CAPÍTULO XXIX
Reunión parlamentaria
¡Ah, qué interrupción tan oportuna! Después de la agitación que habíamos pasado, estábamos todos necesitados por igual de un alivio como aquel. Fue todo un lujo, sin duda alguna, volver a la rutina de la vida cotidiana. Pregunté a quién iba dirigida la carta, y me contestó Nugent.
—La carta viene dirigida a mí, y la envía el señor Finch.
Una vez leída la carta, se volvió hacia Lucilla.
—Envié un mensaje a su padre para pedirle que se reuniese aquí con nosotros —dijo—. El señor Finch contesta diciendo que sus deberes le obligan a permanecer en su casa, y que la casa rectoral le parece un lugar más idóneo para discutir un asunto de familia ¿Tiene usted alguna objeción en que volvamos a la casa? ¿Le importaría adelantarse e ir con madame Pratolungo?
Las suspicacias de Lucilla despertaron prontas como siempre.
—¿Y por qué no con Oscar? —preguntó.
—Su padre me sugiere en su nota —comentó Nugent— que está un tanto dolido por el hecho de que le avisemos con tan escasa antelación de la discusión que hemos de celebrar. Se me ha ocurrido que si usted y madame Pratolungo se adelantan, sabrá ponernos en paz con el rector, aparte de asegurarle que no ha sido nuestra intención faltarle al respeto, antes de que Oscar y yo aparezcamos por allí. ¿No le parece que, si lo hiciera, las cosas nos resultarían más fáciles?
Una vez ideada una forma tan diestra de separar a Oscar y a Lucilla, y de ganar un tiempo precioso para que su hermano recuperase la compostura y la fuerza antes de que volvieran a verse, Nugent nos abrió la puerta y nos invitó a salir. Lucilla y yo dejamos a los gemelos en la modesta estancia que había sido testigo de una escena memorable para todos por igual, tanto por los intereses que teníamos entonces como por sus consecuencias en el futuro.
Media hora más tarde estábamos todos reunidos en la casa rectoral.
El debate que habíamos aplazado, con la excepción de una pequeña sugerencia que emanó de mí fue un debate que a nada condujo. Bien podría describirse como un discurso que nos endilgó el señor Finch. ¿Asunto? Una reafirmación de la dignidad del señor Finch.
En esa ocasión (por tener pendientes asuntos de mayor importancia) me tomo la libertad de cortar el discurso del reverendo caballero por lo sano y dejarlo de acuerdo con la estatura del susodicho y reverendo caballero. Corto de estatura, el rector aparecerá aquí, por primera vez en su vida, parco en palabras.
El reverendo Finch se puso en pie y despachó sus objeciones a todo lo que se había expuesto. Objetó haber tenido que recibir un mensaje en una tarjeta, en vez de en una nota como era debido. Objetó que de él se esperase que se personara en Browndown avisado con tan poca antelación. Objetó haber sido la última persona en tener conocimiento (en vez de ser la primera) de la exagerada y absurda visión del señor Nugent Dubourg sobre el caso de su afligida hija. Objetó la existencia misma del cirujano alemán, por ser sin duda extranjero y además desconocido, amén de seguramente un matasanos y un charlatán. Objetó el baldón que se hacia a la cirugía británica solo con pensar en traer al extranjero a Dimchurch. Objetó los gastos que supondría dicho proceder. Por último, objetó la totalidad y la razón misma de la propuesta hecha por el señor Nugent Dubourg, que tenía por origen una clara rebelión contra el decreto de la sapientísima Providencia y por resultado la evidente perturbación del ánimo de su hija, «que es, gracias a mi influencia, caballero, un espíritu puro en un estado de resignación cristiana, y que bajo su influencia pasa a ser un espíritu en un estado de constante revuelta infiel». Con estos comentarios a modo de conclusión, el reverendo caballero tomó asiento y aguardó una respuesta.
Siguió un desenlace notable, que con mayor beneficio se podría dar en otros Parlamentos. No le respondió nadie.
El señor Nugent Dubourg se puso en pie —¡no!: tomó asiento— y dijo que declinaba tomar parte en la discusión. Estaba sobradamente dispuesto a esperar hasta que el fin justificase los medios que se proponía emplear. En cuanto a lo demás, tenía la conciencia tranquila y se ponía por entero al servicio de la señorita Finch.
