CAPÍTULO XXXIV

Nugent muestra su baza

Di por cerrada la primera parte de mi narración el día en que tuvo lugar la operación, el 25 de junio.

Abro la segunda parte unas seis o siete semanas más tarde, el 9 de agosto.

¿Cómo transcurrió el tiempo en Dimchurch entretanto?

Si rebusco a fondo en mi memoria, revivo la historia doméstica de ese mes y medio y retrospectivamente me parece de una miserable monotonía, vacía de incidentes de toda clase. Cuando ahora contemplo esa temporada me pregunto incluso cómo sobreviví a tanto hastío, cómo aguantamos todos la inactividad forzosa, aquella opresión y aquella tensión imposibles de aliviar.

Pasando del dormitorio a la sala de estar y de la sala de estar de vuelta al dormitorio; con la luz del día en todo momento fuera del interior, con los vendajes puestos en todo momento, salvo en las ocasiones en que el cirujano examinaba sus ojos, Lucilla soportó el encarcelamiento —y mucho peor que el encarcelamiento, la incertidumbre— a que estuvo sometida durante ese periodo de prueba con un valor capaz de arrostrarlo todo, con el valor que sostiene la esperanza. Con la ayuda de los libros, la música, las conversaciones —sobre todo, con la ayuda del amor—, avanzó con calma por la tediosa sucesión de las horas y los días, esperando el momento en que se decidiera la cuestión en liza entre los dos oculistas, la terrible cuestión de cuál de los dos, el señor Sebright o Herr Grosse, tenía razón.

Yo no estuve presente en el examen que finalmente despejó todas las dudas. Acompañé a Oscar en el jardín, pues se encontraba absolutamente incapacitado para dominarse de manera mínimamente eficaz. Paseamos en silencio de un extremo a otro del césped, como dos animales enjaulados. Zillah fue la única testigo presente cuando el alemán examinó los ojos de nuestra pobre y querida Lucilla. Nugent decidió esperar en la habitación contigua para anunciar el resultado del examen por la ventana. Tal como discurrieron las cosas, Herr Grosse estuvo con él poco antes. Una vez más oímos su inglés macarrónico y su jubilosa exclamación: «¡Hola, hola! ¡Hola, hola!». Una vez más vimos su enorme pañuelo de seda ondeando en la ventana. Me sentí débil, marcada incluso, por la excitación del momento, y embelesada (que fue un embeleso, nada menos) en cuanto llegaron a mí aquellas palabras electrizantes: «¡Podrá ver!». ¡Dios misericordioso! ¡Cómo vilipendiamos al señor Sebright cuando nos reunimos de nuevo en la habitación de Lucilla!

Una vez remitió la primera oleada de excitación, llegó la hora de afrontar nuestras dificultades.

Desde el momento en que se le informó sin lugar a dudas de que la operación había sido un éxito, la paciente Lucilla cambió de tal modo que se convirtió en un nuevo ser. Comenzó a rebelarse constantemente contra la precaución que todavía aconsejaba posponer el día de la primera prueba con su vista. Hizo falta toda mi influencia, respaldada por los encarecimientos de Oscar y fortalecida por el furioso inglés extranjero de nuestro excelente cirujano alemán (¡que Herr Grosse tenía un temperamento único, en serio lo digo!), para impedir que vulnerase la normativa médica que la tenía en su poder. Cuando llegaba a ponerse intratable, cuando con todo el descaro del mundo lo insultaba incluso en su propia cara, nuestro buen Grosse dio en insultarla también por medio de un lenguaje soez de su propia invención, y daba arranque a cada uno de sus improperios con una aspiración tremenda que siempre terminaba por devolver las aguas a su cauce haciendo reír a Lucilla. Vuelvo a verlo ahora cuando escribo, lo veo salir de la habitación en tales ocasiones, con los ojos centelleantes tras los cristales de sus gafas y su sombrero desalmado y ladeado.

—¡Y buino jovencita escupefuegos! Como se toque ese vendaje que le he puestos, ¡maldita maldición! Nada más digo. ¡Adiós!

De Lucilla paso a los hermanos gemelos.

