CAPÍTULO XXXIII

El día de la víspera

El día anterior a la segunda aparición de Herr Grosse y al experimento para restablecer la vista de Lucilla estuvo señalado por dos incidentes que debo referir en este punto.

El primer incidente fue la llegada, a primera hora de la mañana, de otra carta personal de Oscar Dubourg. Al igual que tantos otros tímidos, tenía la manía del perfeccionismo siempre que concurrían una serie de circunstancias propensas al azoramiento, y tendía a explicarse no sin dificultades por medio de la pluma, en vez de hacerlo a sus anchas por medio de la lengua.

El comunicado de Oscar de hecho me informó de que se había marchado a Londres en el primer tren de la mañana, y que el propósito de su repentino viaje no era otro que poner al corriente de su situación con Lucilla a un caballero especialmente versado en las peculiaridades de las personas privadas de la facultad de la vista. Dicho con toda sencillez, había resuelto pedir consejo nada menos que al señor Sebright.

Tengo por el señor Sebright —escribía Oscar— un aprecio y una cordialidad equivalentes a la aversión que me inspira Herr Grosse. La breve conversación que sostuve con él me dejó una muy placentera impresión de su delicadeza y su amabilidad. Si con toda libertad revelo a este hábil cirujano la triste situación en que me encuentro, creo que su experiencia podrá arrojar una luz completamente nueva sobre la actual situación anímica de Lucilla y sobre los cambios que cabe esperar que se produzcan en ella si de veras recupera la vista. El resultado de mi consulta podría ser incalculablemente beneficioso al enseñarme cómo puedo admitir la verdad, de modo que a ella no le cause el menor daño, ni a mí, en la medida de lo posible. Tan solo deseo estar doblemente fortalecido antes de arriesgarme a confesar, y ese refuerzo es lo que espero encontrar en el consejo de un científico.

Todo esto lo interpreté, en un inglés sencillo y claro, como indicio de que Oscar, sumido en sus inagotables vacilaciones, deseaba ganar algún tiempo para calmar su conciencia, y de que su absurda idea de consultar al señor Sebright era nada menos que una nueva, verosímil excusa para postergar un poco más el día tan temido. Su carta terminaba conminándome a que guardara el secreto, y pidiéndome encarecidamente que tratara los asuntos en curso de tal modo que le garantizase una entrevista en privado cuando llegara a Dimchurch en el tren de la tarde.

Confieso que sentí cierta curiosidad por lo que podría seguirse de la consulta propuesta entre un Oscar todavía titubeante y un señor Sebright que era la precisión en persona, y en consecuencia dispuse dar un paseo a solas, a eso de las ocho de la tarde, por el camino que llevaba a la lejana estación de ferrocarril.

El segundo incidente del día tal vez pueda describirse como una conversación confidencial que tuvo lugar entre Lucilla y yo, y que versó sobre una cuestión que a las dos nos tenía absortas por igual: el trascendental asunto en que de hecho consistía la recuperación de su bendito sentido de la vista.

La vi en la mesa del desayuno, pobrecilla, con su desconfianza, siempre pronta, nuevamente suscitada por Oscar. Él le había explicado su viaje a Londres con la manida excusa de los «negocios pendientes». Ella sospechó de inmediato, pues no en vano sabía cuáles eran los sentimientos de Oscar y que él estaba en secreto decidido a interferir de alguna manera para que Herr Grosse no llevase a cabo la operación. Me las ingenié para dar reposo a la angustia que de este modo empezaba a tomar forma en su ánimo, y le informé —basándome en lo dicho por el propio Oscar— de que este tenía una aversión personal hacia el oculista alemán. «Cálmese —le dije—. Yo respondo de que Oscar no se aventurará a importunar a Herr Grosse».

A estas palabras siguió un largo silencio. Cuando Lucilla volvió a referirse a Oscar hablando de la inminencia de la operación, pareció que la depresión de su ánimo había alterado la visión que tenía ella de sus propias perspectivas de futuro. Fue nada menos que ella misma la que habló desdeñosamente de la bendición que se confiere a los ciegos mediante la recuperación de la vista.

—¿Sabe una cosa? —dijo—. Si no me fuera a casar con Oscar, dudo mucho de que me hubiera tomado la molestia de someter a ningún oculista, nativo o extranjero, al engorro de tener que venir a Dimchurch.

