CAPÍTULO XVIII

Problemas familiares

Al cabo de cuatro o cinco días, las melancólicas dudas que tenía Lucilla respecto a Oscar se confirmaron. Sufrió un segundo ataque.

Se celebró la consulta prometida con el médico de Brighton. El nuevo facultativo no nos abrió la puerta a la esperanza. En su opinión, era muy mala señal que el segundo ataque se hubiese producido tan inmediatamente después del primero. Dio una serie de recomendaciones generales para proceder al tratamiento de Oscar y dejó que fuera él quien decidiera si valdría la pena o no probar suerte con un cambio de aires. El médico parecía pensar que ningún cambio de aires podría ejercer una influencia inmediata sobre la repetición de los ataques epilépticos. La salud del paciente en términos generales saldría sin duda beneficiada, pero nada más. En lo tocante al matrimonio, afirmó sin ninguna vacilación que al menos de momento deberíamos descartar toda consideración.

Lucilla recibió la relación de lo sucedido durante la visita de los dos médicos con una terca resignación que a mí me angustió un tanto.

—Recuerde lo que le dije cuando sufrió el primer atraque —comentó—. Ha terminado nuestro verano, nuestro invierno ya está aquí.

Al hablar, su talante era el de una persona que algo aguarda sin ninguna esperanza, una persona que percibe la proximidad de una calamidad inevitable. Tan solo se animaba cuando venía Oscar a visitarla. Como es natural, él estaba con el ánimo por los suelos debido a una tan repentina alteración de todas sus perspectivas de futuro. Lucilla hizo todo lo posible por reconfortarlo, y desde luego que lo consiguió. Yo por mi parte traté de convencerlo para que dejara Browndown y se marchara a divertirse a lugares más alegres, pero fue en vano. Rehuía las caras nuevas, los nuevos ambientes. Entre aquellos dos jóvenes tan poco elásticos, noté que incluso mi buen humor connatural comenzaba a fallarme. Si nos hubiésemos visto los tres juntos en el fondo de un pozo seco en medio de una vasta extensión deshabitada, difícilmente habríamos tenido que afrontar una perspectiva más sombría que la que estábamos contemplando entonces. Por suerte, a Oscar, igual que a Lucilla, le gustaba la música con verdadera pasión. Volvimos al piano como si fuera nuestro mejor recurso en aquellos momentos de adversidad. Lucilla y yo nos turnábamos a la hora de tocar, y Oscar nos escuchaba. Debo decir que ejecutamos una gran cantidad de obras musicales. También debo reconocer que nos aburrimos lo indecible.

En cuanto al reverendo Finch, resolvió su participación en los problemas que nos cercaban hablando por los codos y utilizando todos sus registros de voz.

Si hubiese oído el lector al pequeño sacerdote en aquellos tiempos, habría dado por supuesto que nadie era capaz de sentir nuestros infortunios domésticos tanto los sentía él, y que nadie podría haberse apenado tanto como se apenaba él. Había que verlo, sobre todo el día de la consulta médica; había que ver cómo se paseaba por la sala de estar de su esposa, cómo arengaba a su auditorio, compuesto solamente por su esposa y por mí. La señora Finch tomaba asiento en una esquina, con el bebé y la novela, con el chal y las enaguas. Yo ocupaba la otra esquina, citada a «consulta con el rector». Dicho con toda sencillez, estaba citada para oír al señor Finch declarar que él era la persona principalmente afectada, abrumada incluso por la nube que se había posado sobre la casa.

