CAPÍTULO XV
Más acontecimientos junto al lecho
Si el lector tiene a bien recordarlo, diré que soy, francesa de origen; por consiguiente, soy por mi propia naturaleza contraria a dejarme afligir al menos mientras pueda evitarlo. Por esta razón, realmente me siento incapaz de hacer acopio de valor para describir lo que hablamos mi ciega Lucilla y yo tan pronto regresé a nuestra bonita sala de estar. En esa ocasión me hizo llorar, y volvería a hacerme llorar (y puede que también al lector) si escribiera la corta y, melancólica relación de lo mucho que sufrió esta joven y tierna criatura cuando le di mis pavorosas noticias. No la pondré por escrito; nada quiero saber de lágrimas. Las lágrimas perjudican a la nariz, y la nariz es uno de mis mejores rasgos. Utilicemos los ojos, mis buenos amigos, para conquistar, no para llorar.
Baste decir que cuando volví a Browndown, Lucilla vino conmigo.
Por vez primera observé que estaba celosa de nuestros ojos, gracias a los que felizmente disponemos de la facultad de la vista. En el instante en que entró insistió en quedarse muy cerca de la cama, para oírnos o tocarnos mientras atendíamos al herido. Así ocupó, en el acto, el lugar en que estaba la señora Gootheridge, junto a la cabecera, y fue ella la que enjugó con un paño húmedo la cara y la frente de Oscar. Estuvo incluso celosa de mí cuando descubrió que era yo la que humedecía las vendas de la herida. Se irritó tanto por mi culpa que tuvo la osadía de besar aquella pobre cara, inconsciente como estaba Oscar, en presencia de los que allí estábamos. La dueña de Las Manos Cruzadas era de mi estilo; tendía a ver el lado bueno de las cosas.
—Ya veo que tiene debilidad por él, ¿eh, señora? —me susurró al oído—. Pronto tendremos boda en Dimchurch.
Ante todos estos besuqueos y susurros, el hermano de la señora Gootheridge, el único hombre en la habitación, comenzó a sentirse incómodo. Este valeroso espécimen pertenecía a esa amplia y respetable categoría de los ingleses que no saben nunca qué hacer con las manos ni cómo salir de una habitación. Me compadecí de él; puedo asegurar que era un hombre espléndido.
—Salga a fumar su pipa, señor, salga al jardín —le dije—. Ya le llamaremos por la ventana si lo necesitamos aquí arriba.
El hermano de la señora Gootheridge me lanzó una mirada de gratitud indescriptible y escapó casi a la carrera, como si acabara de soltarse de un cepo.
Por fin llegó el médico.
Sus primeras palabras nos causaron un alivio inmenso. Nuestro pobre Oscar no había sufrido daños de consideración en el cráneo. La contusión había afectado al cerebro y tenía una herida superficial en el cuero cabelludo, que evidentemente alguien había producido con un instrumento romo y plano.
En cuanto a la herida, yo había hecho todo lo que había que hacer en ausencia del médico. En cuanto a la lesión cerebral, con el tiempo y las buenas atenciones todo volvería a su sitio.
—Pierdan cuidado, señoras —dijo aquel hombre angelical—. No hay motivos para sentirse en modo alguno alarmados por su estado.
Recobró el conocimiento —es decir, abrió los ojos y miró como ausente a un lado y a otro— cuando habían pasado entre cuatro y cinco horas desde que lo descubrimos tendido en el suelo del taller.
El pobre seguía con la mente perdida. No reconocía a nadie. Imitó con el dedo el acto de escribir, y repitió varias veces, hablando de todo corazón, lo que debía haber dicho justo antes de perder el conocimiento: «¡Ve a casa, Jicks! ¡Ve a casa, corre!». Es de suponer que se imaginaba aún tendido en el suelo, desvalido, y que por eso insistía en enviar a la niña a que nos diera la alarma. Más avanzada la noche se durmió profundamente. A lo largo del día siguiente estuvo desorientado cada vez que intentó hablar. Solo al tercer día empezó a recuperar la capacidad de raciocinio, pero se le notaba cierta debilidad. La primera persona a la que reconoció fue Lucilla. En ese momento estaba ocupada en cepillarle su hermoso cabello castaño claro. Con inefable alegría por su parte, él le dio una palmada en la mano y murmuró su nombre. Ella se inclinó sobre él; medio escondida por el cepillo, le dijo al oído algo que hizo que la pálida cara del joven se arrebolase como la grana, y que sus ojos apagados se iluminasen de gozo. Uno o dos días más tarde Lucilla me confesó lo que le había dicho: «Repóngase, por favor, aunque solo sea por mí». No tenía la más leve sombra de vergüenza por haberle hablado con tanta claridad. Al contrario, lo tenía por un triunfo.
—Déjenlo a mi cuidado —dijo Lucilla de forma sumamente decidida—. Me propongo curarlo primero, y luego me propongo ser su esposa.
Al cabo de una semana, Oscar estaba en plena posesión de sus facultades, aunque seguía penosamente debilitado. Fue restableciéndose con gran lentitud, debido al terrible golpe que había sufrido.
Hablando poco a poco por fin pudo relatarnos lo que había ocurrido en el taller.