Tranquilizado de cara al futuro después de su entrevista con el señor Sebright, Oscar estuvo mejor que nunca durante el periodo al que ahora me refiero. En lo que más confió Lucilla durante los días que tuvo que pasar en el cuarto oscuro fue en todo lo que pudiera hacer su amor para aliviarla y darle ánimos. Él no le falló en ninguna ocasión; hizo gala de una paciencia perfecta; su dedicación a Lucilla fue inagotable. Es triste tener que decirlo a la luz de lo que sucedió más adelante, pero yo digo una verdad necesaria cuando afirmo que Oscar fortaleció de manera inmensa su propia posición en el afecto de Lucilla durante aquellos últimos días de invidencia, en que su compañía llegó a ser para ella lo más preciado del mundo entero. ¡Con qué fervor hablaba de él cuando las dos nos quedábamos a solas por la noche! Permítaseme que deje sin relatar esta parte del cortejo. No me agrada escribirla; no me agrada siquiera pensar en ella. Pasemos a otra cosa.

Acto seguido viene Nugent. Es mucho lo que yo daría, por muy pobre que sea, con tal de dejarlo al margen. Es algo que no debo hacer. Por fuerza he de escribir sobre ese pobre desdichado, y el lector habrá de leer todo esto sobre él, tanto si le gusta como si le desagrada.

Los días del encarcelamiento de Lucilla fueron también los días en que mi preferido me desilusionó por primera vez. Fue como si su hermano y él hubieran cambiado de lugar. Comparado con Oscar, Nugent parecía estar en franca desventaja. Sorprendió y apenó a su hermano al marcharse de Browndown. «Todo lo que he podido hacer por ti ya está hecho —dijo—. En la actualidad, ya no soy de ninguna utilidad para nadie. Déjame marchar. Me estoy quedando estancado en este miserable lugar; es preciso que cambie, y he de cambiar». Los ruegos de Oscar, teniendo en cuenta el estado anímico de Nugent, no bastaron para conmoverle y hacerle cambiar de idea. Una mañana se marchó sin despedirse de nadie. Había mencionado que pasaría fuera de Dimchurch una semana; estuvo un mes sin regresar. Tuvimos noticias suyas, supimos que llevó una vida de excesos en compañía de unos cuantos hombres de la peor ralea. Se nos comunicó que se había apoderado de él una inquietud frenética que nadie lograba comprender. Volvió con la misma brusquedad con que nos había dejado. Su naturaleza, variable de por sí, había cambiado entretanto hasta ocupar el extremo opuesto. Estaba plenamente arrepentido por su conducta temeraria; se encontraba sumido en una depresión que desafiaba todo intento por animarle; desesperaba de sí y de su futuro. A veces hablaba de regresar a América; otras veces amenazaba con poner fin a su carrera alistándose como soldado de fortuna. De haber estado en mi lugar, ¿habría sabido ver otra persona hacia dónde apuntaban todas estas señales? Lo dudo, sobre todo si esa otra persona hubiera estado tan absorta como estaba yo en observar a Lucilla día y noche. Aun cuando hubiera sido yo una mujer suspicaz por propia naturaleza, y gracias a Dios no lo soy, mi desconfianza hubiera seguido adormecida en aquel ambiente de incertidumbre que todo lo permeaba y que pendía con pesadez sobre mí mañana, tarde y noche en el cuarto oscuro.

En breve, esto es lo que se dijo y lo que se hizo entre las personas a las que principalmente atañe esta narración durante el mes y medio que separa la primera parte de la segunda parte. Reanudo mi relato, así pues, el 9 de agosto.

Ese fue el día memorable que eligió Herr Grosse para arriesgarse a realizar el experimento de retirar el vendaje y permitir que Lucilla probase su vista por primera vez. Imagine el lector (y no me pida que se la describa) la excitación que campaba a sus anchas en nuestro oscuro y pequeño círculo cuando estábamos a punto de presenciar cara a cara el gran acontecimiento de nuestras vidas, el que prometí relatar desde la frase inicial de estas páginas.

Aquella mañana fui yo la primera que se levantó en la rectoría. Mi excitable sangre francesa era un tumulto febril. Irremisiblemente me acordé de mí misma en una ocasión pretérita, la ocasión en que mi glorioso Pratolungo y yo, al sucumbir a la fuerza del destino y a los tiranos, huimos a Inglaterra en busca de cierta seguridad como dos mártires de aquella ingrata república (¡viva la República!) por la que había dado yo mi dinero y mi marido su propia vida.