—Desespero, madame Pratolungo, le aseguro que desespero de transmitir siquiera la menor idea de cómo me encuentro en esta triste situación en la que nos hallamos. Ha sido usted muy buena; ha manifestado usted toda la simpatía de una verdadera amiga de la familia, pero bajo ningún concepto podría usted llegar a entender cómo me ha afectado este revés. Estoy hundido ¡Madame Pratolungo! —me increpó volviendo su chorro de voz hacia la esquina en que me encontraba—. ¡Señora Finch! —increpaba a su esposa, sentada en su rincón—. Estoy, hundido no tengo otras palabras con que expresarlo, salvo las que he utilizado. Hundido. —Se detuvo en el centro de la sala y me miró expectante; miró expectante a su esposa. La expresión de su cara y su actitud daban a entender lisa y llanamente que «si estas dos mujeres se desmayan, lo tomaré como un proceder natural y ajustado a la situación por parte de ambas, a tenor de lo que acabo de comunicarles». Esperé a seguir la pauta que diera la señora de la casa. La señora Finch no se postró con el bebé y la novela por el suelo. De acuerdo con su ejemplo, presupuse que podía seguir sentada en donde estaba. El rector seguía esperando nuestra reacción. Traté de aparentar toda la tristeza que me fue humanamente posible. La señora Finch alzó la vista para mirar con toda reverencia a su esposo, y en silencio se llevó el pañuelo a los ojos. El señor Finch se dio por satisfecho; el señor Finch prosiguió—: Mi salud se ha resentido con este golpe, se lo puedo asegurar, madame Pratolungo. Mi salud ha sufrido muchísimo. Desde que se produjo este triste suceso, mi estómago ya no es el de antes. He perdido el equilibrio vital, ya no disfruto de la misma regularidad de antes. Estoy sujeto, y ello se debe enteramente a este penoso asunto, estoy sujeto a una serie de arranques de mórbido apetito. Deseo comer ente horas; me apetece el desayuno en plena noche, cenar a las cuatro de la madrugada. ¡Ahora mismo me apetece comer algo! —El señor Finch calló como si estuviese horrorizado ante su situación, y pareció ponerse a meditar con el entrecejo fruncido por completo y la mano apretada de manera convulsa sobre los botones inferiores de su herrumbroso chaleco negro. Con sus ojos azules y acuosos, la señora Finch me miró desde la otra esquina de la sala con una húmeda melancolía producida por la inquietud conyugal. El rector, súbitamente iluminado tras consultar con su propio estómago, se dirigió a la puerta, la abrió de par en par y llamó a la cocina por la escalera Con su voz de trueno—: ¡Que me hagan un huevo revuelto! —Volvió a la sala, hizo una nueva consulta mirándome fijamente, con gravedad; volvió de nuevo a la puerta, con paso furioso y apresurado, y clamó la contraorden por la escalera de la cocina—: ¡No, nada de huevos! ¡Que me hagan un arenque en salazón! —Volvió por segunda vez, con los ojos cerrados y la mano posada distraídamente en la coronilla. Apeló después alternativamente a la señora Finch y a mí—. ¡Vean, vean con sus propios ojos, señora Finch, madame Pratolungo! ¡Vean con sus propios ojos en qué triste situación me encuentro! Es sencillamente lamentable. Me pongo a titubear incluso con los asuntos más banales. Primero me apetece un huevo revuelto, luego creo que me apetece más un arenque en salazón, ahora mismo no sé lo que quiero. Les doy mi palabra de sacerdote y de caballero que no sé qué es lo que quiero. Padezco este apetito mórbido y enfermizo durante todo el día; padezco este apetito mórbido y enfermizo durante toda la noche. ¡Qué situación! No consigo descansar. Por las noches, trastorno el descanso de mi esposa. ¡Señora Finch! La molesto por la noche, ¿no es cierto? ¿Cuántas veces, cuántas, desde que este infortunio cayó sobre nosotros, cuántas veces me revuelvo en la cama cada noche antes de conciliar el sueño? ¿Ocho veces? ¿Está usted segura? ¡No exagere! ¿Seguro que ha llevado la cuenta? Muy bien, así me gusta. No recordaba, se lo puedo asegurar, madame Pratolungo, haber estado nunca tan completamente trastornado como lo estoy ahora. Lo que más se le puede parecer fue aquella vez, hace ya cinco años… cuando mi esposa tuvo el embarazo anterior al antepenúltimo. ¡Señora Finch! ¿Fue el anterior al antepenúltimo? ¿O fue tal vez el antepenúltimo? ¿No hace ya cinco embarazos de aquello? ¿Está usted segura? ¿No llevará a confusión a nuestra buena amiga? Muy bien, así me gusta. Fue un asunto de gran estrechez pecuniaria, madame Pratolungo. En aquella ocasión estuvimos al borde mismo de la catástrofe. Sin embargo, superé aquella angustiosa estrechez pecuniaria. ¿Cómo he de superar esto ahora? Ya había trazado detallados planes para Oscar y Lucilla. Ya tenía previstas mis relaciones con mis hijos ya casados, y me satisfacían plenamente. Ya había visto como iba a ser mi futuro, ya tenía pensado el futuro de mi Familia. ¿Qué es lo que veo ahora? Ahora todo ha sido aniquilado, por así decirlo, de un solo golpe. ¡Los caminos de la Providencia son inescrutables! —Hizo una pausa, alzó los ojos al techo y unió ambas manos. Apareció la cocinera con el arenque en salazón—. ¡Los caminos de la Providencia son inescrutables…! —repitió el señor Finch bajando el tono de voz.