—Creo que no la comprendo —dije—. No querrá usted decir que no se habría alegrado infinito, en otras circunstancias, de recuperar la vista…

—Eso es justamente lo que pretendo decir.

—¿Cómo? ¿A usted, que se ha tomado la molestia de escribir al propio Grosse para que precipite en lo posible la operación, no le importaría seguir siendo ciega?

—Lo único que me importa es ver a Oscar. Por si fuera poco, solo me importa verle porque estoy enamorada de él. Dejando eso a un lado, realmente no me siento como si me fuese a producir un placer especial poder hacer uso de mis ojos. He sido ciega durante muchísimo tiempo, y he aprendido a vivir sin ver.

—Sin embargo, parecía usted perfectamente embelesada, como en trance, cuando Nugent sembró en usted la duda de que fuera ciega de por vida…

—Nugent me pilló desprevenida —respondió—. Nugent me produjo tal sobresalto que perdí el sentido. Desde entonces, he tenido tiempo de pensar en todo esto, y ahora no me siento transportada por el entusiasmo de aquel momento. Las personas que pueden ver, como ustedes, atribuyen una absurda importancia a sus ojos. Contra sus ojos opongo yo mi tacto, querida, y es mucho más digno de confianza, es un sentido mucho más inteligente. Tal como he dicho, si no fuera Oscar el sentimiento que más prevalece ahora en mí, ¿quiere que le diga qué habría preferido con creces, infinitamente más que recobrar el sentido de la vista, en el supuesto de que hubiera sido posible? —Meneó la cabeza con un gesto de cómica resignación a las circunstancias—. ¡Por desgracia, es del todo imposible!

—¿Qué es lo que resulta imposible?

De pronto extendió ambos brazos sobre la mesa del desayuno.

—Estirarme los brazos hasta tenerlos de una longitud insólita. ¡Eso es lo que me habría gustado! —contestó—. Con mis manos podría averiguar lo que estuviera ocurriendo a mi alrededor mejor que ustedes con sus ojos y sus telescopios. Cuántas dudas podría zanjar, por ejemplo, en lo tocante al sistema planetario; cuántas dudas que tienen los que pueden ver, con solo poder estirar los brazos lo suficiente para tocar las estrellas.

—¡Lucilla, eso son tonterías!

—¿Se lo parece? Dígame qué funciona mejor a oscuras, mi tacto o sus ojos. ¿Quién de las dos es la que tiene la seguridad de que siempre podrá confiarse a sus sentidos a lo largo de las veinticuatro horas del día? ¿Usted o yo? Sin embargo, en cuanto a Oscar, y esta vez quisiera hablarle con toda serenidad, y de todo corazón, le diré que preferiría con mucho perfeccionar el sentido que ya tengo en vez de recibir un sentido que no tengo. Hasta que conocí a Oscar, no creo, con toda sinceridad, que envidiara a nadie el empleo de sus ojos.

—¡Me deja de piedra, Lucilla!

Hizo repicar la cucharilla contra la taza del té, en un gesto de impaciencia.

—¿Puede usted fiarse siempre de sus ojos, incluso a plena luz del día? —exclamó—. ¿Con qué frecuencia la llaman a engaño incluso en las cosas más simples? ¿Sobre qué los oí discutir el otro día cuando estaban en el jardín? ¿Contemplaban ustedes algún paisaje?

—Sí, estábamos mirando por la avenida de los árboles que hay al otro lado de la tapia que cierra la iglesia.

—Ya, y algún objeto que había en la avenida llamó la atención de todos ustedes, ¿no fue así?

—Sí, un objeto que estaba al otro extremo.

—Los oí discutir, y todos tenían una opinión diferente a pesar de sus maravillosos ojos. Mi padre decía que se movía. Usted decía que estaba quieto. Oscar dijo que era un hombre. La señora Finch insistió en que era una vaca. Nugent fue corriendo hasta allá y examinó ese objeto pasmoso bien de cerca. ¿Y qué resultó ser? ¡Una rama seca de un árbol que el viento había traído desde el otro lado durante la noche! ¿Por qué iba yo a envidiar a los demás la posesión de un sentido que les hace semejantes jugarretas? ¡No! ¡No! Herr Grosse va a «operarme las cataratas», como él dice, porque voy a casarme con el hombre al que yo amo y porque yo me he imaginado, como una idiota, que lo amaré todavía más cuando lo pueda ver. Puede que esté muy equivocada —dijo con aire de superioridad—. Puede que termine por no amarle ni la mitad que ahora.

