CAPÍTULO XLIV
El diario de Lucilla: continuación
4 de septiembre. Señalo este día por ser uno de los más tristes de toda mi vida. Oscar me ha mostrado a madame Pratolungo como es de verdad. Ha razonado conmigo este tristísimo asunto con una sencillez a la que me ha sido imposible resistir. He dado por perdido definitivamente el amor y la confianza que había puesto en una mujer tan falsa. En su naturaleza no hay sentido del honor, no hay ni rastro de gratitud, ni un ápice de delicadeza. Y yo llegué a considerarla… ¡Me pongo enferma solo de recordarlo! No pienso verla nunca más.
[Nota. ¿Se ha visto el lector en el brete de tener que copiar palabra por palabra, de su puño y letra, semejante opinión acerca de su propia persona? Puedo recomendar la sensación porque es algo totalmente novedoso, y apunto que la tentación de añadir un par de líneas por cuenta propia es tan intensa que se halla prácticamente por encima de la resistencia de cualquier mortal. P.]
Oscar y yo nos reunimos en las escaleras a las once en punto, como habíamos convenido.
Me llevó al malecón del oeste. A esa hora de la mañana, con la excepción de unos cuantos marineros que no nos prestaron la menor atención, el lugar estaba desierto. Hacía uno de los días más bellos de la temporada veraniega. Cuando nos cansamos de pasear, nos sentamos bajo un sol no demasiado intenso y disfrutamos del balsámico aire del mar. Con esa pureza de la luz, con esos bellos colores a nuestro alrededor, hubo algo a mi entender horrorosa y vergonzosamente fuera de lugar en nuestra conversación, una conversación que al cabo de las horas no trató más que ¡de tramas y ardides, crueldad, ingratitud y engaños!
Logré con mi primera pregunta entrar en materia sin más tardanza, sin perder el tiempo con frases que me preparasen para lo que me esperaba.
—Cuando mi tía habló de esa carta ayer por la noche —dije—, tuve la sensación de que tú sabías algo. ¿Me equivoco?
—No, no te equivocas del todo —contestó—. Tampoco puedo decir que lo sepa con toda seguridad. Tan solo sospeché que tenía que ser obra de un enemigo tuyo y mío.
—No será madame Pratolungo…
—¡Sí, madame Pratolungo!
Al principio estuve en desacuerdo con él. Madame Pratolungo y mi tía habían tenido una fuerte discusión por motivos políticos. Que ahora mantuvieran correspondencia, sobre todo si era confidencial, me parecía de lo más improbable. Pregunté a Oscar si era capaz de adivinar de qué trataba la carta, y por qué razón no había de entregárseme hasta que Grosse definitivamente diera el visto bueno a mi curación.
—No sé adivinar de qué trata. Tan solo me imagino qué objeto tiene —dijo.
—¿Y cuál es?
—El objeto que ella ha perseguido desde el principio. Interponer todos los obstáculos que pueda para que no nos casemos.
—¿Y qué interés puede tener en semejante cosa?
—El interés de mi hermano.
—Perdóname, Oscar, pero no puedo creer semejante cosa de ella.
Estábamos caminando mientas intercambiábamos estas palabras. Cuando le dije eso, se detuvo y me miró muy en serio.
—Pues lo creíste cuando contestaste a mi carta.
Lo reconocí.
—Creí en tu carta —contesté— y compartí tu opinión de ella mientras estuvo en la misma casa que yo. Su presencia alimentaba mi cólera y mi horror de un modo que no sabría explicar. Ahora que ya no está conmigo, ahora que he tenido tiempo de pensar, hay en su ausencia algo que habla en su favor y que me tortura, pues me hace dudar si habré obrado bien. No lo puedo explicar, porque no lo entiendo. Tan solo sé que así es.
Me siguió mirando con grandísima atención.
—La buena opinión que de ella tienes debía de haber echado muy hondas raíces para haberse manifestado con tanta obstinación —dijo—. ¿Qué es lo que ha hecho para merecer tal cosa?
Si hubiera repasado todos mis recuerdos de ella, si los hubiera recordado uno a uno, no habría sino acabado llorando. Sin embargo, pensé que debía defenderla al menos mientras me fuera posible. De ese modo logré hacer frente a la dificultad.