—Cómetelo, querido —dijo la señora Finch—, antes de que se enfríe.

El rector hizo una nueva pausa. Su lengua infatigable le apremiaba a seguir con su perorata; su estómago indisciplinado clamaba por el arenque. La cocinera destapó el plato. La nariz del señor Finch se puso de inmediato de parte del estómago del propio señor Finch. Hizo un alto cuando hablaba de la Providencia y de sus caminos inescrutables y procedió a salpimentar su arenque.

Ahora que ya he dado cuenta de cómo hablaba el rector ante el desastre que había sobrevenido a la familia, tan solo me resta completar el cuadro relatando a continuación lo que hizo. Pidió a Oscar un préstamo de doscientas libras, e inmediatamente después dejó de ordenar que le sirvieran un arenque en salazón a cualquier hora del día y, de molestar a la señora Finch por las noches.

Terminaron los mortecinos días del otoño y comenzaron las largas noches del invierno.

No parecía que nuestras perspectivas fueran a mejorar. Los médicos hicieron por Oscar todo lo posible, pero nada dio resultado. Volvió a sufrir aquellos espantosos ataques una y más veces. Día a día, nuestras vidas rutinarias se desarrollaban con monotonía. Casi empecé a pensar, con Lucilla, que poco debía faltar para que se produjera una crisis. «Es imposible que se prolongue esta situación —me decía sobre todo cuando tenía más hambre—. Algo ha de suceder antes de fin de año».

Comenzó el mes de diciembre y por fin sucedió algo. Los problemas familiares que alteraban la vida en la casa rectoral tuvieron su contrapartida en otros problemas que surgieron en el seno de mi propia familia. Recibí carta de una de mis hermanas menores, residente en París. Contenía alarmantes noticias sobre una persona que me era muy querida, y que ya he mencionado muy al principio de estas páginas, pues no era otro que el bueno de mi padre.

¿Estaba el venerable autor de mi existencia gravemente enfermo? ¿Padecía acaso una enfermedad mortal? ¡Ay! No, no era eso lo que le sucedía, pero sí lo peor que podía sucederle al margen de ese terrible avatar. Estaba peligrosamente enamorado de una joven de dudosa reputación. ¿A qué edad? ¡A sus setenta y cinco años! ¿Qué podemos decir de mi longevo padre? Tan solo que es la suya una vigorosa naturaleza, y que tiene el corazón reverdecido a pesar de la edad.

Me apena contristar al lector con mis preocupaciones de familia. Sin embargo, se mezclan íntimamente, tal como se podrá ver a su debido tiempo, con las preocupaciones de Oscar y Lucilla. Dicta mi triste destino que me resulte imposible guiar al lector de esta narración sin desvelar tarde o temprano el único punto flaco (un punto flaco que sin duda cabe disculpar) del hombre más alegre, más brillante y mejor conservado de su tiempo.

¡Ah! Sé muy bien que ahora he de pisar cáscaras de huevos. Ese espectro tan británico que es el decoro surge del suelo y se alza rampante sobre mi escritorio, y me susurra furiosamente al oído el siguiente aviso: «Madame Pratolungo, sonroje usted las mejillas de la inocencia y a partir de ese instante habrá terminado usted, que así terminará su relato y terminará consigo misma». ¡Oh, inflamable mejilla de la inocencia! ¡Ruego que al menos por esta vez muestres tu buen conformar, que yo me devanaré los sesos con tal de expresar lo que debo expresar sin incurrir en la menor ofensa! ¿Puedo entonces representar al bueno de mi padre como un anciano en el Templo de Venus, dispuesto a quemar incienso inagotable en el altar del amor? No, ya veo que no: el Templo de Venus es pagano; el altar del amor no es lo más correcto, así que tendré que tacharlo. Permítaseme decir solamente, a propósito de mi reverdecido padre, que toda su larga vida, desde sus tiempos mozos hasta su senectud, había sido un constante reconocimiento sin tregua de los encantos del llamado sexo débil, y que mis hermanas y yo misma, por pertenecer a ese sexo, no encontramos en el fondo de nuestros corazones razón alguna para abandonarle ni para volverle la espalda a cuenta de esa afición. Era un hombre sumamente apuesto, afectuoso, de dulcísimo temperamento, cuya única lacra era un piropo para todas las mujeres, que como es natural lo adoraban. Aceptamos nuestro destino. Durante muchos años, desde la muerte de nuestra madre, nos acostumbramos a vivir con el perpetuo temor de que se casara con alguna de los centenares de frescas sin escrúpulos que se lanzaban sobre él; peor aún, si tal cosa es posible, era el temor de que se enfrentara en duelo por culpa de alguna de esas mujerzuelas desfachatadas contra hombres tan jóvenes que podrían haber sido sus nietos. ¡Qué susceptible era el bueno de mi padre! ¡Y qué valiente! Una y otra vez me vi requerida para intervenir en tales asuntos, ya que era la hija que más influencia tenía sobre él. Había logrado llevar a buen término ese rescate unas veces por un medio, otras por otro, aunque casi siempre terminábamos con el mismo y triste resultado, a saber, el sacrificio de una cierta cantidad de dinero para paliar los daños y perjuicios, sobre los cuales debo decir que, cuando la mujer es tan desvergonzada como para reclamar esa compensación, mi veredicto es bien sencillo: «¡Se lo tiene merecido!».

