedades, y sin entrar en el doloroso asunto de mi alterada relación con madame Pratolungo, reconocí ante él con toda franqueza cuán tristemente había visto yo cambiar mi relación con Oscar, y le dije que me sentía mucho menos feliz que antes, a raíz de dicho cambio.

—No estoy tan enferma como pueda suponer —le dije—. Tan solo estoy desilusionada, y también me siento abatida al pensar en el futuro. —Una vez le hube abierto de este modo mi corazón, me pareció que había llegado el momento de hacerle la pregunta que desde hacía mucho estaba decidida a hacerle—. La plena recuperación de la vista me ha convertido en un nuevo ser. Al ganar el sentido de la vista, ¿habré perdido el sentimiento que tenía cuando era ciega? Deseo saber si ese sentimiento volverá cuando me haya acostumbrado a la nueva situación en que me encuentro. Deseo saber si volveré a disfrutar de la compañía de Oscar, como disfrutaba con él a mi lado en los viejos tiempos, antes de que usted me curase. Me refiero a aquellos tiempos felices, papá Grosse, en que yo era objeto de compasión, y en que todo el mundo me llamaba la pobre señorita Finch.

Tenía mucho más que decirle, por supuesto, pero en este punto y sin quererlo, estoy segura, me hizo callar. Con gran asombro por mi parte, me soltó de la mano y volvió bruscamente la cara, como si lamentase que lo estuviera mirando. Agachó su enorme cabezota, apoyando la barbilla contra el pecho. Alzó sus manos grandes y peludas, las sacudió como si le dolieran y las dejó caer sobre las rodillas. Este extraño comportamiento, y el silencio todavía más extraño con que lo acompañó, me produjeron tal inquietud que insistí en que me diera una explicación.

—¿Qué es lo que le pasa? —pregunté—. ¿Por qué no me contesta?

Dio un respingo y me rodeó con un brazo, con una maravillosa amabilidad, teniendo en cuenta lo áspero de trato que era en muchas otras ocasiones.

—No es nada, no es nada, mi muchachitas —dijo—. Estoy un poco cansado, como suelen decir ustedes. Estas climas que tienen en Inglaterra a veces da a los extranjeros como yo una tristeza y un pesar demoníacos que no se sabe ni en qué consisten. Ahora lo tengo, tengo a ese malestar demoníacos inglés en mi corpachón alemán. ¡Buino! Saldré a dar un paseo a ver si se me pasa, y volveré vaciado y contento, ya lo verá. —Con esta curiosa explicación, se puso en pie y trató de dar una respuesta, una respuesta sumamente rara, a la pregunta que le había formulado—. En cuanto a lo que me decía usted —siguió diciendo—, sí, desde luego que sí. Ha dado usted justamente en el clavo. Como dice usted, es su visión la que se ha entrometido en sus sentimientos. Cuando sentimientos y visiones se acostumbren unos a las otras, su sentimiento volverá a ser el que era. Unos han de contrarrestar a las otras y así se han de equilibrar; volverá usted a sentir igual que antes, verá usted cono no ha visto nunca, y todo será al mismo tiempo y todo será alegre y agradable como antes. Ya tiene usted mis opiniones. Ahora, permítame salir a dar un paseo y a quitarme del cuerpo este demoníacos malestar. Le juro que he de volver completamente renovado por dentro. Adiós, adiós, mi querida señorita Finch, adiós.

Diciendo esto, salió con una violentísima prisa, como si estuviera ansioso por desaparecer de mi vista. Me plantó un beso en la frente, agarró casi al vuelo su desaliñado sombrero y salió de la sala.

¿Qué habrá querido decir?

¿Es que persiste en creer que estoy gravemente enferma? Me siento demasiado fatigada para devanarme ahora los sesos con el esfuerzo que me costaría comprender a mi querido y viejo cirujano. Es la una de la madrugada, y todavía tengo que escribir el relato de lo que sucedió más avanzado el día. Empiezan a dolerme los ojos; es raro decirlo, pero apenas he sido capaz de ver los últimos dos o tres renglones que he escrito. Es como si la tinta se fuese diluyendo. ¡Si el bueno de Grosse supiera lo que estoy haciendo en estos momentos…! Las últimas palabras que me dijo, cuando tuvo que volver a Londres para atender a sus pacientes, fueron bien claras: «¡Se acabó la lectura! ¡Se acabó la escritura hasta que vuelva yo a visitarla!». Está muy bien hablar de ese modo, pero yo estoy ya tan acostumbrada a mi diario que no puedo pasar sin él. No obstante, ahora debo descansar, y debo hacerlo por la mejor de las razones. Aunque tengo tres velas encendidas sobre la mesa, no consigo ver lo suficiente para seguir escribiendo.

