CAPÍTULO XXXVII

Los hermanos cambian de lugar

En vano creí estar preparada para cualquier infortunio que pudiera sobrevenir. Las últimas palabras de aquel hombre disiparon mi engaño. Ni siquiera en mis más sombríos presentimientos había llegado yo a contemplar un desastre tal como el que acababa de producirse. Me quedé petrificada mientras pensaba en Lucilla y miraba al criado con total desvalimiento. Por más que lo intenté, fui incapaz de decirle una sola palabra.

Él por su parte no se encontró con semejante dificultad. Una de las más extrañas peculiaridades que tiene la clase humilde en Inglaterra es esa suerte de solemne deleite que al parecer sienten cuando han de hablar de sus propios infortunios. Haber sido objeto de una calamidad, sea la que sea, parece como si elevara su propia estima. Con un pavoroso disfrute de tan penoso motivo, el criado se exilió a su situación de hombre recién privado del mejor de los señores; volvió a verse a la deriva en el mundo, en busca de otro a quien servir, sin tener en el fondo la menor esperanza de encontrarse alguna vez en una situación como la que acababa de perder. Por fin consiguió que yo le dijera algo, y lo consiguió mediante el sencillo método de irritarme los nervios hasta que ya no pude soportarlo.

—¿Se ha marchado solo el señor Oscar? —pregunté.

—Sí, señora. Solo del todo.

(¿Qué había sido de Nugent? Me interesaba demasiado Oscar en esos momentos, y no hice la pregunta.)

—¿Y cuándo se marchó su amo? —proseguí.

—Hará algo más de dos horas.

—¿Cómo es posible que no haya tenido noticia de su marcha hasta ahora?

—Porque el señor Oscar dio órdenes de que no le dijéramos nada, señora, hasta esta hora de la noche.

Por desdichada que fuera yo entonces, mi ánimo se hundió todavía más al saber tal cosa. La orden que se había dado al criado parecía obedecer a un plan premeditado en el que no solo se preveía abandonar Dimchurch, sino también mantenernos en la ignorancia de su paradero.

—¿Se ha ido a Londres el señor Oscar? —insistí.

—Alquiló la tartana de Gootheridge, señora, para que lo llevase a Brighton. Y él me dijo de sus propios labios que se marchaba de Browndown para no volver nunca más. Eso es todo lo que sé de sus intenciones.

¡Que se había marchado de Browndown para no volver nunca más! Aunque solo fuera en aras de Lucilla, me negué a creer tal cosa. El criado estaba exagerando, sin duda, o bien había interpretado mal lo que se le hubiera dicho. La carta que tenía en la mano me recordó de pronto que tal vez lo había interrogado sin necesidad, a propósito de una serie de cuestiones que su señor quizás hubiera confiado solamente por escrito a mi conocimiento. Antes de darle permiso para que se retirase, formulé la pregunta que había aplazado sobre el odioso asunto del otro hermano.

—¿Dónde se encuentra el señor Nugent?

—En Browndown.

—¿Pretende anunciarme que se va a quedar en Browndown?

—No lo sé con seguridad, señora. No he visto que tenga intención de marcharse, y él desde luego no ha dicho nada a tal efecto.

Tuve grandes dificultades para impedir que mis sentimientos se desbordasen en presencia del criado. La indignación a punto estuvo de sofocarme. La mejor manera de salir del atolladero, me pareció, fue darle las buenas noches. Lo hice lo mejor que supe y solo volví a llamarlo (como medida de precaución) para decirle una última palabra.

—¿Ha dicho a alguien de la casa rectoral que el señor Oscar se ha marchado? —pregunté.

—No, señora.

—En tal caso, no diga nada ahora cuando salga. Muchas gracias por traerme la carta. Buenas noches.

Tras impedir de ese modo que ninguna mención de lo ocurrido pudiera llegar a oídos de Lucilla, al menos esa noche, volví a presencia de Herr Grosse para pedirle disculpas y para comunicarle, con toda la sinceridad de que fui capaz, que me hallaba extremadamente necesitada de que me permitiera retirarme a mi habitación. Encontré a mi ilustre huésped colocando una tapadera sobre el último plato de que constaba la cena, con un gesto de ansiosa ternura para que no se me enfriase.