Pensé en la cara de Oscar y me invadió un miedo terrible a que estuviera hablando con mucha más seriedad de lo que ella sospechaba. Traté de cambiar de conversación. ¡En vano! Su natural, tan imaginativo, había encontrado el camino hacia una nueva región donde podía especular a su antojo, y llegó allí sin darme tiempo a abrir la boca.

—Yo relaciono la luz —dijo muy pensativa— con todo lo bello, con lo celestial; relaciono las tinieblas con toda la vileza, con lo horrible y lo demoníaco. Me pregunto cómo serán la luz y las tinieblas cuando las pueda ver de veras.

—Estoy segura de que la dejarán asombrada —conteste—, pues serán completamente distintas de lo que usted imagina ahora.

Se sobresaltó. La había alarmado sin darme cuenta siquiera.

—¿Será el rostro de Oscar completamente distinto a como yo lo imagino? —preguntó con una voz súbitamente alterada—. ¿Acaso trata de decirme que durante todo este tiempo no me he formado una imagen mental de él que se ajuste a la realidad?

De nuevo traté de arrastrarle a un asunto diferente. ¿Qué otra cosa podía hacer, teniendo en cuenta que mi lengua estaba atada por la advertencia del oculista alemán, que no en vano había insistido en que no la agitásemos, a la vista de la operación que se iba a realizar al día siguiente?

No sirvió de nada. Ella siguió a lo suyo igual que antes, sin prestarme la menor atención.

—¿Es que no dispongo de los medios adecuados para juzgar cómo es Oscar? —dijo—. Me toco la cara, sé qué anchura y qué longitud tiene; sé qué longitud tienen mis rasgos, sé dónde están. Y luego palpo a Oscar y comparo su cara con lo que sé de la mía. No se me escapa un solo detalle. Mentalmente lo veo con la misma claridad con la que me ve usted ahora, al otro lado de la mesa. ¿Quiere decir acaso que, cuando lo vea con mis propios ojos, he de descubrir algo que me resulte totalmente novedoso? —Se levantó con impaciencia y dio una vuelta por la estancia—. ¡Oh! —exclamó a la vez que daba un pisotón contra el suelo—. ¿Por qué no podré tomar el láudano suficiente, el suficiente cloroformo para pasar el próximo mes y medio como si estuviera muerta, y volver después a la vida, cuando el alemán me quite las vendas de los ojos? —Volvió a sentarse y de pronto se dejó llevar a un asunto puramente moral—. Dígame una cosa —añadió entonces—. ¿Qué virtud es más grande? ¿La que más difícil resulta de practicar?

—Supongo que sí —contesté.

Tamborileó con ambas manos sobre la mesa, con petulancia, con toda la fuerza que pudo, con saña.

—En ese caso, madame Pratolungo —dijo—, la más grande de todas las virtudes es la paciencia. Amiga mía, ¡cuánto detesto en este preciso instante la más grande de todas las virtudes!

Así terminó nuestro diálogo, pues ahí encontró por fin nuestra conversación el camino hacia otros asuntos.

Pensando más tarde en esa nueva faceta de su espíritu que Lucilla me había mostrado, extraje un único consuelo de lo hablado en la mesa del desayuno. Si el señor Sebright al final estuviera en lo cierto, y si la operación fuera un fracaso, yo al menos tendría la palabra de Lucilla de que la invidencia por sí misma no es para los ciegos esa terrible aflicción que los demás imaginamos lisa y llanamente porque gozamos del don de la vista.

A eso de las siete y media de la tarde salí yo sola, tal como había planeado, para recibir a Oscar a su regreso de Londres. En una larga recta del camino lo vi avanzar hacia mí. Iba caminando más deprisa que de costumbre, y cantaba al andar. A pesar de su lividez y su decoloración, la cara del pobre muchacho parecía radiante de felicidad mientras se acercaba a mí. Exultante, agitó su bastón en el aire.