Abrí la ventana y saludé el buen presagio del amanecer en un cielo límpido. Cuando me volvía tras contemplar tan hermoso panorama, vi que una silueta salía a hurtadillas de los arbustos y aparecía en el césped del jardín. Se acercó la silueta y reconocí a Oscar.

—¿Qué demonios está usted haciendo ahí a estas horas de la mañana? —le dije en un grito.

Se llevó un dedo a los labios y se acercó a mi ventana antes de responder.

—¡Silencio! —dijo—. No permita que Lucilla la oiga. Venga conmigo en cuanto pueda. La espero para hablar con usted.

Cuando nos encontramos en el jardín vi de inmediato que algo se había torcido.

—¿Malas noticias de Browndown? —pregunté.

—Nugent me ha decepcionado —respondió—. ¿Recuerda usted la noche en que nos encontramos, después de mi consulta con el señor Sebright?

—Perfectamente.

—Le dije que tenía la intención de pedir a Nugent que se marchara de Dimchurch el día en que Lucilla fuera a probar su vista por primera vez.

—¿Y bien?

—Bien… Nugent se niega a marcharse.

—¿Le ha explicado usted sus motivos?

—Con todo cuidado y antes de pedirle que se fuera. Le dije que era de todo punto imposible decir qué podría suceder. Le recordé que tal vez tuviera para mí una importancia decisiva mantener en el ánimo de Lucilla la impresión que ella se había formado, al menos durante un tiempo, después de que recuperase la vista. Le prometí que tan pronto se hubiera reconciliado con mi imagen, le llamaría y en su presencia le diría la verdad. Todo eso fue lo que le dije, ¿y cómo cree usted que me contestó?

—¿Se negó tajantemente?

—No. Se alejó de mí, se puso frente a la ventana y pareció considerar durante unos minutos lo que le había dicho. De pronto se dio la vuelta y me dijo: «¿Cuál me dijiste que era la opinión del señor Sebright? El señor Sebright pensó que ella se sentiría aliviada y no aterrorizada. En tal caso, ¿qué necesidad tienes de que yo me vaya? Puedes admitir en seguida que ha visto tu cara y no la mía, ¿no es así?». Se metió las manos en los bolsillos después de decirlo (ya sabe usted qué directo suele ser Nugent) y me dio la espalda para seguir mirando por la ventana como si no hubiera pasado nada.

—¿Y qué le dijo usted?

—«Supongamos que el señor Sebright se equivoca», le dije. Él se limitó a contestarme así: «Supongamos que el señor Sebright está en lo cierto». Lo seguí hasta la ventana; nunca le había oído hablarme de manera tan agria como en ese momento. «¿Qué objeciones tienes, que te niegas a irte durante un día o dos?», le pregunté. «Mis objeciones son fáciles de expresar», contestó. «Estoy harto de estas inacabables complicaciones. Es inútil y es cruel seguir adelante con el engaño. El consejo del señor Sebright es un consejo sabio y acertado. Dejemos que ella te vea tal como eres». Después de darme esta respuesta, salió de la habitación. Supongo que algo le ha molestado, pero no logro imaginar qué. Le ruego que trate de sonsacarle, madame Pratolungo. En usted tengo puesta toda mi esperanza.

Reconozco que sentí una considerable reticencia a intervenir. De pronto, y de manera bastante extraña, Nugent había cambiado de punto de vista; a mí me parecía innegable que Nugent estaba en lo cierto. Al mismo tiempo, Oscar parecía tan decepcionado y tan abatido que era a buen seguro imposible, y más en ese día que en ningún otro, causarle el daño adicional de decirle terminantemente que no. Decidí hacer lo que pudiera, y en mi fuero interno me aferré a la esperanza de que las circunstancias me absolvieran, de que no fuera necesario hacer nada en absoluto.

Las circunstancias al final no justificaron la confianza que con tanto egoísmo había puesto yo en ellas.

Fui al pueblo después del desayuno para cumplir un recado doméstico relacionado con los preparativos culinarios necesarios para la bienvenida a Herr Grosse, cuando de pronto oí que alguien pronunciaba mi nombre a mis espaldas, y al darme la vuelta me encontré cara a cara con Nugent.