—Hay aquí unas estupendas tortillas al queso —dijo Grosse—. Los dos primeros tercios me los he comidos yo. El otro tercio me ha hecho sudar tintas para que no se le enfriase. ¡Siéntese, siéntese! ¡A cada momento que pasa, se le enfría más y más!

—Le estoy sumamente agradecida, Herr Grosse. Acabo de recibir tristes noticias…

Ach, Gott! ¡No me las diga! —estalló el desdichado con una mansa mirada de consternación—. No me dé malas noticias, se lo ruego, tras una cena como la que acabo de disfrutar. ¡Permítame hacer la digestión! ¡Mi buina señora, querida mía, si de veras me ama permítame hacer la digestión como es debido!

—¿Me disculpará en ese caso si le dejo en paz para que haga la digestión y me retiro a mi habitación?

Se puso en pie con violencia, muy apresurado, y él personalmente me abrió la puerta.

—¡Sí! ¡Sí! En lo más profundos de mi corazón le disculpo de buenas ganas. ¡Buina madame Pratolungo, retírese! ¡Retírese!

Apenas había traspasado yo el umbral cuando se cerró la puerta a mis espaldas. Oí al viejo bruto egoísta frotarse las manos Y regocijarse de su éxito, encantado de haberme encerrado con mis penas, lejos tanto yo como ellas de la sala en que él descansaba.

Justo cuando tenía la mano sobre el picaporte de la puerta, se me ocurrió que haría bien en cerciorarme de que no pudiera sorprenderme Lucilla mientras leía la carta de Oscar. La verdad es que me daba miedo leerla. A pesar de mi resolución de no creer al criado, el temor iba creciendo en mi interior, y ya sospechaba que la carta vendría a confirmar su declaración, que se me impondría la verdad inapelable de que Oscar se había marchado para nunca más volver. Volví sobre mis pasos hasta la habitación de Lucilla.

La vi a duras penas sumida en la penumbra, con la lámpara de noche encendida bajo una pantalla, a fin de que el cirujano o la nodriza pudieran llegar hasta ella sin molestarla. Estaba a solas en su silla de mimbre preferida, con el lastimero vendaje sobre los ojos. ¡Y a todas luces estaba muy contenta, pues se dedicaba a tejer con afán!

—¿No se siente sola, Lucilla?

Volvió la cabeza hacia mí y me contestó con la mayor de las alegrías.

—No, en absoluto. Me encuentro muy bien.

—¿Por qué no está Zillah con usted?

—Le he dicho que se fuera.

—¿Le ha dicho usted que se fuera?

—¡Sí! No me sentía en condiciones de disfrutar esta noche a no ser que me encontrase a solas. Mi querida amiga, le he visto. ¡Le he visto! ¿Cómo puede usted pensar que tal vez me sienta sola? Me siento tan desaforadamente feliz que me veo casi obligada a tejer para no perder la calma. Si dice usted algo más, no me extrañaría que me pusiera a bailar aquí mismo de contento. ¡De veras! ¿Dónde está Oscar? Ese odioso Grosse… ¡No! Es una maldad hablar, del querido viejo de esa manera, teniendo en cuenta que ha sido él quien me ha devuelto la vista. Aun así, me parece cruel por su parte decir que estoy sobreexcitada y prohibirle a Oscar, además, que venga a verme esta noche. ¿Está Oscar con usted en la sala contigua? ¿Se siente muy desilusionado por tener que estar separado de mí? Dígale que estoy pensando en él desde el momento en que lo he visto, y que todos mis pensamientos son nuevos.

—Oscar no está esta noche en la casa, querida.

—¿No? Entonces estará en Browndown, cómo no, con su desdichado hermano, pobre hombre desfigurado. Ya me he repuesto del horror que me produjo la espantosa cara de Nugent. Creo que incluso empiezo, aunque ya sabe usted que nunca le he tenido un gran aprecio, a compadecerme de él. ¡Qué terrible color de piel! En fin, no hablemos de eso. ¡No, no hablemos de nada! Deseo seguir pensando en Oscar.

Reanudó su labor de punto y se encerró en el lujo de sus felices pensamientos. A sabiendas de lo que yo sabía, verla y oírla me partió sencillamente el corazón. Temerosa de atreverme a decir siquiera otra palabra, cerré la puerta sin hacer ruido y encargué a Zillah, cuando su señora tocase la campanilla, que le dijera que me encontraba bastante fatigada tras un día tan cargado de acontecimientos, y que me había retirado a descansar a mi habitación.