[Nota. Me he abstenido muy a propósito de interrumpir el diario de Lucilla hasta que mis extractos llegaran precisamente a este punto. Aquí se detiene la autora un instante y me da la oportunidad que estaba esperando; pues aquí hay cuestiones que requieren mención expresa, de las que ella no tenía conocimiento en esos momentos.

Habrá visto el lector que su fiel instinto todavía trata de revelar a mi pobre y querida muchacha el cruel engaño de que es víctima, pero todo intento es en vano. Muy a su pesar, rehuye al hombre que la tienta para que se dé a la fuga con él, aunque se lo suplica suplantando a su hermano, con el que ella está prometida. Muy a su pesar, detecta los puntos flacos del alegato que Nugent ha construido contra mí, la falta de motivos suficientes para la conducta de la cual me acusa y la manifiesta improbabilidad de que yo trame y urda intrigas (sin nada que ganar de todo ese embrollo) para casarla con el hombre que no era el que ella había elegido. Ella ha percibido todas estas vacilaciones, todas estas trabas. Sin embargo, lo que estas realmente significan es moralmente imposible de adivinar.

Hasta este punto, no cabe duda de que su extraña y conmovedora posición ha sido revelada con toda sencillez. Sin embargo, tengo la impresión de que el lector tal vez no comprenda con qué gravedad han afectado a Lucilla la ansiedad, los disgustos y las decepciones, la incertidumbre, que se han reunido para torturarla en un intervalo tan crucial de su vida.

Tengo mis dudas fundadas, y es razón suficiente que el lector solamente dispone del diario para informarse, y en el diario queda bien claro que ni siquiera ella comprende lo que le está ocurriendo. Tal como están las cosas, me parece que este es el momento indicado para entrar en escena y descubrir ante el lector, con toda llaneza, lo que el cirujano pensó exactamente, y para ello relataré lo que sucedió entre Grosse y Nugent cuando el alemán se presentó en su hotel.

Escribo ahora, por descontado, a partir de informaciones fidedignas que obtuve en una época posterior a los hechos por boca de las propias personas implicadas. En cuanto a los detalles, las versiones varían. En cuanto a los resultados, las dos están de acuerdo.

Ver que Nugent se encontraba en Ramsgate tomó inevitablemente por sorpresa a Grosse. Sin embargo, gracias a su anterior conocimiento del orden de cosas en Dimchurch, no podía hallarse en desventaja a la hora de comprender en calidad de qué se había presentado Nugent ante Lucilla; ciertamente, no podía pasarle por alto, después de lo que él personalmente había visto, después de lo que Lucilla le había dicho, que ese engaño estaba produciendo, en semejantes circunstancias, el peor efecto de los posibles en el ánimo de su paciente. Una vez llegado a esta conclusión, no era Grosse hombre de los que titubean cuando se trata de cumplir el deber que los aguarda. Cuando entró en la habitación del hotel en que se hospedaba Nugent, le anunció el objeto de su visita con tanta concisión como dureza:

—¡Haga las maletas y márchese!

Nugent le ofreció una silla con toda tranquilidad, y le preguntó qué quería decir.

Grosse se negó a aceptar la silla, pero consintió y se explicó con palabras que varían según sea la versión que se tome. Combinando unas afirmaciones con otras, y traduciendo a Grosse (pues la gravedad del caso lo exige) a un inglés sencillo y claro, entiendo que el alemán debió de expresarse en estas palabras o, si no, en otras muy similares:

