CAPÍTULO II

Madame Pratolungo viaja por tierra

Un muchacho bien alimentado, de cabello rubio y sajón; una desvencijada tartana pintada de verde, un tosco caballejo castaño: eso era lo que me estaba esperando en la estación de ferrocarril de Lewes. «¿Eres tú el mozo del reverendo Finch?», pregunté al muchacho. Y el mozo contestó: «Sí, yo soy».

Atravesamos el pueblo, un pueblo de montaña repleto de casas blancas y desoladas. No se veía ni un solo ser vivo tras las ventanas cerradas a cal y canto. No vi entrar ni salir a ningún ser vivo por las puertas de tristes colores, cerradas con idéntico celo. No había teatro, no había más lugar de diversión que un desierto ayuntamiento, delante de cuyos blanquísimos peldaños de entrada meditaba un triste policía de guardia. No se veía ningún cliente en las tiendas, y nadie que atendiera en el mostrador, en el supuesto de que los clientes aparecieran. Aquí y allá, por las aceras, vi algún que otro lugareño con la indudable capacidad de quedarse mirándome boquiabierto y (en apariencia) de nada más.

—¿Es este un lugar rico? —pregunté al mozo del reverendo Finch.

Al mozo del reverendo Finch se le iluminó la cara y contestó así:

—¡Sí, lo es!

—Muy bien. En cualquier caso, aquí está claro que no se pavonean los muy infames ricachones, y tampoco parece que disfruten de mucho esparcimiento.

Dejamos atrás ese pueblo de ciudadanos poco o nada entretenidos, enclaustrados en sus tumbas domésticas, y proseguimos por una espléndida calzada real que seguía en ascenso, con un paisaje abierto y espacioso a uno y otro lado.

Un paisaje abierto y espacioso es un paisaje que bien pronto se agota a los ojos del caminante deseoso de ver más cosas. De mi pobre Pratolungo aprendí el hábito de registrar las convicciones políticas de mis semejantes cuando me encuentro con ellos, y más aún en lugares que me son desconocidos. Como no tenía mejor cosa que hacer, interrogué al mozo de Finch. Su programa político resultó ser el siguiente: toda la carne y toda la cerveza que me quepan en la andorga, y el mínimo de trabajo que haya de hacer a cambio. Si se cumple, me toco el ala del sombrero cuando me encuentro con mi señor, y me doy por contento con la clase social que ha querido adjudicarme Dios. ¡Pobre miserable, el mozo de Finch!

Llegamos al trecho más alto del camino. A la derecha, el terreno descendía suavemente hasta formar un fértil valle, con una aldea y su iglesia en el medio; más allá, un recinto de hierba, arbolado y abominablemente privilegiado, escindido del común por obra de un tirano, con el nombre de parque particular; en medio, el palacete en que este enemigo de la humanidad se dedicaba a refocilarse y a engordar. A nuestra izquierda se extendía el campo abierto, una magnífica perspectiva de colinas verdes y herbosas que se ondulaban hasta el horizonte, ceñidas tan solo por el cielo. Vi con sorpresa que el mozo de Finch bajaba de la tartana, que tomaba el caballo del ronzal y que lo alejaba de la calzada para internarse por el terreno asilvestrado de las colinas, por el cual no era discernible ni de cerca ni de lejos siquiera una senda. La tartana comenzó a zarandearse y a dar más bandazos que un barco en alta mar. Me fue necesario sujetarme con ambas manos para no caer. Pensé primero en mi equipaje y luego en mí.

—¿Cuánto queda así? —pregunté.

—Tres millas más —respondió el mozo de Finch.

Insistí en detener el barco —quiero decir la tartana— y en echar pie a tierra. Amarramos mi equipaje con una cuerda y seguimos camino a pie, el mozo llevando el caballo del ronzal, yo tras ellos dos.