—Te diré qué es lo que hizo —dije— después de que yo recibiera tu carta. Por suerte para mí, no se encontraba muy bien esa mañana, y tomó el desayuno en cama. Tuve tiempo de sobra para prepararme y para prevenir a Zillah (que fue quien me leyó tu carta) antes de verla ese día. El día anterior yo me sentí dolida y ofendida por su modo de explicarme tu ausencia de Browndown. Pensé que no me estaba tratando con la misma confianza que yo habría depositado en ella si nuestras posiciones hubieran sido a la inversa. La siguiente vez que la vi, como ya conocía tu advertencia, le presenté mis disculpas y le dije lo que a mi juicio esperaba ella que yo dijese en semejantes circunstancias. Presa de la excitación y de la desdicha, me atrevo a decir que pequé por exceso de fingimiento. En cualquier caso, desperté en ella la sospecha de que algo no iba del todo bien. No solo me preguntó si había ocurrido algo, sino que incluso llegó al extremo de decir precisamente con estas palabras que me notaba cambiada. Dejé ahí la conversación diciéndole que no la entendía. Tuvo que darse cuenta de que no estaba diciendo la verdad; tuvo que darse cuenta, igual que lo sabía yo, de que le estaba ocultando algo. A pesar de todo, ni una sola palabra salió de sus labios. Una orgullosa delicadeza que vi claramente en su rostro, tal como ahora te veo a ti, una orgullosa delicadeza la hizo callar; parecía dolida. No he dejado de pensar en su actitud desde que estoy aquí. Me he preguntado, como no me pregunté en su momento, si una mujer falsaria, que se sabía culpable, se habría comportado de ese modo. No me cabe duda de que una falsaria habría empeñado todo su ingenio contra mí, y habría tratado de empujarme con engaños a delatar todo cuanto yo hubiera descubierto para entonces. ¡Oscar! Ese delicado silencio y esa mirada de dolor hablan en su favor cuando ahora pienso en ella. No puedo sentirme tan satisfecha como lo estuve entonces al pensar que es el ser abominable que tú afirmas que es. Sé que eres incapaz de engañarme, sé que dices lo que crees y que crees lo que dices, pero ¿no es posible que las apariencias te hayan engañado? ¿Estás de veras completamente seguro de no haber cometido algún terrible error de apreciación?
Sin responderme, se detuvo de pronto ante un banco que había bajo el parapeto de piedra del malecón y me indicó con un gesto que me sentara con él. Le obedecí. En vez de mirarme apartó la cabeza y se quedó contemplando el mar. No le comprendí. Me dejó perpleja, casi alarmada.
—¿Es que te he ofendido? —pregunté.
Se volvió con la misma brusquedad con que se había apartado. Tenía errática la mirada, estaba muy pálido.
—Eres una mujer buena y generosa —dijo de manera confusa y apresurada—. Hablemos de otra cosa.
—¡No! —repuse—. Me importa demasiado la verdad para hablar ahora de ninguna otra cosa.
Le volvió a cambiar el color. Se puso rojo como la grana y exhaló un hondo suspiro, como se hace a veces al realizar un gran esfuerzo.
—¿No piensas ceder? —dijo.
—No, no pienso ceder —contesté.
Se puso en pie. Cuanto más a punto estaba de relatarme todo lo que hasta ese momento me había ocultado, más difícil le resultaba al parecer encontrar la palabra con la que empezar.
—¿Te importa que caminemos otro rato? —preguntó.
Me levanté en silencio y lo tomé del brazo. Caminamos despacio hasta el extremo del malecón. Al llegar se quedó quieto y dijo con gran dificultad aquellas primeras palabras sin dejar de contemplar la anchura del mar azul, sin mirarme a mí.
—No te pediré que des ni una sola cosa por sentada solo porque yo te la diga —empezó diciendo—. Las propias palabras de esa mujer y sus propias acciones demostrarán que es culpable.
Le interrumpí con una pregunta.
—Dime una sola cosa —dije—. ¿Qué te hizo sospechar de ella?
—Fuiste tú quien me hizo sospechar por lo que dijiste en Browndown —contestó—. Haz memoria y trata de volver a la ocasión que ya te mencioné por carta, cuando ella se delató ante ti en el jardín de la rectoría. ¿Es cierto que dijo que te habrías enamorado de Nugent si lo hubieras conocido a él antes que a mí?
—Es cierto que lo dijo —respondí—. Lo dijo en un momento —añadí en seguida— en que había perdido los estribos… Y yo también estaba fuera de mis casillas.
—Avanza unas horas en el tiempo —prosiguió— hasta el momento en que te siguió hasta Browndown. ¿Estaba todavía fuera de sus casillas cuando te pidió disculpas?