Por fin estaba sola. Por fin había terminado las maniobras con que trataba de librarme de la triste obligación que me aguardaba, esto es, abrir la carta de Oscar. No sin antes cerrar la puerta con pestillo, rompí el lacre y leí las líneas que siguen a continuación.

QUERIDA Y AMABLE AMIGA. Perdóneme: sé que voy a sorprenderla y a apenarla. Esta carta le expresa toda mi gratitud, y es también mi despedida para siempre.

Haga acopio de toda la indulgencia que pueda concederme. Lea estas líneas hasta el final, que le dirán lo que sucedió después de que yo abandonase la rectoría.

Cuando llegué a esta casa ni yo ni nadie habíamos visto a Nugent. Pasó un cuarto de hora antes de oírle llamándome desde la puerta, preguntándome si ya había vuelto. Le respondí y vino a hablar conmigo en la sala. Estas fueron las primeras palabras que me dijo:

—Oscar, he venido a pedirte perdón y a despedirme de ti.

No sabría darle una idea adecuada del tono de voz con que me habló: seguro que le habría alcanzado a usted de lleno en el corazón, tal como me ocurrió a mí. De momento ni siquiera fui capaz de contestarle. Tan solo pude tenderle la mano. Él suspiró con amargura y se negó a dármela.

—Todavía tengo algo que decirle —añadió—. Espera hasta que lo hayas oído, y tiéndeme después la mano, si es que todavía puedes.

Ni siquiera aceptó la silla que le señalé para que tomara asiento. Me afligió al permanecer de pie en mi presencia, como si fuese una persona inferior a mí. Acto seguido, me dijo…

¡No! Tengo verdadera necesidad de reunir toda la calma y todo el valor que me queden. Me estremezco solo de recordar lo que me dijo. Me siento a escribirle esta carta con la intención de repetirle todo lo que nos dijimos uno al otro. ¡He aquí otra de mis debilidades! ¡Vea otro de mis fracasos! De nuevo se me agolpan las lágrimas en los ojos cuando trato de abundar en los detalles. Mucho me temo que solo podré relatarle el resultado. Y la confesión de mi hermano se puede resumir en tres palabras. Prepárese para llevarse un sobresalto; prepárese para sufrir un gran disgusto.

Nugent la ama.

¡Piense cómo me cayó encima este descubrimiento, piénselo, después de haber visto con mis propios ojos los inocentes brazos de Lucilla alrededor de su cuello, después de que mis propios ojos me mostrasen cómo se alborozó al verlo a él por vez primera, y cómo se estremeció al verme a mí por primera vez! ¿Será preciso decirle cuánto sufrí? No.

Nugent me tendió la mano cuando hubo terminado, tal como le había ofrecido yo la mía antes de que empezase su confesión.

—La única penitencia que puedo pagaros a los dos —dijo— consiste en que nunca más tengáis que verme, nunca más, ni ella ni tú. Dame la mano, Oscar, y déjame marchar.

Si yo lo hubiera querido, así podría haber terminado todo. Pero quise que fuese de forma diferente, y todo ha terminado de forma bien diferente. ¿No imagina usted cómo?

Dejé la carta sobre mi regazo un instante. Me produjo un hondo pesar, me inflamó con una rabia inmensa, hasta el punto de que me faltó muy poco para rasgarla entera en vez de terminar de leerla, e incluso estuve tentada de pisotearla. Tuve que dar una vuelta por un habitación. Humedecí el pañuelo con agua y me refresqué las sienes. Al cabo de uno o dos minutos volvía a ser la de siempre, y así pude olvidarme de mi pobre Lucilla para regresar a la carta. Seguía diciendo así:

Le puedo escribir con gran calma lo que he de comunicarle a continuación. Así sabrá qué decisión he tomado y qué es lo que he hecho.

Le dije a Nugent que aguardase en la sala mientras yo salía y pensaba despacio en lo que acababa de decirme. Se resistió a mi idea. Insistí en que cediera. Por primera vez en nuestra vida cambiamos los dos de lugar. Fui yo quien tomó la voz cantante y él quien siguió mis designios. Lo dejé en la sala y salí por el valle a solas.