¡Ah, qué maravilla de paseo! ¡Qué pureza la del aire sobre mi cabeza, la de la hierba bajo mis pies! La dulzura del interior y el nítido salitre del mar lejano se amalgamaban bien en aquella brisa deliciosa. La hierba corta y espesa, fragante, repleta de plantas de olor, se henchía y se encogía, elástica. Las montañas de blancas nubes apiladas corrían en sublime procesión por el campo azul del cielo. La maleza de arbustos espinosos, esparcida en grandes manchas sobre la hierba, estaba en una gloriosa floración de un amarillo intenso. Seguimos avanzando; unas veces subíamos y otras bajábamos, unas íbamos a izquierdas, otras a derechas. Iba mirando a un lado y a otro. No había una sola casa, no había senda alguna. No había caminos, roderas, vallas, setos, tapias ni muretes. No había hitos de ninguna clase. Por un sitio o por otro, igual daba qué dirección tomásemos, no se veía otra cosa que la majestuosa soledad de las colinas. No aparecía por allá ser vivo alguno, con la salvedad de las manchitas blancas de las ovejas esparcidas a lo lejos sobre la suavidad del verdor, y de la alondra que entonaba su himno de felicidad, un simple punto allá en lo alto. ¡Sin duda era un paraje de maravilla! A menos de una mañana en coche de punto del ruidoso y populoso Brighton… un recién llegado al lugar solo podría haber encontrado su camino a golpe de brújula, exactamente igual que si navegara por el mar, lejos de la costa. Cuanto más nos internábamos en nuestro periplo terrestre, más salvaje y más hermoso se tornaba aquel paisaje solitario. El mozo escogió el camino que le vino en gana, ya que no había barreras ni impedimentos. Caminando a duras penas tras él, no veía nada más que la parte trasera de la tartana en lo alto, pues el mozo y el caballo eran invisibles porque estaban enterrados en la empinada cuesta descendiente que habían emprendido. En otras ocasiones, la inclinación era exactamente al contrario: todo el interior de la tartana ascendente se desplegaba sobre mis ojos, y sobre la tartana el caballo, y sobre este el mozo, y… ¡Ah! Mi equipaje zarandeado y baqueteado en la frágil sujeción del cordaje que lo amarraba. Veinte veces conté, con toda confianza, con ver equipaje, tartana, caballo y muchacho rodando todos a la vez hasta la cuenca del valle, pero no fue así. No sufrimos siquiera el menor accidente, nada que perturbase mi disfrute del día. Políticamente despreciable, el mozo de Finch tenía su mérito, pues era dueño y señor de su cometido en calidad de guía por los cerros de la cordillera sur.

Cuando llegamos a lo alto de la loma cubierta de hierba que, según me pareció, podía ser la número cincuenta de las coronadas, comencé a mirar por todas partes en busca de algún signo de un pueblo vecino.

Tras de mí se prolongaban las largas ondulaciones de las colinas, sobre las cuales se desplazaban las sombras de las nubes igual que por encima de las soledades que habíamos dejado atrás. Ante mí, en un entrante del horizonte purpúreo, vi la suave línea blanca del mar. Debajo de mí, a mis pies, se abría el valle más hondo que había visto hasta entonces, con el primer signo de la presencia del hombre marcado de manera repugnante en la cara misma de la naturaleza, en forma de un terruño ocre y cuadrado, tierra arada en medio de la herbosa ladera. Pregunté si estábamos cerca del pueblo. El mozo de Finch guiñó un ojo y contestó:

—Sí, así es.

¡Asombroso el mozo de Finch! Daba igual qué pregunta quisiera hacerle, ya que los recursos de su vocabulario eran invariablemente los mismos. Ese juvenil oráculo contestaba siempre con la máxima brevedad, Y siempre con tres palabras.

Descendimos hacia el valle.