—No.
—¿Interfirió en tu favor cuando Nugent se aprovechó de tu ceguera para hacerte creer que estabas hablando conmigo?
—No.
—¿Y estaba ella fuera de sus casillas?
Yo insistí en defenderla.
—Tal vez todavía estuviera enojada —dije—. Me había pedido disculpas con toda su amabilidad, y yo las había recibido con una descortesía y una rudeza imperdonables.
Mi defensa no surtió el menor efecto. Él siguió hablando con toda frialdad.
—Ella me comparó de forma desventajosa con Nugent. Permitió que Nugent se hiciera pasar por mí al hablar contigo y no hizo nada para impedírselo. En uno y otro caso, su temperamento la disculpa y justifica su conducta. Muy bien. Hasta este punto, podemos estar en desacuerdo o no. Antes de seguir adelante, a ver si podemos ponernos de acuerdo sobre un hecho incontestable. ¿Cuál de los dos hermanos fue su favorito desde el principio?
A ese respecto no podía caber la menor duda. Reconocí de inmediato que Nugent era su favorito. Más aún, recordé haberla acusado yo misma de no haber hecho nunca justicia a Oscar, ni siquiera desde el principio.
[Nota. Remito al lector al capítulo decimosexto Y al apunte de madame Pratolungo en que se advierte al lector de que volvería a oír estas palabras. P.]
Oscar siguió hablando.
—Ten eso en cuenta —dijo—. Y ahora vayamos al momento en que nos reunimos todos en la sala de estar, en la rectoría, para hablar de tu operación. La cuestión que se nos planteaba, si mal no recuerdo, era esta. ¿Debías casarte conmigo antes de la operación? ¿Debías hacerme esperar hasta que la operación se hubiera realizado y la curación fuera completa? ¿Qué decisión tomó madame Pratolungo en esa ocasión? Optó por litigar en contra de mis intereses; te animó a que aplazaras la boda.
Yo insistí en defenderla.
—Lo hizo por pura simpatía hacia mí —dije.
Me sorprendió de nuevo al aceptar mi visión de las cosas sin tratar siquiera de discutírmela.
—Digamos, así pues, que lo hizo por pura simpatía hacia ti —siguió diciendo—. Al margen de los motivos que tuviera, el resultado fue el mismo. Mi boda contigo quedó aplazada indefinidamente, y madame Pratolungo estuvo a favor de ese aplazamiento.
—Y tu hermano —añadí— tomó el punto de vista opuesto y trató de convencerme para que me casara contigo antes de someterme a la operación. ¿Cómo encajas eso con lo que me dijiste sobre…?
Intervino sin darme tiempo a continuar.
—No incluyas a mi hermano en esta conversación —dijo—. En aquellos momentos todavía era capaz de comportarse como un hombre de honor, y de sacrificar sus sentimientos por su deber hacia mí. Limitémonos por el momento a lo que dijo y a lo que hizo madame Pratolungo. Y avancemos de nuevo unos minutos en ese mismo día, hasta llegar al momento en que terminó nuestro pequeño debate hogareño. Mi hermano fue el primero en marcharse. Luego, tú te retiraste a tu habitación y nos dejaste a madame Pratolungo y a mí a solas en la estancia. ¿Lo recuerdas?
Lo recordaba perfectamente.
—Me habías causado una amarga decepción —dije—. No habías dado muestras de compartir mi ansiedad por recuperar la bendición de la vista. Pusiste toda clase de trabas y cortapisas. Recuerdo haber hablado contigo de la amargura que sentía; recuerdo haberte echado la culpa por no creer en mi futuro como creía yo, por no tener la esperanza que yo tenía, y recuerdo haberte dejado y haberme encerrado en mi habitación.
Con estas palabras le hice ver con toda claridad que mi recuerdo de aquel día era tan nítido como el suyo. Me escuchó sin hacer ningún comentario, y prosiguió en cuanto hube concluido.
—Madame Pratolungo compartió contigo la dureza con que me juzgaste —siguió—. Y la expresó incluso en términos infinitamente más duros. Ella misma se delató ante ti en el jardín de la rectoría. Y se delató ante mí después de que nos dejaras a solas en la sala de estar. ¡Sin duda tuvo que ser por su vivo temperamento, claro! Estoy muy de acuerdo contigo. Lo que me dijo en tu ausencia nunca lo hubiera dicho si hubiera sido dueña de sus actos.
Empecé a sentirme un tanto amedrentada.