—¡Buenas noticias! —gritó a pleno pulmón—. ¡El señor Sebright me ha devuelto la felicidad!

Yo nunca le había visto tan semejante a Nugent como cuando me encontré con él y me estrechó la mano.

—Cuéntemelo todo —dije.

Primero me dio el brazo y, sin dejar de hablar, volvimos despacio a Dimchurch.

—En primer lugar —comenzó—, el señor Sebright sigue manteniendo su opinión con más firmeza que nunca. Está absolutamente convencido de que la operación será un fracaso.

—¿Estas son sus buenas noticias? —le dije a modo de reproche.

—No —dijo—. Sin embargo, he de reconocer para mi vergüenza que hubo un tiempo en que casi llegué a tener la esperanza de que fracasara. Pero el señor Sebright me ha dado una perspectiva mucho mejor. Es muy poco, o nada incluso, lo que tengo que temer del posible éxito de la operación… caso de que, por una extraordinaria casualidad, llegue a tener éxito. Si le recuerdo la opinión del señor Sebright es tan solo por darle una idea adecuada del tono que adoptó conmigo al comenzar nuestra charla. Solo tras expresar sus protestas accedió a considerar el acontecimiento que Lucilla y Herr Grosse ya consideran con toda certidumbre. «Si la expresión de la situación en que usted se encuentra lo requiere —me dijo—, estoy dispuesto a reconocer que existe una remotísima posibilidad de que ella vuelva a verle a usted en el plazo de dos meses. Ahora, le ruego que comience». Y empecé por informarle de mi compromiso matrimonial.

—¿Quiere que le diga yo cómo recibió el señor Sebright dicha información? —le dije—. Se calló e hizo una reverencia.

Oscar se echó a reír.

—Cierto, muy cierto —respondió—. Acto seguido le hablé de la extraordinaria antipatía que tiene Lucilla por las personas de tez oscura y los matices más oscuros de cualquier color. ¿Adivina qué me dijo cuando hube terminado?

Tuve que reconocer que mi conocimiento del carácter del señor Sebright no llegaba a tal extremo.

—Dijo que, por su experiencia de los ciegos, era una antipatía harto común entre ellos. Esta es una de las múltiples y extrañas influencias que sobre su ánimo ejerce la privación de la vista. «La dolencia física tiene una misteriosa influencia moral —me dijo—. Es algo que podemos observar, pero que no sabemos explicar. Esa especial antipatía que usted comenta es una antipatía incurable, a no ser que se produzca una condición: la recuperación de la vista».

Calló. Le encarecí que prosiguiera. ¡No! Rehusó continuar hasta que yo no hubiera terminado con lo que debía decirle. Todavía debía hacer mi confesión… y la hice.

—¿No ocultó nada?

—No, nada. Expuse toda mi debilidad ante él. Le dije que Lucilla estaba firmemente convencida de que era Nugent quien tenía la cara decolorada, no yo. Y entonces le hice la pregunta que había ido a hacerle: ¿qué debía hacer?

—¿Y qué respondió?

—Con las siguientes palabras: «Si me pregunta usted qué es lo que debe hacer en el supuesto de que ella siga siendo ciega (y le vuelvo a decir que este será por desgracia el caso), me niego a darle mi consejo. Son su propia conciencia y su concepto del honor los que han de ayudarle a decidirse sobre esa cuestión. En caso contrario, si me pregunta usted qué es lo que debe hacer en el supuesto de que ella recupere la vista, puedo contestarle sin reservas y con la máxima sencillez. Deje las cosas tal como están y espere a que ella recupere la vista». Estas fueron sus palabras. ¡Qué enorme peso me ha quitado de encima! Le obligué a repetirlas; reconozco que casi me daba miedo confiar la evidencia tan solo a mis oídos.

Comprendí el motivo del ánimo renovado de Oscar, lo comprendí mucho mejor que el motivo por el cual le había dado el señor Sebright su consejo.

—¿Le expuso el señor Sebright sus motivos? —pregunté.