—¿Le ha importunado mi hermano esta mañana —preguntó— antes de que yo me levantara?

En el acto percibí que, nada más decirlo, había vuelto a esa actitud obstinada y en modo alguno elegante que ya me había causado no poca perplejidad y una gran insatisfacción en la última entrevista confidencial que mantuve con él en el jardín de la rectoría.

—Oscar ha hablado conmigo esta mañana —respondí.

—¿De mí?

—De usted. Está decepcionado y preocupado por su proceder…

—¡Lo sé! ¡Lo sé! Oscar es peor que un niño pequeño. Está empezando a agotar mi paciencia.

—Lamento oírle decir tal cosa, Nugent. Hasta hoy, usted ha tenido un gran aguante con él. ¿No podrá concederle precisamente hoy lo que desea? Tal vez todo su futuro dependa de lo que suceda en la habitación de Lucilla dentro de muy pocas horas.

—Está haciendo una montaña de un grano de arena… Y usted también.

Dijo esas palabras con amargura, casi con descortesía. Yo le contesté con toda claridad.

—Es usted la última persona que tiene derecho a decir tal cosa. Oscar se encuentra en una situación harto falsa respecto a Lucilla, pero lo está con su conocimiento y con su consentimiento, Nugent. En defensa de los intereses de su hermano, usted se mostró de acuerdo con el engaño. Así pues, en defensa de los intereses de su hermano, se le ha pedido que abandone Dimchurch. ¿Por qué se niega?

—Me niego porque he acabado pensando igual que usted. ¿Qué fue lo que dijo usted de Oscar y de mí en el invernadero? Dijo que nos estábamos aprovechando de manera cruel de la ceguera de Lucilla. Tenía usted razón. Fue una crueldad no decirle la verdad. Y ahora no pienso tomar parte en el ocultamiento de la verdad ni una hora más. Me niego a insistir en reforzar ese engaño, y menos aún siendo este el día en que ha de recobrar la vista.

Está completamente más allá de mi capacidad la descripción del tono en que me dio esta respuesta. Tan solo podría afirmar que me dejó estupefacta por un momento. Me acerqué un paso a él. Con una vaga aprensión, le miré escrutadoramente a la cara. Él me sostuvo la mirada sin pestañear.

—¿Y bien? —Lo dijo con una dura sonrisa con la que me desafiaba a contradecirle.

Nada acerté a descubrir en su cara; tan solo pude seguir mi instinto de mujer. Y ese instinto me indujo a dar por válida su explicación.

—En tal caso, ¿debo entender que ha decidido usted permanecer aquí? —dije.

—¡Así es!

—¿Qué es lo que se propone hacer cuando llegue Herr Grosse y nos reunamos en la habitación de Lucilla?

—Me propongo estar presente, junto a todos ustedes en el momento más interesante de la vida de Lucilla.

—¡No es posible! ¿Es eso lo que se propone?

—¡Sí!

—Olvida usted algo, señor Nugent Dubourg.

—¿Ah, si? ¿Y qué es lo que olvido, madame Pratolungo?

—Olvida usted que Lucilla cree que el hermano de la cara decolorada es usted, y que el hermano de la tez rubia es Oscar. Olvida usted que el cirujano nos ha prohibido expresamente causarle la menor agitación antes de que él le permita hacer uso de sus ojos. Olvida usted que el mismo engaño que usted se niega tajantemente a mantener será sin embargo un engaño en toda regla si está usted presente cuando Lucilla recupere la vista. Su propia resolución le obliga a no entrar en la rectoría hasta que Lucilla descubra la verdad.

Con estas palabras terminé de apretarle las tuercas. ¡Tenía en mis manos al señor Nugent Dubourg!

Se puso mortalmente pálido. Por primera vez bajó la mirada ante mí.

—Gracias por recordármelo —dijo—. Lo había olvidado, en efecto.

Dijo estas palabras con sumisión, bajando súbitamente su tono de voz. Hubo algo en esa manera de hablar, o en su manera de bajar la mirada, que aceleró el ritmo de mis latidos, y empecé a sentir una vaga expectación de la que ni siquiera supe darme cuenta.