En esta ocasión volví a encontrarme con la historia de siempre. Mis hermanas habían hecho lo indecible para poner fin a los amoríos de marras, pero no lo habían conseguido. No tuve otra opción que presentarme en el escenario de los hechos, para empezar quizás por tirar de las orejas a la señorita en cuestión y terminar sin duda por llenarle los bolsillos.

En esta época mi ausencia fue algo más que un engorro: fue un inapelable motivo de pena para mi ciega Lucilla. La mañana en que emprendí el viaje se me abrazó con tal fuerza como si estuviera decidida a no dejarme marchar.

—¿Qué voy a hacer sin usted? —dijo—. Es muy duro, en estos tiempos aciagos, perder el consuelo que me da oír su voz. Pensaré que toda mi seguridad ha desaparecido cuando ya no la sienta a mi lado. ¿Cuántos días pasará lejos de aquí?

—Tardaré un día en llegar a París —contesté— y otro para volver. Dos. Cinco días, si es que puedo hacer deprisa lo que he de hacer, para caer como el rayo sobre la frescachona de turno y rescatar a mi padre. Siete en total. Digamos que, si es posible, no estaré fuera más de una semana.

—Debe regresar usted, pase lo que pase, antes de año nuevo.

—¿Por qué?

—Debo hacer mi visita anual a mi tía, que ya he aplazado en dos ocasiones. Es absolutamente preciso que viaje a Londres el último día del año, y que pase los tres meses convenidos en casa de la señorita Batchford. Había confiado en ser la esposa de Oscar antes de que llegara el momento de ir a Londres… —aguardó un momento a que se le templara la voz—. Pero eso ha terminado. Debemos despedirnos. Si no puedo dejarla a usted aquí para consolarlo a él y para cuidarlo, lo mismo da qué pueda suceder, pues seré yo la que se quede en Dimchurch.

Su permanencia en Dimchurch mientras siguiera sin contraer matrimonio significaba, de acuerdo con las condiciones en que fue redactado el testamento de su tío, que sacrificaría su fortuna. Si el reverendo Finch la hubiese oído decir tal cosa, ni siquiera habría estado en condiciones de apelar a la «inescrutable Providencia». Se habría desmadejado en el acto.

—No tema, querida —le dije—, que volveré antes de que usted se marche. Además, es posible que Oscar mejore. Tal vez esté incluso en condiciones de seguirla a usted a Londres y de visitarla en casa de su tía.

Sacudió la cabeza con tal tristeza, tan descreída, que las lágrimas me asomaron a los ojos. Le di un último beso y me apresuré a marchar.

Tomé la ruta de Newhaven y desde allí crucé el Canal de la Mancha para arribar a Dieppe. No creo que me hubiese percatado del cariño que para entonces le tenía a Lucilla, no creo que lo comprendiera hasta que perdí de vista la casa rectoral en la curva del camino a Brighton. Entonces me abandonó mi natural firmeza de ánimo; me invadió como una tortura el presentimiento de que en mi ausencia se produciría una gran desgracia. Me asombré, porque yo, la viuda del espartano Pratolungo, tuve una buena llantina y lloré tanto como cualquier otra mujer. Tarde o temprano, las personas susceptibles hemos de pagar con el dolor de corazón el privilegio de amar. Es lo de menos: con dolor de corazón o sin él, uno ha de tener algo que amar en este mundo, al menos mientras siga viviendo en él. He vivido en este mundo, no importa cuántos años, y tengo a Lucilla. Antes de Lucilla tenía al doctor Pratolungo. Antes del doctor… ¡ah, mis buenos amigos! ¡No hemos de ir más allá de los tiempos del doctor!