—Sabrá usted sus motivos ahora mismo. Insistió en asegurarse primero de que yo hubiera comprendido a carta cabal la situación en que me encontraba. Dijo: «La condición primordial del éxito, tal como le indicó Herr Grosse, es la total y absoluta tranquilidad del paciente. Si usted hace su confesión a la damisela cuando regrese esta noche a Dimchurch, la pondrá en tal estado de excitación que mañana será por completo imposible que mi colega alemán proceda a realizar la operación. Si aplaza usted la confesión, las necesidades médicas del caso le obligarán a permanecer en silencio hasta el día en que el oculista dé por concluidas sus atenciones. ¡Esta es la situación en que se encuentra! Mi consejo es que adopte esta última alternativa. Espere, y haga que las demás personas que conozcan el secreto también esperen, hasta que el resultado de la operación sea inamovible». En ese punto le pedí que callara. «¿Quiere usted decir que he de estar presente en la primera oportunidad en que ella pueda hacer uso de sus ojos?», le pregunté. «¿He de permitir que me vea sin haberle dicho de antemano nada que le ayude a prepararse para ver el color de mi cara?».

Empezábamos a llegar a la parte más interesante del relato. Los ingleses, cuando salen a caminar o, tienen una conversación con un amigo, jamás hacen un alto en los momentos de máximo interés. En cambio, nosotros los extranjeros invariablemente hacemos un alto. Sorprendí a Oscar al detenerle de pronto en medio del camino.

—¿Qué sucede? —me preguntó.

—¡Siga! —le dije con impaciencia.

—No puedo seguir —repuso—. Me está sujetando usted.

Le sujeté con más fuerza que nunca y le ordené con más resolución que nunca que prosiguiera. Oscar se resignó a hacer mi alto (a la manera de los extranjeros) en el camino por el que transitábamos.

—El señor Sebright contestó a mi pregunta formulándome una pregunta —siguió diciendo—. Me preguntó cómo me disponía a prepararla para saber de qué color es mi cara.

—¿Y qué le dijo usted?

—Le dije que había planeado aducir una excusa para marcharme de Dimchurch y, una vez lejos de aquí, prepararla por escrito para lo que podría encontrarse a mi regreso.

—¿Qué le dijo él?

—No quiso ni oír hablar de esa idea. «Le recomiendo con todo el peso de mi experiencia que esté usted presente en la primera ocasión en que ella sea capaz, si es que llega a serlo, de hacer uso de su vista. Atribuyo una trascendental importancia a su capacidad para corregir la repugnante y absurda imagen que tiene a propósito de una cara como la suya, y para ello ha de verle tal como es usted de veras en la primera ocasión que se presente», dijo.

Habíamos reanudado la marcha, y hubo ciertas palabras en su última frase que me sobresaltaron. De nuevo volví a detenerle.

—¿Repugnante y absurda imagen? —repetí, y pensé en el acto en la conversación que esa misma mañana había tenido con Lucilla—. ¿Qué quiso decir el señor Sebright hablando de esta manera?

—Se lo pregunté. Y su respuesta a buen seguro le ha de interesar, madame Pratolungo. Le llevó a una explicación de los motivos por los que usted me acaba de preguntar. ¿Le parece que sigamos caminando?

Mis petrificados pies de extranjera recuperaron su actividad. Seguimos adelante.

—Cuando le hablé al señor Sebright del inveterado prejuicio de Lucilla —continuó Oscar—, me sorprendió al informarme de que era un prejuicio muy común en la experiencia que tenía de las personas privadas de la vista, y de que su única curación radicaba, de hecho, en la recuperación de la vista. Para respaldar esa afirmación me habló de dos interesantes casos que había conocido en su práctica profesional. El primero era el caso de la hija pequeña de un funcionario destinado a la India, una niña que era ciega desde su más tierna infancia, igual que Lucilla. Tras practicarle una operación con éxito, llegó el día en que permitió a su paciente que probase e hiciera uso de sus ojos, es decir, que probase si al principio era capaz de ver las cosas suficientemente bien, distinguir los objetos oscuros de la luz. Entre las personas reunidas para ser testigos del momento en que a la niña se le retirasen las vendas se encontraba una nodriza india que había acompañado a la familia en su viaje a Inglaterra. La primera persona a la que vio la niña fue su madre, una mujer de tez clara y rubios cabellos. La niña unió ambas manos boquiabierta por el asombro, y eso fue todo. Volvió entonces la cabeza y vio a la nodriza india, de tez especialmente oscura: al instante se le escapó un chillido de terror. El señor Sebright me confesó que él no pudo explicárselo. Era de todo punto imposible que la niña tuviera alguna asociación mental con los colores. Sin embargo, había manifestado el odio más virulento, el horror más espantoso hacia un objeto de color oscuro (ese odio y ese horror tan particulares de los invidentes), y lo había manifestado de forma inconfundible una niña de diez años de edad. Mientras me estaba refiriendo todo esto, pensé inmediatamente en mí y en mis posibilidades con Lucilla. Lo primero que le pregunté fue si la niña llegó a acostumbrarse a la nodriza. Le puedo contestar con sus propias palabras: «En tan solo una semana me encontré a la niña sentada en el regazo de la nodriza, tan tranquila como yo lo estoy en esta silla». Cuando menos, resulta alentador, ¿no cree?