—¿Cómo es posible que ahora me hables de todo eso por primera vez? —le dije—. ¿Acaso te daba miedo afligirme?
—Me daba miedo perderte —contestó.
Hasta ese instante había tenido yo mi brazo entrelazado con el suyo. Lo retiré. Si su respuesta significaba alguna cosa, significaba que alguna vez me había creído capaz de romper con él. Se dio cuenta de que me había hecho daño al decirlo.
—Recuerda —dijo— que yo había tenido la desgracia de ofenderte aquel día. Y aún no has tenido ocasión de saber lo que madame Pratolungo tuvo la audacia de decirme en tales circunstancias.
—¿Qué fue lo que te dijo?
—Me dijo esto: «¡Cuánto más felices podrían haber sido las perspectivas de futuro de Lucilla! ¡Qué pena que no vaya a casarse con su hermano en vez de casarse con usted!». Lo repito literalmente. Esas fueron sus palabras.
No pude creer tal cosa de ella.
—¿Estás seguro? ¿De veras? —le pregunté—. ¿Es posible que te dijera una cosa tan cruel?
En vez de contestarme, sacó su agenda de bolsillo, buscó entre las páginas y sacó un trozo de papel doblado y arrugado. Lo desplegó y me enseñó lo que había escrito.
—¿Esta es mi letra? —preguntó.
Era su letra. Había visto suficientes cartas suyas, desde que había recuperado la vista, para tener absoluta seguridad.
—¡Léela entonces! —dijo—. ¡Léela y juzga por ti misma!
[Nota. El lector ya tuvo conocimiento de esta carta en el capítulo trigésimo segundo. Es cierto que le dije esas insensatas palabras a Oscar (como verá el lector en mi relato correspondiente a aquellos momentos) porque estaba bajo la influencia de una indignación natural, como cualquier otra mujer con una chispa de espíritu que hubiera estado en mi lugar. En vez de enfadarse conmigo, Oscar se había marchado (como de costumbre) a su casa, y me había escrito esa carta de reproche. Como yo por mi parte tuve tiempo de templar mis ánimos y de darme cuenta de lo absurdo que habría sido escribirnos viviendo a pocos minutos a pie uno del otro, fui a Browndown nada más recibir la carta, aunque antes la arrugué y (como supuse) la arrojé al fuego. Después de hacer las paces con Oscar regresé a la casa rectoral, y allí tuve conocimiento de que Nugent había ido a verme durante mi ausencia; esperó un poco en la sala de estar y se marchó al ver que yo no estaba. Cuando digo que la carta que enseñó a Lucilla era la misma carta que creí haber destruido, el lector comprenderá que la arrojé a uno de los laterales de la chimenea y que no cayó en el fuego. Y si no la encontré allí mismo a mi regreso, fue sencillamente porque Nugent la vio primero y se la llevó. Todos estos particulares están descritos con gran detalle en el capítulo al que acabo de referirme, que es donde se incluye asimismo la carta. Sin embargo, ahorraré al lector la molestia de buscarla más atrás, pues sé que detesta esas molestias, y para ello transcribiré literalmente lo que encontré en el diario. La carta original está pegada en una página: la copio de dicha página por segunda vez. ¿No soy bondadosa con el lector? ¿Qué escritor profesional estaría dispuesto a hacerle estos favores al lector? Bueno, me temo que incurro en el defecto de halagarme. Dejaremos que Lucilla siga su relato. P.]
Tomé la carta de sus manos y la leí. Le pedí que me permitiera conservarla, y ahora está en mi poder. La carta es la justificación de lo que pienso de madame Pratolungo en la actualidad. La pongo aquí mismo, antes de escribir una línea más en mi diario.
MADAME PRATOLUNGO. Me ha causado usted más dolor y más inquietud de lo que podría decir por escrito. Sé que por mi parte he cometido faltas muy graves. De todo corazón le pido que me perdone todo cuanto haya podido decir o hacer para ofenderla. No me puedo plegar al durísimo veredicto que ha pronunciado sobre mí. Si supiera cómo adoro a Lucilla, seguramente me permitiría obrar como lo he hecho y también me comprendería mejor de lo que me comprende. No consigo quitarme de la cabeza las últimas palabras que me dijo con tanta crueldad. No puedo volver a verla sin que medie una explicación. Me ha apuñalado en todo el corazón al decirme que Lucilla tendría una perspectiva de futuro mucho más feliz si se casara con mi hermano en vez de casarse conmigo. Espero de veras que no lo haya dicho en serio. ¿Tendrá la bondad de escribirme para confirmarme que no es así?