La celestial tranquilidad y el consuelo de la soledad me fueron de gran ayuda. Vi mi posición y la suya bajo una luz verdadera. Antes de regresar, había tomado la decisión de que, me costara lo que me costase, iba a hacer yo el sacrificio que mi hermano se había propuesto hacer. Por el bien de Lucilla, y por el bien de Nugent, tuve la certeza absoluta de que era mi deber, no el suyo, marcharme de aquí.

No me culpe de nada, no se apene por mí. Siga leyendo el resto. Quiero que piense en todo esto con mis propios pensamientos, y quiero que lo sienta tal como lo siento yo ahora.

Teniendo muy presente lo que Nugent me ha confesado y lo que yo mismo he visto, ¿tengo algún derecho a obligar a Lucilla a que cumpla nuestro compromiso? Estoy hondamente convencido de que no lo tengo. Después de haberle causado semejante terror y semejante repugnancia la primera vez en que me vio con sus propios ojos, y después de verla feliz e inocente en brazos de Nugent, por el amor de Dios, ¿cómo voy a reclamar ante nadie que ella me pertenece? Nuestro matrimonio es algo absolutamente imposible. Por su propio bien, no puedo apelar a nuestro compromiso, y ni siquiera me atrevería a hacerlo. El hundimiento de mi felicidad no vale nada. El hundimiento de su felicidad, en cambio, sería un crimen. La absuelvo de su compromiso. Es libre de hacer lo que desee.

Ese es mi deber con Lucilla… tal como yo lo entiendo.

En cuanto a Nugent… Estoy enteramente en deuda con mi hermano (desde aquel juicio) porque el honor de nuestra familia ha quedado a salvo, y también le debo que me ha librado de una muerte vergonzosa en el patíbulo. ¿Tiene acaso algún límite la obligación que me ha impuesto después de prestarme semejante servicio? Yo creo que no tiene límite. El hombre que ama a Lucilla y el hermano que me salvó la vida son una sola persona. Estoy obligado a dejarle entera libertad, y de hecho le dejo entera libertad, para que conquiste a Lucilla con medios sinceros y leales, si es que tal cosa está en su mano, tan pronto considere Herr Grosse que ella está en condiciones de soportar la revelación de la verdad, es mi deseo que se le indique en qué error ha caído precisamente por mi culpa… y que se le permita leer estas líneas, escritas con el propósito de que las lea ella igual que usted. Y, después, que mi hermano le cuente lo que esta noche ha ocurrido entre nosotros dos. Ella lo ama a él, ahora, pensando que es Oscar. ¿Lo amará después, cuando aprenda a conocerlo por su propio nombre? La respuesta a esa pregunta solo la tiene el tiempo. Si fuera una respuesta favorable a Nugent, ya he dispuesto que se reserve de mi fortuna una cantidad anual suficiente para situar a mi hermano en una posición adecuada para dar inicio a su vida conyugal. Deseo que su genio goce de entera libertad, y que no se vea lastrado por preocupaciones monetarias de ninguna clase. Como poseo muchísimo más que suficiente para satisfacer mis más sencillas necesidades, no puedo dedicar el dinero sobrante a una causa mejor ni más noble que esta.

Este es mi deber con Nugent… tal como yo lo entiendo. Ahora, ya sabe usted qué es lo que he decidido. Lo que he hecho se puede decir en dos palabras. Me he marchado de Browndown para siempre. Me marcho para vivir o morir, según plazca a Dios, lejos de todos ustedes, a raíz del golpe que he sufrido. Es posible que, cuando hayan pasado los años y los hijos de los dos crezcan junto a ellos, de nuevo pueda ver a Lucilla; es posible que entonces tome yo la mano de mi hermano, la mano de la mujer amada que en tiempos pudo haber sido mi esposa. Si vivo, esto es algo que pudiera suceder. Si muero, ninguno de ustedes llegará a saberlo. No proyectará mi muerte su sombra de tristeza sobre las vidas de ellos dos ni tampoco sobre la suya. Olvídense y perdóneme. No pierda, como no la pierdo yo, la primera y más noble de todas las esperanzas de los mortales, la esperanza en la vida misma y en el porvenir.

Por si le surgiera la necesidad de escribirme, le adjunto la dirección de mis banqueros en Londres. Ellos tendrán instrucciones precisas. Si me ama usted, si se compadece de mí, absténgase de quebrantar mi resolución. Podría causarme una gran aflicción, pero no podrá hacer que cambie de parecer. Espere a escribirme, al menos hasta que Nugent tenga ocasión de abogar por su propia causa y hasta que Lucilla haya tomado una decisión sobre su futuro.