—Sumamente alentador, eso es innegable.

—El segundo caso fue todavía más curioso. Esta vez se trataba de un hombre adulto, y lo contó con la intención de mostrarme qué imágenes tan fantásticas y tan extrañas (completamente distintas a la realidad) pueden formarse los invidentes. El paciente estaba casado y había llegado el momento de que viera a su esposa por primera vez, tal como Lucilla ha de verme a mí un día. Antes de casarse con ella, le habían indicado que su mujer tenía una profunda y larga cicatriz en una de las mejillas. La pobre mujer desfigurada (¡ah, qué bien la entiendo!) temblaba solo de pensar en las consecuencias. El hombre que la había querido con toda el alma mientras estuvo ciego, tal vez la aborrecería cuando viera su cara desfigurada. Su marido fue el primero en consolarla cuando se decidió proceder a la operación. Afirmó que su sentido del tacto, así como las descripciones que le habían proporcionado los demás, le habían permitido formarse una imagen mental de la cara de su esposa que era sin duda completa y fiel a la realidad. Por más que el señor Sebright insistió, no pudo de ninguna manera hacerle creer que era físicamente imposible que se hubiera formado una idea de veras correcta de cualquier objeto, animado o inanimado, que no había visto jamás. El paciente no quiso ni oír hablar de semejante posibilidad. Estaba tan seguro del resultado que tomó la mano de su esposa para darle ánimos mientras le retiraban los vendajes. A la primera mirada que le dedicó, lanzó un grito de horror y se desplomó en su silla como si se hubiera desmayado. Su esposa, la pobre, se trastornó por la angustia. El señor Sebright hizo todo lo que pudo por tranquilizarla, y esperó hasta que el marido estuvo en condiciones de responder a las preguntas que le hiciera. Entonces resultó que la idea que se había formado de su esposa y de su desfiguración cuando estaba ciego era tan grotesca y horriblemente disímil de la realidad que era difícil saber si reírse o echarse a temblar. Por comparación con la idea que su marido se había formado, su esposa era tan bella como un ángel; sin embargo, como esta había sido su idea, nada más verla se sintió absolutamente asqueado y aterrado. En cuestión de pocas semanas pudo comparar a su esposa con otras mujeres, vio retratos, comprendió qué era la belleza y qué era la fealdad, y a partir de ese momento han vivido los dos más felices que ningún otro matrimonio del reino.

No estuve muy segura de la dirección en que apuntaba este último ejemplo. Al pensar en Lucilla me sentí un tanto alarmada. Volví a detenerme.

—¿Cómo aplicó el señor Sebright este segundo caso al de Lucilla y usted? —pregunté.