Después de que la señora Gootheridge y su hija se hubieran marchado de la casa a la hora de costumbre, él había subido a su habitación; allí permaneció un tiempo, y luego volvió a la planta baja. Al acercarse a su taller oyó voces que susurraban en la habitación. En el acto se dio cuenta de que algo no iba bien. Probó el picaporte de la puerta con suavidad y comprobó que estaba cerrado: los ladrones sin duda habían tomado esa precaución para impedir que ninguna persona que pudiera haber en la casa los sorprendiera mientras robaban. La otra forma de entrar en el taller fue la misma que utilizamos nosotros. Dio la vuelta para ir al jardín de la parte posterior y encontró una tartana vacía junto a la puerta. Esta circunstancia lo desconcertó del todo. De no haber sido por el misterioso cierre de la puerta del taller, toda la situación no le habría hecho pensar en nada más alarmante que la llegada de algún visitante inesperado. Ansioso por resolver el misterio, atravesó el jardín y al entrar en el taller, se encontró cara a cara con los mismos dos individuos a los que había descubierto Jicks diez días antes, cuando estaban apoyados contra la pared.
Cuando se acercó a la ventana, los dos estaban muy ajetreados, de espaldas a aquella, atando con recios cordajes el cajón de embalaje que contenía las láminas de metales preciosos.
Se pusieron en pie y se volvieron hacia él en cuanto entró en la habitación. El acto del robo cuya perpetración descubrió a plena luz del día inflamó su temperamento irritable en ese mismo instante. Se abalanzó contra el más joven de los dos, que era el que más cerca estaba de él. El rufián esquivó su embate, aferró una estaca corta y forrada de cuero, de las que llaman «salvavidas», que tenía preparada sobre la mesa, y le golpeó sin más dilación en la cabeza, sin darle tiempo a recuperar el equilibrio y mirarlo a la cara una vez más.
A partir de ese momento ya no recordaba nada hasta el momento de recuperar el conocimiento, una vez pasadas las primeras consecuencias del terrible impacto.
Se encontró tendido, mareado, sangrando en el suelo, y vio a la niña (que debía de haber entrado en la habitación mientras él estaba inconsciente) de pie junto a él, petrificada por el miedo. Nada más reconocerla, se le ocurrió instintivamente la idea de utilizarla, pues era el único ser vivo cercano a él para dar la alarma. Persuadió a la pequeña para que se pusiera al alcance de su mano, y tras mojar el dedo en la sangre que manaba de su propia herida nos envió el terrible mensaje que yo descifré en la espalda de su vestido. Hecho esto, aprovechó sus últimas fuerzas para empujarla con suavidad hacia la ventana abierta e indicarle que fuese corriendo a la casa rectoral. Se desmayó a causa de la cantidad de sangre que había perdido cuando aún le estaba diciendo: «¡Ve a la casa! ¡Ve a la casa!», viendo o más bien creyendo ver a la niña obstinadamente quieta en la habitación, estupefacta, aterrada. A la fuerza era ignorante del tiempo que tardó ella en hacer acopio de valor para tener el sentido común de ir corriendo hacia la casa, igual que de todo lo que ocurrió después. La siguiente impresión consciente que tuvo fue la de ver a Lucilla junto a su lecho, de la que ya he dado cuenta.
El relato del suceso que así nos dio Oscar vino seguido de una declaración suplementaria que nos proporcionó la policía. Se puso en marcha la maquinaria de la ley; el pueblo entero paso varios días en un febril estado de excitación. Nunca se llevó a cabo una investigación más exhaustiva, pero nunca fueron más pobres los resultados. En lo sustancial, no se descubrió nada más allá de lo que ya había descubierto yo por mis propios medios. Se afirmó que el robo había obedecido a un plan preconcebido, tal como había supuesto yo. Aunque ninguno de nosotros los hubiésemos visto en la rectoría, quedó claro que los ladrones habían estado en Dimchurch durante el día en que las láminas defectuosas fueron entregadas en Browndown. Una vez se hubieron tomado tiempo de sobra para examinar la casa y para familiarizarse con los hábitos domésticos de las personas que la ocupaban, los rufianes hicieron una segunda visita al pueblo —sin duda para cometer el robo— en aquella ocasión en que los descubrimos. Frustrados por la inesperada devolución del oro y la plata a Londres, tuvieron que esperar de nuevo, siguieron las láminas hasta Browndown y perpetraron el robo gracias al aislamiento de la casa y al golpe homicida que dejó a Oscar tendido e inconsciente en el suelo.
Más de un testigo se los había encontrado por el camino de Brighton, con el cajón de embalaje en la tartana. Cuando regresaron a los establos en que habían alquilado el vehículo, nadie vio el cajón. Con toda probabilidad, sus cómplices de Brighton los ayudaron a desembarazarse del producto del robo y a colocar las láminas en unas maletas ordinarias, que no llamarían la atención en la estación de ferrocarril. Esa fue la explicación que dio la policía. Fuera correcta o fuera errónea, lo cierto es que los villanos no fueron detenidos, y que el allanamiento de morada y el robo en casa de Oscar tal vez se hayan sumado a la larga lista de delitos cometidos con inteligencia suficiente para desafiar la venganza de la ley.
En cuanto a nosotros, por iniciativa de Lucilla acordamos no entregarnos al llanto con inútiles lamentos, y quedar en cambio agradecidos de que Oscar hubiese salido del incidente sin sufrir graves perjuicios. El mal estaba hecho, y no había más vueltas que darle.
Con este talante filosófico decidimos considerar todo el asunto mientras el herido se restablecía. Todos echamos mano de nuestro excelente sentido común, pero (¡pobres y estúpidos seres humanos!) todos cometimos una fatal equivocación. Lejos de que el mal estuviera hecho y sus efectos concluidos, los males no habían hecho más que empezar. Los verdaderos resultados del robo de Browndown todavía estaban por manifestarse, y todavía estaban por sentirse del modo más raro y más triste en el ánimo del pequeño círculo que se reunió en Dimchurch.