—En calidad de profesional de la medicina, señor Nugent, me niego sistemáticamente a entrar en todas las consideraciones privadas relacionadas con mis pacientes, ya que se trata de asuntos en los que no tengo nada que ver. En el caso de la señorita Finch, lo que a mí me importa nada tiene que ver con sus complicaciones familiares. Lo único que me importa es garantizar que la joven señorita recupere plenamente la vista. Si veo que su salud ha mejorado, no tiendo a preguntar ni cómo ni por qué. Da lo mismo de qué engaños privados y personales la haya hecho víctima, pues nada tengo que decir a ese respecto. Más aún, estoy dispuesto a sacar buen partido de todo ello, siempre y cuando su influencia sea directamente beneficiosa a la hora de mantenerla tanto moral como físicamente en las condiciones en que yo deseo. No obstante, en el momento en que veo que esta conspiración doméstica que tiene usted organizada, esta suplantación de su hermano que una vez sirvió para tranquilizarla y consolarla, sea perjudicial para ella porque afecta a su salud física y a su paz de espíritu, interfiero entre ustedes en calidad de médico de la paciente, y le pongo fin de inmediato basándome en una serie de razones puramente médicas. Está usted ocasionando a mi paciente un conflicto de sentimientos que, con un temperamento tan nervioso como el suyo, no puede sostenerse sin causar un grave perjuicio a su salud. Y todo grave perjuicio para su salud implica un grave perjuicio para sus ojos. Esto no pienso consentirlo de ninguna manera. Por eso le digo con toda claridad que haga las maletas y se marche. No interfiero en nada más. Después de lo que usted mismo ha visto, dejo a su juicio la decisión de restituir a su hermano a la señorita Finch o no. Eso no es asunto mío. Lo único que le digo es que se vaya. Ponga cualquier excusa, pero váyase antes de haber causado nuevos males. ¡Veo que menea usted la cabeza! ¿Es esa una señal de que se niega? Tómese un día para pensarlo antes de llegar a una decisión firme. Tengo en Londres pacientes a los que me veo obligado a atender personalmente; sin embargo, pasado mañana volveré a Ramsgate. Si todavía lo encuentro aquí, le diré a la señorita Finch que es usted Oscar Dubourg tanto como puedo serlo yo. En su actual estado, veo que hay menos peligro en producirle tan grave quebranto que en dejarla en manos de la lenta tortura anímica a que la somete usted con su constante presencia en este lugar. Esta es mi última palabra. Yo vuelvo en el próximo tren, que sale dentro de una hora. Buenos días, señor Nugent. Si es usted un hombre inteligente, nos veremos en la estación.

Después de esto, las versiones varían. Nugent sostiene que acompañó a Grosse en su camino de vuelta a casa de la señorita Batchford, y que de paso discutieron el asunto, aunque al final lo dejó ante la puerta. La versión de Grosse, por su parte, no hace la menor alusión a este episodio. No obstante, el desacuerdo carece de repercusiones en este punto. Por una y otra parte se reconoce que el resultado de la entrevista vino a ser el mismo. Cuando Grosse tomó el tren a Londres, Nugent Dubourg no estaba en la estación. La siguiente entrada del diario pone de manifiesto que se quedó como mínimo todo el día y toda la noche en Ramsgate.

Ahora sabe el lector, gracias a la narración del propio cirujano, qué grave era a su juicio la situación de su paciente, y con qué firmeza cumplió con su deber profesional. Una vez facilitada esta información tan necesaria, vuelvo a desaparecer y dejo a Lucilla la responsabilidad sobre el siguiente eslabón en la cadena de los sucesos. P.]

5 de septiembre. Seis de la mañana. Pocas horas de sueño inquieto, alterado por pesadillas espantosas, desvelándome una y otra vez con sobresaltos que parecen sacudirme de la cabeza a los pies. No lo soporto más. Ya amanece. He de levantarme, y aquí estoy, ante mi escritorio, tratando de terminar la larga historia de ayer, que había quedado incompleta en mi diario.

Estaba mirando por la ventana y me he fijado en una cosa que me ha extrañado. Esta mañana hay, una neblina más espesa que nunca.

El mar es casi invisible, de sombrío y difuso que está. Ni siquiera los objetos que me rodean en la habitación se ven tan nítidos como otras veces. No cabe duda, la niebla se cuela por la ventana abierta. Se interpone ente el papel y yo, y me obliga a encorvarme para estar más cerca de la página y ver lo que escribo. Cuando el sol esté más alto, las cosas volverán a verse claras. Entretanto, habré de apañármelas como mejor pueda.