—¿Está de acuerdo conmigo —le dije— en que no puede estar presente con los demás en la rectoría? ¿Qué piensa hacer?

—Me quedaré en Browndown —dijo.

Me pareció que mentía. No me pregunte el lector por mis razones, pues no puedo aducir ninguna. Cuando dijo: «Me quedaré en Browndown», noté con toda claridad que me estaba mintiendo.

—¿Por qué no hace lo que le ha pedido Oscar? —seguí diciendo—. Si va a estar usted ausente, poco importa que esté en un sitio u otro. Todavía tiene tiempo de sobra para marcharse.

Alzó la mirada con la misma brusquedad con que antes la había bajado.

—¿Es que Oscar y usted piensan que soy de piedra? —estalló enojado.

—¿Qué quiere decir?

—¿Con quién están ustedes en deuda por lo que va a suceder hoy? —siguió diciendo más apasionado que nunca—. Están en deuda conmigo. De todos ustedes, ¿quién fue el único que se negó a creer que Lucilla fuera ciega de por vida? ¡Yo! ¿Quién ha traído aquí al hombre que le va a devolver la vista? ¡Yo lo he traído! Y resulta que soy yo la persona que ha de quedarse sin saber cómo termina todo. Todos los demás han de estar presentes, mientras que yo he de marcharme. Los otros podrán verlo: yo tendré que enterarme por correo (si es que alguno de ustedes tiene la deferencia de escribirme) de lo que haga ella, de lo que diga, de cómo mire las cosas en el primer momento celestial en que por fin abra los ojos al mundo que la rodea. —Hizo un áspero gesto con la mano en el aire y rompió a reír con amargura—. ¿Le asombro? Exijo ocupar una posición que no tengo derecho a ocupar. ¿Qué interés puedo tener en todo ello? ¡Oh, Dios mío! ¿Qué me importa a mí la mujer a la que he dado una nueva vida? —Se le quebró la voz y comenzó a sollozar con estas últimas palabras. Se abrió y casi se desgarró la pechera de la levita, como si estuviera ahogándose, y se dio la vuelta y se marchó dejándome donde estaba.

Me quedé clavada en el sitio. En un solo instante y sin aliento, la verdad se me abrió como una revelación. Por fin había llegado a lo más recóndito de su terrible secreto. Nugent la amaba.

En cuanto me recuperé, mi primer impulso fue volver a toda velocidad a la rectoría. Por un momento, seguramente llegué a perder el sentido. Tuve la frenética sospecha de que había entrado en la casa y de que en ese preciso instante se dirigía a ver a Lucilla. Cuando descubrí que todo estaba en calma, cuando Zillah me dejó satisfecha al decirme que ningún visitante se había presentado en nuestra ala de la rectoría, me calmé un poco y volví al jardín para tratar de sosegarme antes de aventurarme a acudir a presencia de Lucilla.

Al cabo de un rato superé el primer impacto del horror y vi con toda claridad cuál era mi posición. No había en Dimchurch una sola alma de quien pudiera fiarme. Sea como fuere, en tan espantosa situación de urgencia solamente podía confiar en mis propios recursos.

Acababa de llegar a esa peliaguda conclusión; acababa de derramar unas lágrimas amargas cuando recordé con qué dureza había juzgado al pobre Oscar en más de una ocasión. Había decidido que mi preferido, Nugent, era el más odioso de los villanos, y que no dejaría por hacer nada que las artes de una mujer pudieran de hecho urdir para alejarlo de aquel lugar, cuando tuve que ocuparme de las necesidades del momento: Zillah me llamó desde la casa. Fui directamente a verla. La nodriza tenía para mí un mensaje de su joven señora. Mi pobre Lucilla se sentía sola e impaciente; estaba sorprendida de que yo la hubiera dejado, e insistía en verme de inmediato.

Tomé la primera precaución para que Nugent no me sorprendiera nada más cruzar el umbral.

—Es preciso que ningún visitante moleste hoy a nuestra querida niña —le dije a Zillah—. Si el señor Nugent Dubourg viene a verla, no se lo diga a Lucilla: dígamelo a mí.

Dicho esto, subí a la primera planta y fui a ver a mi querida muchacha en el cuarto oscuro.