OSCAR
Mi primera reacción después de leer estas líneas fue, cómo no, cogerlo de nuevo del brazo y arrimarme a él todo lo que pude. Mi segunda reacción se produjo a su debido tiempo. Le pregunté, como es natural, por la respuesta de madame Pratolungo a esa afectuosa y conmovedora carta.
—No tengo ninguna respuesta que mostrarte —dijo.
—¿La has perdido? —pregunté.
—Nunca la recibí.
—¿Qué quieres decir?
—Que madame Pratolungo jamás contestó a mi carta.
Le hice repetir una, dos veces lo que acababa de decirme. ¿No era increíble? Semejante apelación solo podía pasar sin hacer mella en una mujer absolutamente depravada. En dos ocasiones me repitió la misma respuesta; en dos ocasiones declaró por su honor que no se le había devuelto ni una sola línea de respuesta. ¿Era madame Pratolungo, entonces, una mujer absolutamente depravada? ¡No! Todavía quedaba una última excusa que la justicia y la amistad aún podían alegar, y la alegué.
—Tan solo hay una explicación de su conducta —dije—. Jamás llegó a recibir la carta. ¿Adónde se la enviaste?
—A la casa rectoral.
—¿Y quién la llevó?
—Mi propio criado.
—Tal vez la perdiera por el camino y temiera confesártelo. Tal vez el criado de la casa rectoral olvidase entregársela a madame Pratolungo.
Oscar negó con la cabeza.
—¡Imposible! Sé que madame Pratolungo recibió la carta.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque la encontré yo mismo, arrugada, en un rincón de la chimenea, en tu propia sala de estar.
—¿Y estaba abierta?
—Estaba abierta. La había recibido, la había leído; no la arrojó con la puntería suficiente para que ardiese en el fuego. Dime una cosa, Lucilla. ¿Es madame Pratolungo una mujer ofendida? ¿Soy yo quien la ha ofendido?
Había otro banco pocos pasos más adelante. Yo no podía sostenerme en pie. Me adelanté y tomé asiento. Se apoderó de mí una sombría sensación. No pude hablar, ni llorar tampoco. Estuve sentada en silencio, retorciéndome las manos lentamente sobre el regazo y sintiendo que los últimos lazos que todavía podían atarme con la amiga a la que tanto amé en el pasado se iban disolviendo uno por uno, y nos separaban para siempre.
Oscar me siguió y se paró ante mí; me presentó a madame Pratolungo con una severidad que impuso su convicción en mi ánimo, y me hizo sentir vergüenza por haber llegado a echarla de menos.
—Recuerda el pasado por última vez, Lucilla. Recuerda lo que esa mujer ha dicho y ha hecho. Verás que la idea de que te cases con Nugent está siempre presente en sus intenciones de uno u otro modo. Está presente por igual cuando se olvida de sí misma y habla llevada por la rabia, o cuando reflexiona y habla muy a propósito, a sabiendas de lo que dice. Una vez te dice que te habrías enamorado de Nugent si lo hubieras conocido a él primero. Otra vez no dice nada mientras Nugent se hace pasar por mí delante de ti, y ni siquiera interviene para poner coto a esa farsa. En una tercera ocasión descubre que estás ofendida conmigo y se siente tan victoriosa, tan cruelmente victoriosa, que me dice a la cara que tendrías una perspectiva de futuro mucho más feliz si te casaras con mi hermano en vez de casarte conmigo. Le pido por escrito, civilizada y amablemente, que me explique lo que ha querido decir con esas palabras abominables. Ha tenido tiempo de sobra para reflexionar desde que las dijo, pero ¿qué es lo que hace? ¿Me contesta siquiera? ¡No! Arroja con desprecio mi carta a la chimenea. Añade a estos hechos tan sencillos lo que tú misma has observado. Nugent cuenta con toda su admiración; Nugent es su favorito; desde el principio siempre me ha tenido inquina, y me ha causado muchos perjuicios. Añade a todo esto que Nugent, como yo sé con certeza, le confesó a ella en privado que estaba enamorado de ti. Considera todas estas circunstancias y dime: ¿qué sencilla conclusión es la que se desprende de todo ello? Te lo vuelvo a preguntar: ¿es madame Pratolungo una mujer ofendida? ¿No tengo razón cuando te advierto, como tú me advertiste una vez, de que tengas cuidado con ella?