Grosse volvió de su paseo tan misterioso como siempre.

Fue bastante imperioso al ordenarme que no fatigara mis ojos. Me prohibió leer y escribir, como he dicho antes. Sin embargo, cuando le pregunté sus motivos, por vez primera desde que lo conozco no tuvo razones que aducir. Por eso siento menos escrúpulos al desobedecerle. Sin embargo, confieso que estoy un tanto inquieta cuando pienso en su extraño comportamiento de ayer. Me estuvo mirando de la forma más extraña, como si viese en mi rostro algo que no hubiera visto antes. Dos veces se despidió y dos veces regresó, pues dudaba de quedarse en Ramsgate y dejar que sus pacientes de Londres se cuidaran solos. Su extraordinaria indecisión terminó por fin cuando recibió un telegrama de Londres. Supongo que debía de ser un mensaje urgente de alguno de sus pacientes. Se marchó de mal humor, con prisas, y ya desde la puerta me indicó que lo esperase para el día 6.

Cuando vino Oscar, más tarde, me llevé otra sorpresa.

Igual que Grosse, no era el mismo de siempre. ¡Se condujo con suma extrañeza! Primero, se mostró tan frío y tan callado que me pareció que estaba ofendido por alguna razón. Luego pasó directamente al extremo opuesto, y se mostró tan hablador y tan escandalosamente animado que mi tía me preguntó en privado si no tenía yo, como ella, la sospecha de que hubiera bebido vino en exceso. Terminó incluso intentando cantar mientras yo lo acompañaba al piano, y en ese momento se vino abajo. Se fue al otro extremo de la sala sin dar una explicación y sin pedir disculpas. Cuando lo seguí poco después, tenía un aspecto que me afligió de manera indescriptible, me pareció que había estado llorando. Al final de la velada, mi tía se quedó dormida sobre el libro que estaba leyendo y así nos dio una ocasión de hablar en una de las habitaciones pequeñas que comunican con la sala de esta casa. Fui yo la que aprovechó la ocasión, no él. Él se mostró incomprensiblemente reacio a pasar conmigo a la otra habitación y a hablar conmigo, tanto que incluso tuve que hacer algo muy impropio de una dama. Quiero decir que hube de tomarlo por el brazo y arrastrarlo prácticamente, encareciéndole (en susurros) que me dijera qué le sucedía.

—Oh, nada, la vieja dolencia de siempre —contestó. Le hice tomar asiento a mi lado, en un sofá para dos.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué vieja dolencia? —pregunté.

—¡Oh! ¡Ya lo sabes!

—No, no lo sé.

—Deberías saberlo si de veras me amas.

—¡Oscar! Es una vergüenza que digas eso. ¡Es una vergüenza que dudes de que te amo!

—¿Ah, sí? Desde que estoy aquí, he acabado dudando de que me ames. Y eso ya empieza a ser una vieja dolencia. Todavía la padezco de vez en cuando, pero no le des importancia.

Fue tan cruel y tan injusto que me levanté dispuesta a dejarlo allí sin decirle una palabra más. Sin embargo, me pareció tan desvalido y tan sumiso, allí sentado con la cabeza gacha y las manos cruzadas con desgana sobre las rodillas, que no tuve el valor de tratarlo con aspereza. ¿Me equivoqué? ¡No lo sé! No tengo ni idea de cómo tratar a los hombres, y ahora no tengo a madame Pratolungo para que me enseñe. No sé si hice bien o mal, pero acabé por sentarme de nuevo a su lado.

—Deberías pedirme perdón —dije— por haber pensado en mí de esa manera, y por haberme hablado así.

—Te pido perdón —contestó con humildad—. Siento mucho haberte ofendido.

¿Cómo iba a resistirme a eso? Puse la mano sobre su hombro y traté de obligarle a que levantase la cara y me mirase.

—En el futuro, ¿creerás siempre en mí? —le dije—. Prométemelo.

—Puedo prometer que lo intentaré, Lucilla. Tal como están ahora las cosas, no puedo prometer nada más.

—¿Tal como están ahora las cosas? Esta noche hablas como si todo fuera una adivinanza. Haz el favor de explicarte.

—Te lo expliqué todo esta mañana en el malecón.