Una vez más, le agradezco la amabilidad con que ha soportado usted mis debilidades y mis estupideces. Que Dios la bendiga. Adiós.

OSCAR

Del efecto que me produjo la primera lectura de esta carta no pienso decir nada. Incluso a tan gran distancia, con el tiempo que ha transcurrido, me abruma revivir el recuerdo de lo que sufrí a solas en mi habitación en aquella noche desdichada. Baste pues con relatar sucintamente la decisión a la que llegué.

Fueron dos las cosas que decidí hacer. En primer lugar, ir a Londres en el primer tren de la mañana siguiente y localizar a Oscar por medio de sus banqueros. En segundo lugar; impedir que tuviese acceso a la casa rectoral, en mi ausencia, el villano que había aceptado el sacrificio de la felicidad de su hermano.

Esa noche, mi único consuelo fue sentir que al menos en esos dos puntos había tomado una resolución inquebrantable. En la sensación que me producía mi propia resolución había un estímulo que me fortaleció a la hora de pensar en las excusas que tendría que dar a Lucilla sin delatar la pena que me torturaría cuando volviera a encontrarme en su presencia. Antes de irme a la cama, la había dejado tranquila y contenta; dispuse con Herr Grosse que mantendría a su excitable paciente recluida y alejada de todas las visitas durante el día siguiente; en mi empeño por impedir que Nugent entrase en la rectoría me había conseguido un aliado tal como el reverendo Finch en persona. Esa noche lo vi en su despacho y le relaté todo lo acontecido, aunque le mantuve oculta una circunstancia, a saber, la alocada determinación que había tomado Oscar de compartir su fortuna con su infame hermano. A propósito llevé al rector a pensar que Oscar había dejado a Lucilla en plena libertad de recibir, si lo deseaba, a un hombre que había disipado su fortuna hasta el último penique. La filípica del señor Finch cuando puse a su alcance esta perspectiva fue memorable, si bien no he de recogerla en esta ocasión, aunque solo sea por hacer un favor a la Iglesia.

Marché a Londres en el tren de la mañana siguiente.

En el tren de la tarde regresé sola a Dimchurch, pues había fracasado por completo en mi empeño de satisfacer el propósito que me había llevado a la metrópolis.

Oscar se había presentado en el banco tan pronto abrió sus puertas al público esa mañana; había extraído unos centenares de libras de su depósito en billetes de curso legal; había indicado a los banqueros que más adelante, a su debido tiempo, les proporcionaría una dirección a la que podrían remitirle la correspondencia; acto seguido emprendió viaje al continente europeo sin dejar ni rastro.

Dediqué el día a realizar las pesquisas que pude, tratando de localizarlo por los métodos habituales y los interrogatorios que se emplean en tales circunstancias, y tomé el tren de vuelta al campo, dividida entre la desesperación, si pensaba en Lucilla, y la cólera, si pensaba en los hermanos gemelos. Presa de la amargura inicial de mi decepción, estaba casi tan indignada con Oscar como lo estaba con Nugent. De todo corazón maldije el día en que llegaron el uno y el otro a Dimchurch.

A medida que me alejaba de Londres, viajando con comodidad entre la tranquilidad de los bosques y los campos, una vez tuve tiempo de pensar con más calma, mi ánimo fue recobrando su equilibrio. Poco a poco, la inesperada revelación de la firmeza y la decisión que se desprendía de la conducta de Oscar —por más sentidamente que yo la deplorase y culpase— comenzó a producir un nuevo efecto en mi conciencia. Empecé a contemplar con asombro mi propia estimación del carácter de los hermanos, tan superficial, y me lo eché en cara.

Pensando sin descanso en todas estas cuestiones, pues viajaba sola en el compartimento, llegué a una conclusión que influyó sobremanera en mi conducta a la hora de guiar a Lucilla por las complicaciones y los peligros que todavía estaban por llegar.