¿Qué otra cosa podía yo hacer, salvo reconocer que tenía razón? A él le debía, y también me lo debía a mí, cerrar mi corazón a madame Pratolungo a partir de ese instante. Oscar se sentó a mi lado y me dio la mano.
—Después del conocimiento y el trato que he tenido con ella en el pasado —siguió con dulzura—, ¿de veras te extraña que temiese lo que pueda hacer en el futuro? ¿Es que nunca se ha producido la separación de dos verdaderos amantes por culpa de una traición que ha minado en secreto la confianza que tenían el uno en el otro? ¿No tiene madame Pratolungo la inteligencia, y la falta de escrúpulos necesarias, para minar nuestra confianza y volver en contra de nosotros, con el propósito más perverso, la influencia que ya tiene en la rectoría? ¿Cómo podemos saber que no está en comunicación con Nugent en este preciso instante?
Le hice callar. No pude soportarlo más.
—Tú has visto a tu hermano —dije—, tú me has dicho que os entendéis. ¿Qué tienes que temer después de eso?
—La influencia de madame Pratolungo y la chifladura que un hermano tiene por ti —respondió—. Eso es lo que temo. Las promesas que él me haya hecho con toda honradez son promesas de las que no me puedo fiar si me doy la vuelta, y menos si madame Pratolungo está con él aprovechando mi ausencia. Hay algo que ya está ocurriendo bajo la superficie de las cosas. No me gusta nada esa carta misteriosa, que solo se te ha de mostrar en determinadas condiciones. No me gusta el silencio de tu padre. Él ha tenido tiempo de responder a tu carta. ¿Lo ha hecho acaso? Ha tenido tiempo de responder a mi posdata. ¿Acaso lo ha hecho?
Estas fueron preguntas difíciles de contestar. Por cierto que mi padre no ha contestado a mi carta ni a las líneas que él añadió, al menos por el momento. Sin embargo, tal vez su respuesta llegue con el siguiente correo. Insistí en adoptar este parecer, y así se lo dije a Oscar. Él se aferró con obstinación a su visión de las cosas.
—Supongamos que llega el fin de semana —dijo— y que seguimos sin recibir carta de tu padre, ni para ti ni para mí. ¿Reconocerás entonces que su silencio es cuando menos sospechoso?
—Reconoceré que su silencio demuestra una triste falta de consideración hacia ti —le contesté.
—¿Y nada más? ¿No verás ahí, como yo la veo, la influencia de madame Pratolungo, que ya se deja sentir en la rectoría y que incluso envenena el ánimo de tu padre y lo predispone contra nuestro matrimonio?
Me estaba presionando con gran dureza. Hice todo lo posible, sin embargo, por decirle con toda sinceridad lo que estaba pensando.
—Lo que sí entiendo —dije— es que madame Pratolungo se ha portado contigo con una gran crueldad. Y creo que, después de lo que me has dicho, se alegraría si yo rompiera nuestro compromiso y me casara con tu hermano. En cambio, no la considero tan loca para urdir una trama que me lleve a hacer tal cosa. Nadie sabe tan bien cono ella con qué fidelidad te amo, ni que cualquier intento para obligarme a casarme con otro hombre está condenado al fracaso. ¿Habrá alguna mujer tan rematadamente estúpida que después de miraros a ti y a tu hermano, y sabiendo lo que ella sabe, cometiera una estupidez tan grande como la que tú sospechas de madame Pratolungo?
Me pareció que esto era incontestable. A pesar de todo, él tenía lista su respuesta.
—Si conocieras mejor el mundo y hubieras visto más cosas, Lucilla —dijo—, sabrías que un amor tan verdadero como el tuyo es un misterio para una mujer como madame Pratolungo. Ella no cree en algo así; no lo entiende. Se cree capaz de romper cualquier compromiso siempre y cuando las circunstancias la lleven a ello, y calcula tu fidelidad por el conocimiento que tiene de su propia naturaleza. No hay nada en la experiencia que tiene de ti, o en su conocimiento de la desfiguración de mi hermano, que la desanime en su propósito, que no es otro que conspirar para separarnos. Ha visto por sí misma, tú me lo has dicho, que ya has superado la aversión inicial que te causaba Nugent. Sabe que hay mujeres tan encantadoras como tú que se han casado una y mil veces con hombres muchísimo más repulsivos que él. ¡Lucilla! Hay algo que no puede negarse, algo que no pienso discutir, y que sin embargo me indica que su retorno a Inglaterra será fatal para mis esperanzas, sobre todo si nos encuentra a ti y a mí sin unos lazos más estrechos que los que ahora nos atan. ¿Te parecen estas meras aprensiones caprichosas, indignas de un hombre como yo? ¡Querida! Indignas o no, deberías permitírmelas y hacer lo posible por paliarlas, pues son aprensiones inspiradas por todo el amor que te tengo.