Desde luego, fue muy duro conmigo. ¿No me había prometido que me daría hasta el fin de semana para considerar su propuesta? Retiré la mano de su hombro. Él, que nunca me contrariaba ni menos me disgustaba cuando era ciega, me había contrariado y disgustado por segunda vez en muy pocos minutos.

—¿Es que deseas obligarme —le pregunté— después de haberme dicho esta mañana que me darías tiempo para reflexionar?

Se puso en pie con languidez, mecánicamente, como un hombre al que nunca le importase lo que estuviera haciendo.

—¿Obligarte? —repitió—. ¿Yo he dicho eso? Ni siquiera sé de qué estoy hablando; no sé tampoco qué estoy haciendo. Tú tienes razón, yo estoy equivocado. Soy un miserable desdichado, Lucilla. Soy absolutamente indigno de ti. ¡Sería mucho mejor, para ti, que no volvieras a verme nunca más! —Calló. Me cogió las dos manos y me miró a la cara de todo corazón, entristecido—. Buenas noches, querida —dijo, y de repente me soltó las manos y se dio la vuelta para marcharse.

Lo detuve.

—¿Ya te vas? —dije—. Todavía no es tarde.

—Es mejor que me vaya.

—¿Por qué?

—Me encuentro muy abatido. Es mejor que esté a solas.

—¡No digas eso! Suena como si me hicieras un reproche.

—No, al contrario. Todo ha sido culpa mía. Buenas noches.

Me negué a darle las buenas noches. El mero deseo de marcharse ya era un reproche hacia mí. Nunca había hecho tal cosa. Le pedí que volviera a sentarse.

Negó con la cabeza.

—¡Diez minutos tan solo!

Volvió a negarse en silencio.

—¡Cinco minutos!

En vez de contestar, con dulzura levantó entre los dedos un mechón de mis cabellos que me colgaba por el cuello. (Debería añadir que esa velada me había peinado a la antigua usanza la criada, para complacer a mi tía.)

—Si me quedo cinco minutos más —dijo—, te pediré una cosa.

—¿Qué?

—Tienes un bellísimo cabello, Lucilla.

—No es posible que quieras un mechón de mis cabellos…

—¿Por qué no?

—Porque te di un guardapelo hace una eternidad. ¿Es que lo has olvidado?

[Nota. El guardapelo, como es natural, había sido entregado al verdadero Oscar, y estaba entonces, como ahora, en su poder. Nótese que, cuando se repone del contratiempo, el falso Oscar lo deduce con gran rapidez y con notable inteligencia encuentra una excusa perfecta. P.]

Se puso colorado hasta la raíz del cabello; bajó la vista. Me di perfecta cuenta de que estaba avergonzado de sí mismo. ¡Solo pude llegar a la conclusión de que lo había olvidado! En ese momento, un mechoncillo de sus cabellos estaba encerrado en un guardapelo que llevaba yo al cuello. Tuve notables razones para dudar de él, más de las que él tuviera para dudar de mí. Me sentí tan mortificada que me hice a un lado y le dejé sitio para marcharse.

—Deseas marcharte —dije—, y no seré yo quien te lo impida.

Le toco a él el turno de suplicarme.

—Supón que me he visto privado de tu guardapelo —dijo—. Supón que me lo arrebató una persona a la que preferiría no mencionar.

En ese mismo instante le comprendí. Su miserable hermano se lo había apropiado. Tenía a mi lado el cesto de las labores. Me corté un mechón de pelo y até ambos extremos con un trozo de mi cinta preferida, azul celeste.

—¿Volvemos a ser amigos, Oscar? —dije al ponerlo en su mano.

Me tomó entre sus brazos como si fuera presa de una especie de frenesí, y me abrazó con tanta violencia que me hizo daño. Antes de haber recobrado el aliento suficiente para hablar con él, me soltó y se marchó tan precipitadamente que derribó una mesita redonda que estaba llena de libros y despertó a mi tía.

La anciana señora me llamó con su voz más formidable y me mostró el temperamento de la familia en su faceta más agria. Grosse había regresado a Londres sin pedirle disculpas de ninguna clase y Oscar acababa de tirar sus libros por el suelo. La indignación suscitada por esos dos ultrajes pedía a gritos una víctima y, como no había nadie más por allí en ese momento, me seleccionó a mí. La señorita Batchford descubrió que había asumido una empresa superior a sus fuerzas al ponerse a cargo de su sobrina durante su estancia en Ramsgate.