Al llegar al fondo descubrí otro signo del hombre. Vi el primer camino que encontramos, un rugoso camino para tartanas y carretas, que habían dejado sus profundas roderas sobre el terreno calizo. Lo atravesamos y rodeamos un cerro más. Había allí otros signos de la existencia humana. Dos chiquillos salieron corriendo de una zanja; al parecer estaban apostados como vigías para dar aviso de que nos acercábamos. Dieron unas voces y echaron a correr por delante de nosotros, tomando un atajo que tal vez solo ellos conocieran. Trazamos otra curva en torno a una de las revueltas del valle y atravesamos un barranco. Pensé que era mi deber familiarizarme con los nombres de la comarca. ¿Cómo se llamaba el barranco? «¡El Espolón del Gallo!». ¿Y aquel cerro tan alto, a mi derecha? «¡El Otero!». Al cabo de otros cinco minutos de marcha vimos nuestra primera casa, una casa pequeña y aislada, hecha de cantiles de los cerros colindantes y argamasa. ¿También tenía nombre? En efecto. Se llamaba «Browndown»[1]. Tras otros diez minutos de marcha, a lo largo de los cuales nos adentramos cada vez más por las misteriosas y verdecientes revueltas del valle, por fin sobrevino el gran acontecimiento del día. El mozo de Finch señaló allá delante con la fusta y, sin variar su costumbre de expresarse con tres palabras bien breves incluso en un momento tan trascendente, dijo:

—¡Ya estamos aquí!

¡Así que eso es Dimchurch! Me sacudo el polvo calizo que se me ha pegado al dobladillo del vestido. Echo en falta al menos un espejo para verme, pero es en vano. La población (en número de unos cinco o seis habitantes) se ha reunido al recibir el aviso de los dos vigías, y me corresponde en calidad de mujer producir la mejor impresión de mí que me sea humanamente posible. Avanzamos por el estrecho camino. Sonrío a la población; la población, por su parte, me mira fijamente. A un lado veo que hay tres o cuatro casas de campo y un prado espacioso, aparte de una posada o taberna que se llama Las Manos Cruzadas, y otro prado; también veo una minúscula carnicería llena de sanguinolentos entresijos de oveja sobre una fuente de loza azul que hay en la ventana que hace las veces de escaparate, sin más viandas que esas, y más allá nada más que el campo abierto y de nuevo las colinas, que señalan el final del pueblo al menos por este flanco. Al otro lado, durante un buen trecho no hay más que un largo murete de piedras toscas que guarda los cobertizos de una granja algo alejada. Más allá aparece otro grupo de casas de campo, en una de las cuales resalta el sello de la civilización en forma de oficina de correos. En la oficina de correos se expenden asimismo los artículos de primera necesidad, ya sea calzado o panceta, galletas o telas, enaguas de crinolina o libros de religión. Más allá se ve otro murete de piedra, un jardín y una casa particular que se proclamaba sin duda como la casa rectoral. Todavía más allá, sobre una loma elevada por encima del pueblo, una iglesia aislada del resto, rematada por una minúscula torre circular retechada por una especie de apagavelas de teja roja. Detrás, las colinas y el cielo abierto. ¡Y eso es Dimchurch!

En cuanto a sus habitantes, ¿qué diré? Supongo que debo decir la verdad.

Me fijé en que había un caballero de buena cuna entre los lugareños, y era un perro pastor. Él solo me hizo los honores. Tenía un rabo corto, que meneó para saludarme con extrema dificultad, y una cara bonachona, blanca y negra, que me arrimó amistosamente a la mano. «Sea bienvenida, madame Pratolungo, a Dimchurch; tenga la bondad de disculpar a estos labriegos, hombres y mujeres por igual, que han salido a mirarla boquiabiertos. El buen Dios que nos ha hecho a todos también los hizo a ellos, ¡pero ya ve usted, no ha tenido el mismo éxito que al hacernos a usted y a mí!». Resulta que soy una de las contadas personas que son capaces de leer el lenguaje de los perros tal como se escribe en las caras de los perros. Y en esta ocasión traduzco como es debido el lenguaje del caballero pastor ovejero.

Abrimos la puerta de la rectoría y entramos. Así llegó prósperamente a término mi viaje por tierra, a través de las colinas del sur de Inglaterra.