Nuestra propia constitución física, tal como yo lo entiendo, tiene con las acciones que determinan las opiniones que los demás se forman de nosotros (así como con el curso que toman nuestras propias vidas) una relación mucho mayor de lo que suponemos por lo general. Un hombre que tenga un delicado carácter nervioso tiende a decir y a hacer cosas que a menudo nos llevan a tenerle en más mezquina consideración de lo que merece. Su gran infortunio en la vida consiste en presentarse ante los demás en su peor condición. Por otra parte, un hombre que esté dotado de una sólida constitución nerviosa suele tener asimismo una espléndida salud y una dureza que se expresan con brillantez en su talante, y que a menudo conducen a la equívoca impresión de que su naturaleza es tal como se muestra en la superficie. Al gozar de buena salud, goza de buen ánimo. Al gozar de buen ánimo, tiende a ser un compañero grato de frecuentar, y suele conquistar a las personas con las que traba relación, aunque en todo momento puede estar ocultando, bajo una cobertura exterior que físicamente resulta intachable, una naturaleza interior moralmente enfermiza. En el segundo de estos dos tipos vi reflejado a Nugent. En el primero, claro está, vi a Oscar. Todas las debilidades y deficiencias de la naturaleza de Oscar se habían mostrado en la superficie a lo largo del tiempo pasado, y así habían ocultado sus facetas más fuertes y su nobleza de espíritu. En ese hombre hipersensible había algo oculto, algo que se había encogido bajo la presión de todas las pequeñas pruebas que hubo de soportar a tenor de nuestra vida en el pueblo y, sin embargo, había demostrado tener la firmeza suficiente cuando la mayor de las necesidades llamó a su puerta, y sabido sobrellevar el terrible desastre que le sobrevino. Cuanto más cerca estaba del final de mi viaje, más certeza tenía de que solo entonces empezaba a aprender (por amargas que fueran las decepciones que me produjo) a estimar el carácter de Oscar en su justa medida. Inspirada por esta convicción, empecé a afrontar nuestras adversas perspectivas con arrojo. Mientras me quedara vida y fuerza para ayudarla, decidí que Lucilla no perdiera al hombre cuyas mejores cualidades yo no había logrado descubrir hasta que tomó la decisión de separarse de ella para siempre.

Cuando llegué a la casa rectoral se me informó de que el señor Finch deseaba hablar conmigo. La inquietud que sentía por Lucilla me hizo resistirme a sus deseos, ya que habrían retrasado el momento de verla. Envié un mensaje para informar al rector de que iría a verlo en pocos minutos, y subí corriendo al dormitorio de Lucilla.

—¿Ha sido un día muy largo, querida? —le pregunté después de saludarnos amigablemente.

—Ha sido un día delicioso —me contestó llena de alborozo—. Grosse me llevó de paseo antes de regresar a Londres. ¿A que no imagina usted adónde fuimos?

Una helada premonición se apoderó de mí. Me separé de ella. Contemplé su hermoso rostro sin ninguna admiración e incluso, peor aún, con absoluta desconfianza.

—¿Adónde fueron? —pregunté.

—¡A Browndown, por supuesto!

Se me escapó una exclamación. («¡Ese Grosse infame!», mascullé entre dientes y en mi propia lengua.) No pude evitarlo. Si hubiera reprimido ese grito, me habría muerto en el acto. Estaba rabiosa.

Lucilla se echó a reír.

—¡Cálmese, cálmese! Fue culpa mía; yo insistí en hablar con Oscar. Tan pronto comprendí que iba salirme con la mía, me porté estupendamente. No pedí que me retirasen el vendaje, me di por satisfecha solo con hablar con él. El querido y viejo Grosse, la verdad es que conmigo no es ni la mitad de duro que usted o mi propio padre. Estuvo con nosotros en todo momento. Me ha hecho muchísimo bien. No se ponga de mal humor, querida madame Pratolungo. Mi «cirujano óptico» ha dado su visto bueno a mi imprudencia. No le pediré que mañana me acompañe usted a Browndown; Oscar vendrá a devolverme la visita.

Esas últimas palabras no me dejaron lugar a dudas. Estaba muy fatigada desde la mañana, pero vi con claridad que al menos para mí el día aún no había terminado. «Voy a solucionar este asunto con el señor Nugent Dubourg —me dije— antes de acostarme esta noche, y lo voy a solucionar de una vez por todas».

—¿Le importa que me ausente un rato? —pregunté—. Debo acudir a la otra ala de la casa. Su padre desea hablar conmigo.

—¿Hablar con usted? —Lucilla se sobresaltó—. ¿De qué? —preguntó con ansiedad.