—Rechazo aceptar toda la responsabilidad —dijo mi tía—. A mi edad, toda la responsabilidad es demasiado para mí. Voy a escribir a tu padre, Lucilla. Siempre lo he detestado y siempre lo detestaré, como bien sabes. Sus posturas políticas y religiosas son, máxime en un clérigo, simplemente detestables. Con todo y con eso, sigue siendo tu padre, y yo tengo el deber, después de lo que ese extranjero maleducado ha dicho sobre tu salud, de ofrecerme a devolverte al cuidado de tu padre bajo su propio techo o, como mínimo, de obtener de tu padre su sanción para que sigas estando a mi cuidado. Esta actitud, en cualquiera de los casos que observes, me relega de sobrellevar toda la responsabilidad. No haré nada que comprometa mi posición. Mi posición está bien clara. Debería haber aceptado formalmente la hospitalidad de tu padre con ocasión de tu boda, siempre y cuando hubiera estado yo bien de salud y en caso de que la boda se hubiera celebrado. A resultas de todo ello, habré de informar a tu padre de la opinión médica que hemos recibido sobre tu salud en la actualidad. Por más brutalmente que se me haya dado a conocer, sigue siendo la opinión médica la que cuenta, y por ello estoy obligada a comunicarla.

Conociendo la agria aversión que tenía mi tía a mi padre, y que era recíproca en él, hice todo lo que estuvo en mi mano por combatir la resolución de la señorita Batchford, pero sin empeorar más las cosas diciéndole cuáles eran en realidad mis motivos. No sin ciertas dificultades logré que mi opinión prevaleciera y que aplazase el informe que se proponía dar a mi padre sobre mí al menos durante uno o dos días, y así nos despedimos y nos fuimos a nuestras respectivas habitaciones, no sin antes haber hecho las paces (pues los temperamentales arranques de mal humor de la buena señora suelen terminar tan pronto como empiezan).

Este pequeño episodio de mi narración de los acontecimientos me ha distraído de la extraña conducta que tuvo Oscar ayer por la noche, pero desde el mismo instante en que entré en mi habitación he estado pensando o soñando con ello (¡qué espantosas pesadillas!; ¡ni siquiera podría ponerlas por escrito!) de manera casi incesante. Cuando hoy volvamos a encontrarnos, ¿qué aspecto tendrá? ¿Y qué dirá?

Ayer tenía razón él. Soy fría con él, algo ha cambiado en mí, y es algo que todavía no comprendo. Mi conciencia me acusa ahora que estoy a solas. Sin embargo, a Dios pongo por testigo de que no es culpa mía. ¡Pobre Oscar! ¡Pobre de mí!

Nunca he tenido tan grande deseo de verlo, desde que estamos aquí, como el que tengo ahora. Algunas veces viene a desayunar. ¿Vendrá ahora?

¡Ay, cómo me duelen los ojos! ¡Y con qué obstinación entra la niebla en esta habitación! ¿Y si cerrase la ventana y me volviera a la cama otro rato?

Nueve de la mañana. Entró la criada hace media hora y me despertó. Fue a abrir la ventana como acostumbra, pero se lo impedí.

—¿Se ha despejado la niebla? —pregunté.

La chica se quedó mirándome boquiabierta.

—¿Qué niebla, señorita?

—¿Es que no la has visto?

—No, señorita.

—¿Y a qué hora te has levantado?

—A las siete, señorita.

A las siete yo todavía estaba escribiendo en mi diario, y la neblina seguía cubriendo todos los objetos de la habitación. Las personas de clase humilde suelen tener una curiosa falta de atención por todo lo relativo a la naturaleza. Durante todos los años que estuve ciega, nunca recibí la menor información de los criados o de los labriegos acerca del paisaje que rodeaba Dimchurch. Era como si no tuvieran ojos para todo lo que estuviera más allá de la cocina o de los campos sembrados. Me levanté de la cama y llevé a la criada hasta la ventana, dispuesta a abrirla.

—¡Allí la tienes! —dije—. No es tan espesa como era hace unas cuantas horas, pero sigue habiendo neblina, ¿no?