—Se lo diré en seguida —dijo Oscar—. Al principio apeló al caso por pensar que respaldaba su afirmación de que la idea que Lucilla se hubiera formado de mí debía de ser completamente diferente de cómo soy en realidad. Me preguntó si estaba ya seguro de que ella no podría tener una concepción exacta del aspecto real que tienen las caras y los colores. Me preguntó si no estaba de acuerdo con él en que la imagen mental que tenga ella, la imagen del hombre de la cara azul, es con toda probabilidad algo fantástica y repugnantemente diferente de la realidad. Después de lo que acababa de saber, tuve que estar lógicamente de acuerdo con él. «Muy bien», dijo el señor Sebright. «Ahora, tratemos de recordar que existe una diferencia crucial entre el caso de la señorita Finch y el que le acabo de comentar. La idea que tenía el marido ciego respecto de su esposa era, no se olvide, la idea más querida por el marido. La sorpresa que tuvo al verla por primera vez fue una sorpresa sencillamente debida a eso. Por el contrario, la idea que se ha formado la señorita Finch de una cara azul es una idea que le resulta perfectamente odiosa: es una imagen que ella detesta. ¿No le parece justo concluir; a tenor de todo esto, que la primera visión que ella tenga de usted, tal como usted es en realidad, muy posiblemente le produzca un gran alivio, en vez de una desagradable sorpresa? Si razono a partir de mi propia experiencia, he de llegar a esta conclusión; por eso le aconsejo, en su propio interés, que esté presente cuando le sea retirado el vendaje. Incluso si resulta que estoy en un error, e incluso si ella no se reconcilia de inmediato con la imagen que vea de usted, ahí tiene el otro ejemplo de la niña y la nodriza india, que sin duda le satisfará, ya que se trata de una mera cuestión de tiempo. Tarde o temprano, ella aceptará el descubrimiento tal como lo aceptaría cualquier damisela. Al principio, estará indignada con usted por haberla engañado; después, si está usted seguro del lugar que ocupa en su afecto, terminará por perdonarle. Esta es mi visión de la situación en que se encuentra, y estas son las bases en que me apoyo para pensar como pienso. Entretanto, debo añadir que mi opinión médica permanece inalterable. Creo firmemente que jamás tendrá usted ocasión de actuar de acuerdo con los consejos que acabo de darle. Cuando le sea retirado el vendaje, las posibilidades son quinientas a una de que no esté más cerca de ver de lo que está ahora». Estas fueron sus últimas palabras. Así nos despedimos.

Oscar y yo seguimos caminando un trecho en silencio.

Yo no tenía nada que aducir en contra de las razones del señor Sebright era imposible poner en tela de juicio la experiencia profesional que las había proporcionado. En cuanto a los ciegos en general, no tenía ninguna duda de que su consejo era acertado, y de que había llegado correctamente a sus conclusiones. Sin embargo, el carácter de Lucilla no era normal y corriente. Yo tenía de ella un conocimiento mucho mejor que el del señor Sebright, y cuanto más pensaba en el futuro, menos inclinada me sentía a compartir las esperanzas de Oscar. Lucilla era una de esas personas capaces de decir o hacer algo en el momento más crítico del experimento, algo capaz de sorprender e incluso desbaratar los cálculos más afinados. En ningún otro momento me habían parecido más oscuras las perspectivas de Oscar.

Habría sido inútil y cruel haberle dicho a él lo que aquí acabo de decir. Al mal tiempo puse la mejor cara que pude y le pregunté si se había propuesto seguir los consejos del señor Sebright.

—Sí —dijo—. Con ciertas reservas, claro, que se me ocurrieron después de marcharme de su casa.

—¿Y puedo preguntar de qué se trata?

—Desde luego. Me propongo rogar a Nugent que se marche de Dimchurch antes de que Lucilla ponga su vista a prueba por primera vez. Y sé que lo hará, sin duda, con tal de complacerme.

—¿Y una vez haya hecho eso, qué?

—Entonces estaré presente, tal como sugirió el señor Sebright, en el momento en que le sea retirado el vendaje.

—¿Y le dirá previamente a Lucilla —le interrumpí— que es usted quien está en la habitación?

—No. Es en este punto donde tomaré la precaución a la que acabo de aludir. Me propongo crear en Lucilla la impresión de que soy yo quien se ha tenido que ausentar de Dimchurch, y que es a Nugent a quien ella ve cara a cara. Si el señor Sebright tiene razón, y si su primera sensación es de alivio, le confesaré la verdad ese mismo día. Si no, esperaré hasta que se reconcilie con mi imagen para hacerle entonces mi confesión. Ese plan tiene previstas todas las posibles emergencias. Es de hecho una de las pocas ideas realmente buenas con que ha dado mi estúpida inteligencia desde que llegué a Dimchurch.

Dijo estas últimas palabras con un inocente aire de triunfo, tanto que no tuve yo arrestos para apagar su ardor diciéndole qué opinión me merecía su idea.