En semejantes circunstancias podía permitírselas y hacer lo posible por paliarlas, y de hecho se lo dije. Se arrimó a mí y me rodeó con un brazo.
—¿No estamos los dos comprometidos a ser marido y mujer? —susurró.
—Sí.
—¿No somos los dos mayores de edad, y libres de hacer lo que nos plazca?
—Sí.
—Si pudieras, ¿me aliviarías de estas ansiedades que tanto me hacen sufrir?
—¡Sabes que sí!
—Pues tú puedes aliviarme.
—¿Cómo?
—Dándome el derecho a ser tu marido, Lucilla. Consintiendo en casarte conmigo en Londres en un plazo de quince días.
Di un respingo y lo miré asombrada. Por el momento, no pude responderle de ninguna otra manera.
—No te pido que hagas nada indigno de ti —dijo—. He hablado con una familiar mía que vive cerca de Londres, una mujer casada, cuyo domicilio estará abierto para ti hasta que llegue el día de nuestra boda. Cuando tu visita se haya prolongado por espacio de quince días, podremos contraer matrimonio. Escribe a la rectoría, como sea, para impedir que se preocupen. Diles que estás sana y salva, que eres feliz, que estás bajo el cuidado de una persona respetable y responsable, pero no digas nada más. Mientras madame Pratolungo tenga la más mínima posibilidad de crear desavenencias y malentendidos entre nosotros, es preciso que ocultemos el lugar en que te encuentras. Cuando estemos casados podrás revelarlo todo. Que todos tus allegados y el mundo entero sepan entonces que somos marido y mujer.
Le temblaba el brazo con que me había rodeado; estaba colorado hasta la raíz de los cabellos; me devoraba con los ojos. Algunas mujeres, en mi lugar, se hubieran sentido ofendidas. Otras tal vez se hubieran sentido aduladas. Yo, y puedo confiar el secreto a estas páginas, me sentí asustada.
—¿Es una fuga en toda regla lo que me estás proponiendo? —pregunté.
—¿Una fuga? ¿Cómo es posible que pienses eso? —respondió—. ¿Una fuga entre dos personas que están comprometidas y que solo tienen que pensar en sí mismas?
—Yo he de pensar en mi padre y he de pensar en mi tía —dije—. ¡Y no me estás proponiendo que huyamos y nos ocultemos de ellos!
—Yo solo te pido que pases quince días de visita en casa de una mujer casada, y que ocultes esa visita a los oídos de tus peores enemigos, al menos hasta que te hayas convertido en mi esposa —respondió—. ¿Qué hay de malo en mi solicitud? ¿Es tan terrible que has de ponerte pálida y mirarme como si tuvieras miedo? ¿No te he cortejado yo con pleno consentimiento de tu padre? ¿No soy tu prometido? ¿No somos libres de decidir por nosotros mismos? Literalmente no existe una sola razón, si realmente estuviera a nuestro alcance, para que no nos casemos mañana mismo. ¿Y tú todavía tienes dudas? ¡Lucilla! ¡Lucilla! Me fuerzas a reconocer la duda que me ha hecho desdichado desde que llegué aquí. ¿De veras han cambiado tanto tus sentimientos por mí como a mí me lo parece? ¿Es que de veras ya no me amas como me amabas antes?
Se puso en pie y echó a caminar; finalmente se apoyó sobre el parapeto, con la cara entre las manos.
Yo no me moví, sin saber qué decir ni qué hacer. La incómoda sensación de que podía tener razones para quejarse de que lo tratara con tanta frialdad no la pude descartar de mi ánimo por más que me esforcé. No tenía ningún derecho a esperar que diera el paso que me había propuesto; cualquier mujer en mi lugar habría visto no pocas objeciones. Con todo, aunque esto no dejara de satisfacerme, algo se obstinaba en mi interior para que me pusiera de su parte. No pudo, sin duda, ser mi conciencia la que me dijo: «Hubo un tiempo en que sus ruegos más encarecidos habrían prevalecido sobre tus deseos; hubo un tiempo en que no habrías tenido las dudas que tienes ahora».