El señor Oscar Dubourg, escondido detrás de su hermano para no llamar la atención, siguió el ejemplo de este. La decisión que se debía tomar sobre el asunto que se discutía dependía por entero de la señorita Finch. Él por su parte no tenía una opinión propia que deseara exponer.
La señorita Finch fue interpelada a continuación, y tan solo tuvo una respuesta que dar a la concurrencia. Con el debido respeto a su señor padre, se aventuró a pensar que ni él ni nadie que poseyera el sentido de la vista era capaz de penetrar, a fondo en sus sentimientos, habida cuenta de las circunstancias. Si realmente existía una sola posibilidad de que ella recobrase la vista, por remota que fuera, lo menos que podía hacer era aprovechar la oportunidad y hacer cuando menos la prueba. Encareció, así pues, al señor Nugent Dubourg que no perdiera ni un solo instante en traer al cirujano alemán a Dimchurch.
La señora Finch, cuya opinión se recabó acto seguido, habló tras una pequeña demora producida por el extravío de su monedero. No se atrevió a manifestar una opinión que difiriese de la de su marido, el cual nunca había estado sino completamente acertado en todos los asuntos. No obstante, si el cirujano alemán efectivamente visitaba Dimchurch, y si al señor Finch no le parecía que existía ninguna objeción, querría hacerle una consulta (a ser posible gratis) sobre el asunto de «los ojos del bebé». La señora Finch ya procedía a explicar que felizmente no le sucedía nada malo, que ella personalmente sabía que el bebé veía perfectamente, y que tan solo deseaba recabar la opinión médica de un experto, por si acaso sucediera algo en una futura ocasión, cuando fue llamada al orden por el señor Finch. El reverendo caballero, al mismo tiempo, interpeló a madame Pratolungo para que pusiera punto final al debate expresando con toda Franqueza su opinión.
Madame Pratolungo, a modo de conclusión, expuso lo siguiente:
Que la cuestión de la consulta con el cirujano alemán parecía (después de lo dicho por la señorita Finch) una cuestión que había llegado más allá del ámbito de la mera expresión de los sentimientos por parte de cualquier otra persona. Que ella proponía, en consecuencia, considerar, más que la consulta, los resultados que de ella pudieran derivarse. Que una vez considerados dichos resultados tenía una opinión propia que deseaba expresar con toda franqueza tal como sigue. Que, a su juicio, la investigación propuesta para indagar las posibilidades reales de devolver la facultad de la vista a la señorita Finch implicaba una serie de consecuencias excesivamente graves que no podían confiarse a la decisión de un solo hombre, por diestro y por famoso que dicho hombre pudiera ser. Que de acuerdo con esta idea, se tornaba la libertad de sugerir: 1) que se asociara un eminente oculista inglés con el eminente oculista alemán; 2) que procedieran a un examen exhaustivo de la señorita Finch ambos caballeros profesionales, y que uno y otro se consultaran mutuamente sobre los resultados obtenidos; 3) que manifestaran con amplitud las opiniones a las que pudieran llegar respectivamente, y que dichas opiniones fuesen objeto de una nueva discusión antes de tomar ninguna medida definitiva. Por último, que esta propuesta así formulada en forma de resolución fuera sometida (caso de ser necesario) a una votación entre los presentes.
La resolución propuesta fue sometida a votación. Resultado:
Mayoría: síes.
Señorita Finch.
Señor Nugent Dubourg
Señor Oscar Dubourg
Madame Pratolungo
Minoría: noes.
Señor Finch (a causa de los gastos).
Señora Finch (porque el señor Finch dice que no).
La resolución quedó aprobada por una diferencia de dos votos a favor. Quedó aplazado el debate hasta una fecha a decidir en el futuro.
En el primer tren, a la mañana siguiente, Nugent Dubourg partió a Londres.
A la hora del almuerzo, ese mismo día, llegó un telegrama que informaba de sus gestiones con las siguientes palabras:
He visto a mi amigo. Está a nuestro servicio. También está deseoso de consultar con un oculista inglés de nuestra elección. Voy a localizar a ese hombre. Esperen un nuevo telegrama más avanzado el día.
El segundo telegrama nos llegó a la caída de la tarde, y decía así:
Todo resuelto. El oculista alemán y el oculista inglés saldrán mañana de Londres conmigo. Tomaremos el tren de la una menos veinte mañana por la tarde.
Tras leerle el telegrama a Lucilla, se lo envié a Oscar a Browndown. ¡Juzgue el lector por sí mismo cómo durmió él y cómo dormimos nosotras esa noche!