La muchacha miró de un lado a otro, del paisaje a mí y vuelta a empezar, con evidente desconcierto.

—¿Neblina? —repitió—. Le pido que me disculpe, señorita, pero hace una mañana clara y soleada… o así es como la veo yo.

—¿Clara? —repetí yo por mi parte.

—¡Sí, señorita!

—¿Pretendes decirme que la vista está despejada sobre el mar?

—El mar está de un espléndido color azul, señorita. Se ven los barcos ahí cerca y a lo lejos.

—¿Qué barcos?

Me señaló por la ventana a un punto determinado.

—Son dos, señorita. Un barco grande, de tres mástiles, y otro más pequeño que está un poco más allá.

Miré donde me señalaba con el dedo y forcé la vista todo lo que pude. Tan solo atiné a distinguir una neblina grisácea y borrosa, y una pequeña mancha en medio, en el lugar que indicaba el dedo de la criada al señalar el punto en que se encontraban los dos barcos.

Por vez primera me asaltó la idea de que la indefinición que había atribuido yo a la neblina era, lisa y llanamente, la indefinición borrosa de mis propios ojos. Tuve un momentáneo sobresalto. Me aparté de la ventana y di a la muchacha la mejor excusa que se me ocurrió. Tan pronto tuve la posibilidad de indicarle que se fuera, me quedé a solas y me aclaré los ojos con una de las soluciones del doctor Grosse, para probar de nuevo a escribir esta entrada y ver cómo me encuentro. Con gran alivio veo que puedo escribir mejor que a primera hora de la mañana. Sin embargo, esta ha sido una advertencia para que siga las instrucciones de Grosse con más esmero que hasta ahora. ¿Es posible que ayer viera en mis ojos algo que le dio miedo decirme? ¡No, tonterías! Grosse no es uno de esos hombres que rehuyen la verdad. Me he fatigado la vista, eso es todo. Ahora cerraré mi diario y bajaré a desayunar.

Diez de la mañana. Abro mi diario de nuevo, aunque solo sea un momento.

Ha ocurrido algo que sin lugar a dudas debo apuntar en la historia de mi vida. ¡Estoy tan enojada, tan molesta…! La criada (una desdichada idiota charlatana) le ha contado a mi tía lo que sucedió esta mañana, cuando estábamos ante la ventana. La señorita Batchford se ha alarmado y ha insistido en escribir una carta no a Grosse, sino a mi padre. Teniendo en cuenta la amargura de los sentimientos de mi padre por mi tía, dejará la carta sin contestar o la ofenderá con una colérica respuesta. Tanto en un caso como en otro, yo seré la afectada. Cuando mi tía se sienta dolida no podrá dirigirse a mi padre, así que seré yo el objeto de sus quejas. No quiero saber nada de todo eso. Con lo nerviosa y desanimada que estoy, la perspectiva de verme envuelta en una nueva disputa de familia me arredra lo indecible. ¡Solo de pensarlo, me siento ingratamente inclinada a escapar de la señorita Batchford!

Todavía no hay, noticias de Oscar.

Mediodía. Y sin embargo faltaba todavía una dura prueba para que mi vida resultara insufrible, y esa prueba ha llegado. Acaban de ponerme en las manos una carta de Oscar, que ha traído un recadero de su hotel. En ella me informa de que ha decidido marcharse de Ramsgate en el próximo tren. El próximo tren saldrá dentro de cuarenta minutos. ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer?

Me arden los ojos. Sé que es perjudicial que llore, pero ¿cómo no voy a llorar? Lo nuestro ha terminado si dejo que Oscar se marche solo, él mismo me lo dice así en su carta. ¡Ay! ¿Por qué habré sido tan fría con él? Debería sacrificar mis propios sentimientos en penitencia por ello. Y sin embargo sigo sintiendo con obstinación algo que me impide hacerlo. ¿Qué he de hacer? ¿Qué puedo hacer?

Ahora debo dejar la pluma e intentar ponerme a pensar. Me falla la vista por completo. No puedo escribir más.

[Nota. Copio aquí la carta a la que se refiere Lucilla.