—No olvide, Oscar, que hasta los planes trazados con más inteligencia están a merced de circunstancias imprevisibles. En el último momento puede producirse un accidente que le obligue a decir la verdad.

No dije nada más.

Ya teníamos la casa rectoral a la vista cuando le hice esta última advertencia. Nugent estaba paseando por el camino, esperando a que llegáramos. Dejé que Oscar relatase toda su historia a su hermano y entré en la casa.

Lucilla estaba sentada ante el piano cuando entré en la sala de estar. No solo estaba tocando, sino que también cantaba, y eso era muy infrecuente en ella. La canción, tanto la melodía como la letra, era una composición suya. «¡Lo he de ver! ¡Lo he de ver!». Con esas cuatro palabras comenzaba y terminaba la composición. Las había adaptado a todas las melodías felices que guardaba en su memoria. Las acompañaba con unas manos hechas sin duda para el júbilo, unas manos que amenazaban con romper en cualquier momento las cuerdas del instrumento. Desde mi primer día en la casa rectoral, jamás había oído semejante estruendo en la quietud de la sala de estar. Era presa de una febril excitación, y su ánimo exultante, teniendo en cuenta los presentimientos que me rondaban, me chocó y me dolió incluso. La levanté del taburete y cerré la tapa del piano por la fuerza.

—¡Cielos, compóngase! —le dije—. ¿O es que pretende estar completamente exhausta cuando llegue mañana el alemán?

Esta consideración bastó para poner fin a su desmedido entusiasmo. De pronto se apaciguó y lo hizo con la brusca facilidad con que lo haría una niña.

—Lo había olvidado —dijo, mientras se sentaba consternada en un rincón—. ¡Tal vez se niegue a realizar la operación! ¡Ay, querida, sosiégueme como sea! Traiga un libro, léame.

Traje el libro. ¡Ah, pobre del autor! Ni ella ni yo le prestamos la menor atención. Peor aún, lo vilipendiamos por no haber logrado interesarnos, y lo cerramos luego sonoramente, dejándolo con rudeza en su lugar correspondiente, en la estantería. Allí quedó boca abajo y nosotras nos fuimos a dormir.

Lucilla estaba de pie ante la ventana cuando entré a desearle buenas noches. La acaramelada luz de la luna caía con ternura sobre su rostro.

—Luna que nunca he visto —murmuró muy suavemente—, siento que me estás mirando. ¿Se acerca la noche en que yo te vea? —Se dio la vuelta y me tomó de la mano para colocarme los dedos sobre su pulso—. ¿Le parece que estoy ya sosegada? —preguntó—. ¿Me encontrará mañana suficientemente bien? ¡Pálpelo! ¡Pálpelo! ¿Está más tranquilo?

Le palpé el pulso y noté que le latía a gran velocidad.

—El sueño tranquilizará su pulso —dije, y le di un beso antes de despedirme.

Durmió bien. En cuanto a mí, pasé una noche tan atormentada y me levanté tan fatigada que tuve que volver a mi habitación después de desayunar, a echarme un rato. Fue Lucilla quien me convenció de que subiera a descansar.

—Herr Grosse no llegará hasta la tarde —dijo—. Descanse hasta su llegada.

Habíamos hecho nuestros cálculos sin tener en cuenta las excentricidades de nuestro cirujano alemán. Con la sola excepción de sus asuntos profesionales, Herr Grosse lo hacía todo llevado por sus impulsos, sin atender a ninguna regla. Poco tiempo había pasado desde que concilié un sueño reparador cuando noté que Zillah me ponía la mano en el hombro y me hablaba al oído.

—¡Le ruego que se levante, señora! Ya ha llegado. Ha venido de Londres en el tren de la mañana.

Fui corriendo a la sala de estar.

Allí, ante la mesa, estaba sentado Herr Grosse con el maletín del instrumental abierto; sus enloquecidos ojos negros se regodeaban ante un repugnante despliegue de tijeras, sondas y bisturíes, y su desaliñado sombrero negro mezclado de cualquier manera con vendajes y frascos. Y de pie a su lado estaba Lucilla, algo inclinada hacia él, con una mano posada con toda familiaridad sobre su hombro, mientras que con la otra palpaba con destreza los espantosos instrumentos, para averiguar como eran.

Fin de la primera parte