—De ciertos asuntos de Londres —respondí, y la dejé allí mismo, antes de que su curiosidad (en el estado en que yo me encontraba en ese momento) pudiera enloquecerme a fuerza de preguntas.

Encontré al rector dispuesto a obsequiarme con su habitual prodigalidad de lengua. Ni siquiera cincuenta señores Finch juntos habrían sido capaces de adueñarse de mi atención, teniendo en cuenta mi humor de entonces. Con gran asombro del reverendo caballero, fui yo la que empezó a hablar, y no él.

—Acabo de dejar a solas a Lucilla, señor Finch. Estoy al corriente de lo que ha pasado.

—Aguarde un momento, madame Pratolungo. Hay una cosa de la máxima importancia que es preciso aclarar antes de empezar. ¿Entiende usted, lo entiende a la perfección, que yo no tengo la culpa, en ninguno de los sentidos del término?

—Lo entiendo perfectamente —le interrumpí—. Obviamente, no habrían ido hasta Browndown si usted hubiera permitido que Nugent Dubourg entrase en la casa.

—¡Alto ahí! —dijo el señor Finch elevando la mano derecha—. Mi buena señora, se encuentra usted en un estado de precipitación y de histeria. ¡Pienso hacerme escuchar! No solo negué yo mi permiso. Cuando Grosse, e insisto en que guarde usted la debida compostura, cuando vino ese dichoso Grosse a hablarme del asunto, hice más, ¡qué digo!, muchísimo más que negarle mi permiso. Conoce usted la fuerza de mi lenguaje, así que no se alarme. «¡Señor! En calidad de padre y de rector, me niego rotundamente…», le dije.

—Comprendo, señor Finch. Todo lo que pudiera usted decirle a Herr Grosse fue completamente inútil; él hizo caso omiso.

—¡Madame Pratolungo…!

—Herr Grosse se encontró con que Lucilla estaba sumamente agitada, peligrosamente agitada incluso, por hallarse separada de Oscar; decidió hacer uso de lo que él considera su libertad de acción profesional.

—¡Madame Pratolungo…!

—Usted insistió en cerrar las puertas de su casa a Nugent Dubourg. Él, por su parte, insistió en su empeño… y se llevó a Lucilla a Browndown.

El señor Finch se puso en pie y se reafirmó hablando a voz en cuello.

—¡Silencio! —gritó, y dio una sonora palmada con la mano abierta contra la mesa que tenía al lado.

No me importó. Yo también grité. También yo di una sonora palmada en el lado opuesto de la mesa.

—Solo una pregunta más, señor mío, antes de marcharme —le dije—. Desde que su hija fue a Browndown, ha tenido usted muchas horas a su entera disposición. ¿Ha visto al señor Nugent Dubourg?

El Papa de Dimchurch de pronto se vino abajo, completamente fulminado por sus domésticas bulas.

—Perdóneme —repuso, y adoptó su más exquisita cortesía—. Esto requiere una explicación muy considerable.

Renuncié a esperar cualquier considerable explicación.

—Entonces, ¿no lo ha visto? —dije.

—No lo he visto —repuso el señor Finch—. Me encuentro ante el señor Nugent Dubourg en una posición notabilísima, madame Pratolungo. En mi condición de padre, me gustaría retorcerle el pescuezo. En mi condición de clérigo, sin embargo, tengo la impresión de que es de mi incumbencia pararme a escribirle una carta. ¿Siente usted esa responsabilidad? ¿Percibe usted la diferencia?

Lo único que percibí fue que tenía miedo. Le contesté con una simple inclinación de cabeza (¡detesto a los cobardes!) y me dirigí en silencio hacia la puerta.

El señor Finch me devolvió la cortesía con una mirada de perplejidad y desamparo.

—¿Es que va a dejarme usted a solas? —preguntó con blandura.

—Me voy a Browndown.

Si le hubiera dicho que me iba a un lugar del que él tenía abundantes y muy frecuentes ocasiones de citar en los pasajes más acalorados de sus sermones, difícilmente habría expresado la cara del señor Finch mayor asombro ni mayor alarma de la que manifestó cuando le contesté con aquellas palabras. Alzó su convincente mano derecha; abrió sus labios elocuentes. Antes de que pudiera alcanzarme el torrente de palabras que se avecinaba, salí de su despacho y tomé el camino de Browndown.