Según la versión del propio Nugent, la escribió invadido por un gran remordimiento, y con la intención de dar a Lucilla la oportunidad de romper el compromiso mediante el cual se creía con toda inocencia ligada a él. Él afirma, al escribirla, que creyó honradamente que la carta ofendería a Lucilla de seguro. La otra interpretación del documento es que, al verse obligado a abandonar Ramsgate so pena de ser denunciado por Grosse al día siguiente, cuando este visitara a su paciente, y de ser tachado de mero impostor, Nugent aprovechó la oportunidad de convertir su ausencia en un medio de influir sobre los sentimientos de Lucilla y de convencerla para que le acompañase a Londres. Por razones que el lector sin duda comprenderá cuando llegue al final de mi narración, prefiero no manifestar aquí cuál es mi opinión, tanto en un sentido como en otro.

Lea pues la carta y extraiga sus propias conclusiones:

QUERIDA. Tras una noche de insomnio he decidido marcharme de Ramsgate en el primer tren después de que hayas recibido estas líneas. La experiencia de la pasada noche me ha convencido de que mi presencia aquí (después de lo que me dijiste en el malecón) solo sirve para afligirte. Hay una influencia que es demasiado intensa para tu resistencia, y que ha cambiado tu corazón y tus sentimientos hacia mí. Cuando llegue el día de decidir si serás mi esposa en las condiciones que te he propuesto, comprendo con toda claridad que dirás que no. Permíteme intentar que todo te resulte menos difícil, mi amor, a fin de que me lo digas por escrito en vez de tener que decírmelo a la cara. Si deseas la libertad, por más que me cueste te absuelvo de tu compromiso conmigo. Te amo tantísimo que no te puedo echar la culpa. Mi dirección en Londres te la adjunto en una hoja aparte. ¡Adiós!

OSCAR

La dirección que adjunta en hoja aparte es de un hotel.

A las últimas líneas del diario que he copiado aquí siguen unas cuantas líneas más. Con un par de excepciones, resulta imposible descifrar la caligrafía. El daño sufrido por sus ojos, a fuerza de tanto utilizarlos temerariamente, a fuerza de tanto llorar, a fuerza de pasar tantas noches en vela y a fuerza de la prolongada tensión, de la agitación y la incertidumbre, ha acabado justificando de manera evidente los callados presentimientos que tuvo Grosse cuando la visitó. Las últimas líneas del diario son, en cuanto a la escritura se refiere, muy inferiores a sus peores intentos de escribir cuando era ciega.

Sin embargo, la actitud que tomó al final, después de acusar recibo de la carta que acabo de poner a disposición del lector, se conoce de manera suficiente gracias a una nota que Nugent escribió de puño y letra y que llevó a la residencia de la señorita Batchford, en Ramsgate, un mozo de cuerda de la propia estación de ferrocarril. Otros acontecimientos posteriores obligan a guardar también esta nota, que dice así:

SEÑORA. Escribo por expreso deseo de Lucilla para rogarle que no se preocupe cuando descubra que su sobrina se ha marchado de Ramsgate. Me acompaña a mí, por petición mía, al domicilio de una señora casada que es familiar mía, y a cuyos cuidados estará hasta que llegue el día en que celebremos nuestra boda. Las razones que la han llevado a dar este paso, y que por el momento la obligan a ocultar las señas de su residencia, les serán expuestas con toda franqueza tanto a usted como a su padre el día mismo en que seamos marido y mujer. Entretanto, Lucilla le ruega que disculpe su partida y que tenga la bondad de remitir esta carta a su padre. Tanto usted como él, espero, recordarán que es mayor de edad y que por tanto puede actuar de acuerdo con sus deseos, si bien tan solo ha querido que se celebre cuanto antes su matrimonio con un hombre con el que está comprometida desde hace tiempo, con la aprobación de su familia. Créame, señora, su fiel servidor.

OSCAR DUBOURG

La carta fue entregada a la hora del almuerzo, casi exactamente en el momento en que la criada anunciaba a su señora que la señorita Finch no aparecía por ninguna parte, y que su bolsa de viaje había desaparecido de su dormitorio. El tren de Londres ya había partido. La señorita Batchford, al no tener ningún derecho a intervenir, decidió —no sin antes consultar con una amiga— viajar de inmediato a Dimchurch para poner el asunto en manos del señor Finch. P.]