Fuera cual fuese esa influencia, me obligó a levantarme del banco y a ir junto a él ante el parapeto del malecón.
—No puedes esperar que tome una decisión improvisada sobre un asunto tan serio como este —dije—. ¿Es que no vas a darme un poco de tiempo para pensar?
—Eres dueña y señora de tus actos —repuso con amargura—. ¿Por qué me pides que te dé tiempo? Puedes tomarte todo el tiempo que quieras, puedes hacer lo que quieras.
—Dame solamente hasta el fin de semana —seguí diciendo—. Déjame asegurarme de que mi padre persiste en no contestar ni a tu carta ni a la mía. Aunque sea yo dueña y señora de mis actos, no hay nada, salvo su silencio, que pueda justificar que me vaya en secreto y nos una en matrimonio un desconocido. ¡No me apremies, Oscar! No falta mucho para el fin de semana.
Algo pareció sobresaltarle, algo tal vez que había en mi voz le dijo que estaba realmente afligida. Se volvió muy deprisa para mirarme y me sorprendió con lágrimas en los ojos.
—¡No llores, por Dios! —dijo—. Será como deseas. Tómate tu tiempo. No volveremos a hablar de todo esto hasta el fin de semana.
Me besó apresuradamente, como si aún estuviera sobresaltado, y me ofreció su brazo para regresar caminando.
—Grosse llega hoy mismo —continuó—. Es mejor que no te vea como estás ahora. Tienes que descansar y reponerte. Vamos a casa.
Volví con él, pero me sentía triste, con el corazón dolorido. Mi última, débil esperanza de renovar mi tan placentera intimidad con madame Pratolungo se había disipado. Se me había revelado como una mujer a la que jamás debiera haber conocido, una mujer con la que nunca más llegaría a cruzar una palabra amistosa. Había perdido a la compañera con la que en tiempos había sido tan feliz; había causado gran dolor y decepción a Oscar. Nunca me había parecido mi vida tan desdichada y tan indigna como me lo pareció hoy en el malecón de Ramsgate.
Me dejó ante la puerta de casa, con una suave presión en la mano para darme ánimos.
—Pasaré a verte más tarde —dijo— y a enterarme de lo que ha dicho Grosse antes de que regrese a Londres. Descansa, Lucilla. Descansa y recupérate.
Unos fuertes pasos resonaron de pronto tras nosotros. Los dos nos dimos la vuelta. El tiempo había pasado mucho más deprisa de lo que habíamos supuesto. Allí estaba Herr Grosse, recién llegado por su propio pie desde la estación de ferrocarril.
La primera mirada que me dedicó pareció alterarle y decepcionarle. Me clavó la mirada en los ojos, a través de sus lentes, con una expresión de sorpresa y de ansiedad como yo nunca había visto en su rostro. Luego volvió la cabeza y miró a Oscar cambiando significativamente de expresión, un cambio desagradablemente sugerente (al menos para mí) de su cólera o su desconfianza. No dijo ni una sola palabra. A Oscar le correspondió romper el ingrato silencio. Le dijo a Grosse:
—Ahora no seré yo quien los moleste a su paciente y a usted. Volveré dentro de una hora.
—¡No! Habrá de entrar usted conmigo si no le importa. Tengo algo, mi joven caballero, que tal vez desee decirle a usted en persona. —Habló frunciendo el entrecejo, con las cejas pobladas ocultándole casi los ojos, y señaló de forma perentoria a la puerta de la casa.
Oscar tocó la campanilla. En ese mismo instante, al oírnos llegar, mi tía se asomó al balcón que había encima de la puerta.
—Buenos días, señor Grosse —dijo—. Espero que encuentre a Lucilla estupendamente. Ayer mismo le pude expresar mi opinión, y la encuentro sumamente mejorada.
Grosse se quitó el sombrero con gesto sombrío para saludar a mi tía, y de nuevo me miró, me miró tanto tiempo y con tanta intensidad que me sentí confundida.
—La opinión de su tía no es mi opinión —gruñó hablándome casi al oído—. No me gusta el aspectos que tiene, señorita. ¡Adelantes!
La criada nos estaba esperando con la puerta abierta. Grosse espero a que Oscar pasara primero. Se le ensombreció el rostro cuando nos encontramos en el vestíbulo. Parecía a medias enojado y a medias confuso. Grosse avanzó desconsideradamente entre nosotros y me ofreció el brazo. Subí la escalera con él, preguntándome qué significaba todo aquello.